Los aportes que hiciera el autor conocido como Pseudo-Dionisio Areopagíta resultaron en suma interesantes para filósofos posteriores a él y no muy lejanos, tal es el caso de Escoto Eriúgena, quien, nacido en Irlanda cerca del 800, tradujera al latin los textos de Pseudo-Dionisio.
Los escritos de Escoto Eriúgena están repletos del pensamiento del Areopagita. No cabe duda de que el conocimiento de Dios es un tema que resultó muy interesante en esta época. Muchas veces, más que un tema se convierte en una experiencia que resulta incomunicable y que da pie a seguir comentando acerca de este hecho singular. ¿Qué se puede decir de Dios?, ¿se puede conocer a Dios?, ¿cómo podemos llegar al entero conocimiento de Dios? Estas preguntas se convierten en el hilo conductor del pensamiento de Escoto; siempre con una visión neoplatónica o plotiniana, heredada a través de varios filósofos, aunque, para Escoto, directamente del Areopagita.
De entre las obras de Eriúgena está ésta que expondremos a continuación (Sobre la divición de la naturaleza) que está constituida a manera de un diálogo entre un maestro y su alumno, en el que tratan de analizar el problema de la correcta división de la naturaleza; entendiendo por naturaleza la primera y suprema división de todas las cosas, las que están al alcance de la mente y las que no lo están, las que son y las que no son.1
Las divisiones de la naturaleza que hace el autor son cuatro: la primera ve a una naturaleza que crea y no es creada, la segunda a una que es creada y crea, la tercera a una que es creada y no crea y, por último, la cuarta que ve a la nanturaleza que ni crea y ni es creada. Por consiguiente se tiene que la primera se opone a la tercera, y la segunda hace lo mismo con la cuarta. Aunque la cuarta división termina por pasar al mundo de los imposibles, ya que al no ser creada y no crear se está afirmando su esencia de no poder ser.2
Si se tiene en cuenta, la primer división que hace el autor (la naturaleza crea y no es creada) es un claro ejemplo del plotinismo que utiliza, y curiósamente es la división que explica primero en su texto, y lo hace de la siguiente manera: “por crear Él solo todas las cosas, es conocido como [...] sin principio, ya que Él es la causa principal de todas las cosas que han sido hechas de Él y por Él, y, por lo mismo, es también el fin de cuanto procede de Él. [...] Él es, pues, el principio, el medio y el fin.”3 Deja claro aquí, que la causa divina es la única y suprema causa de todas las cosas. Pero ante este razonamiento el alumno recuerda que no es la única postura que ha escuchado, y su aflicción es causada por que sabe que hay otros que dicen que, esta causa, no sólo crea sino que también es creada. El maestro aclara esta afirmación explicando que se dice esto en el sentido de que, siendo ésta invisible en sí misma, la naturaleza “se crea”, manifestándose en todas las cosas que existen. Entonces se sabe que la creación de ella es la manifestación de sí misma en algo. Por estas creencias, que rayan en un panteísmo será condenado póstumamente en el siglo XIII, ya que se asume con esto que, la esencia de todas las cosas es esta causa divina.
Hasta aquí, el diálogo empieza a ser más profundo pues se adentran en territorio propiamente teológico para seguir queriendo entender esta causa divina, que es creadora pero no creada. En el aspecto de la teología, se recuerdan las dos posturas que están en pleno auge: la llamada teología afirmativa y la negativa. La negativa es la que niega que la divina esencia o sustancia sea alguna de las cosas que son, es decir, que se pueden expresar o entender, y la afirmativa es la que predica de ella cuantas cosas existen, y por eso se llama afirmativa, pues pueden predicar (las cosas que se pueden expresar o entender) de ella todas las cosas que de ella proceden.4
Con esto entramos al problema sobre cómo nombrar a Dios, pues se dice que es esencia pero no es propiamente esto, ya que la esencia supone el ser y éste se opone al no ser. Esto es un error pues nada hay fuera de Dios, por lo tanto se puede decir que es superesencial. Éste es el problema fundamental, que está relacionado con la cuestión de las dos teologías. Lo que hace Escoto es tratar de explicar lo que se supone, es la respuesta que se piensa la correcta; en este caso, al decir que no es esencia sino superesencia. Escoto lo explica de la siguiente manera: en la respuesta correcta, que es: superesencia, interiormente, en su contenido podemos decir que esta respuesta pertenece a la teología negativa puesto que nos está diciendo que no es esencia sino que es algo que está más allá de la esencia pero también podemos decir que pertenece a la teología afirmativa porque afirma, de manera externa, algo que es “es superesencia”.
Con esto se entiende que las dos teologías no se contradicen, aunque así lo parezca, "verbigracia, la [afirmativa] dice: 'El es verdad'; la [negativa] contradice: 'No es verdad'. Aquí parece darse una contradicción, pero mirando las cosas con más atención, no existe ningún conflicto. Porque la afirmación: 'Es verdad', no afirma propiamente que la sustancia divina sea verdad, sino que puede llamársela con ese nombre por metáfora”.5
Otro punto fundamental es el de pensar que, aquellos hombres que se rigen por la fe, llevan una vida piadosa y se empeñan en buscar la verdad, no deben de pensar, ni decir otra cosa que no sea lo que se encuentra en la Sagrada Escritura.
La función de la razón es clara, y se empeña por enseñarnos que “no se puede decir nada de Dios con propiedad, ya que supera todo entendimiento y todas las expresiones sensibles e inteligibles Aquel que es mejor conocido no conociéndole y cuya ignorancia es la verdadera sabiduría, que con más verdad y exactitud es negado en todo que afirmado”.6
Bibliografía:
“Escoto Eriúgena”, en Clemente Fernández, Los Filósofos Medievales Selección de Textos, tomo II, BAC, Madrid, 1979. pp. 4-42.
1Cfr., Escoto Eriúgena, “Sobre la división de la naturaleza”, en Clemente Fernández, Filósofos medievales II, BAC, Madrid, 1979, p. 4.
2Cfr., Ibidem, p. 4-5.
3Ibidem, p. 9.
4Cfr., ibidem, p. 14.
5Ibidem, p. 18.
6Ibidem, p. 21.
no me sirio
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