jueves, 14 de marzo de 2013

San Agustín. La ciudad de Dios. Libro I.



Desde el primer capítulo, San Agustín señala que llegar a la perfección de la justicia es una empresa grande y árdua pero que “Dios es nuestro ayudador”,[1] los cristianos romanos fueron perdonados por los bárbaros, quienes al nombre de Cristo cesaron en su furia y no descargaron sobre aquellos que se encontraban en los lugares de culto cristiano,  sino que mostrando así una misericordia más generosa aún, esto debieran atribuirlo a los tiempos cristianos.[2] De este hecho Agustín invita a tomar postura de gracias a hacia Dios y acudir sin fingimiento a él.
Lo que tuvo lugar en la destrucción de Roma, es fruto de una obra bélica, y con ello la sangre, el dolor, el robo, la aflicción. Pero lo que con el tiempo se ha realizado para dar lugar a las personas un lugar donde no se mate, ni se robe y se libre de los enemigos cruentos, esto es obra de Cristo.  “Quien no ve esto, está ciego; el que lo ve y no lo alaba, es ingrato; y el que resiste al que lo alaba, imbécil”.[3]  Tanto el bueno como el malo están bajo la misericordia de Dios, ambos le piden y Dios les concede con mano liberal, y aunque estén bajo un mismo tormento, no por eso es lo mismo la virtud y el vicio. La corrección debe de hacerse con caridad,[4] pues aquel que sabe que uno está en el yerro y no lo dice por miedo a la carne, a la muerte, se encuentra en un estado de culpabilidad aún más grande que el malvado, y la caridad yace débil en él.
            Los bienes materiales no representan la riqueza que por encima de Cristo podría dar una vida realmente feliz, y es que, quien vive amando aquello terreno que considera sagrado, pronto descubrirá la amargura de su pecado: Aquellos, empero, más flacos que, aun cuando no los antepusieran a Cristo, estaban apegados a esos bienes terrenales con  alguna cupididad, experimentaron al perderlos cuál fue la gravedad de su pecado al amarlos”.[5]
La mayor riqueza para un cristiano es amar el bien incorruptible, nadie por dar testimonio y creer en él perdió la eterna bienaventuranza prometida por Cristo.  Y mientras el hombre se pregunta cuál de las muertes le ha de sobrevenir, San Agustín ve en una vida de sufrimientos, en la muerte la coronación del cristiano: “…aquel religioso mendigo, muerto entre las lenguas de los perros que le lamían, que la de aquel impío rico, muerto entre púrpura y holanda, ¿qué daños causaron aquellos horrendos géneros de muertes a los muertos que vivieron bien?”[6] Los cuerpos mortales de quienes ya dejan este mundo no deben de ser “menospreciados y tirados[7], pues de muchos de ellos se ha servido el Espíritu para toda clase de obras buenas.
Si bien ya se hablaba del significado de la muerte para el cristiano como un medio también para alcanzar la salvación, también San Agustín aborda este tema como camino que puede llevar a la condena. En ningún caso es permisible la muerte para el cristiano ni aún en el caso del suicidio, por muy santa razón que se tenga.
            Hay quienes prefieren darse propia muerte a tener pena o deshonra, inclusive cuando sea el pecado del otro no el propio, pero “no cabe duda que el que se suicida es homicida […] [y se hizo culpable] ya que aunque se mató por un pecado suyo, lo hizo con otro pecado”[8]. Hay otras personas que han sufrido la violencia ajena respecto a su virginidad, como Lucrecia, una matrona romana, pero aún así no es lícito tomar decisión para terminar con la vida, pues “no despoja el cuerpo la violencia de la libido ajena de su santidad, pues la conserva su perseverante continencia” y por ello no se tiene culpa de la violación recibida (Lucrecia no tiene justificación, pues se ha matado por escrúpulos y vergüenza de haber sido mancillada sin haber perdido la castidad espiritual).[9]
            En síntesis “no existe autoridad alguna que conceda a los cristianos el derecho de quitarse a sí propios la vida voluntariamente”: va contra el mandamiento divino no matarás pues se atenta contra uno mismo y a final de cuentas “el que se mata a sí mismo, no deja de matar a un hombre”[10]. Hay algunos asesinatos que al parecer se pueden exceptuar de valorarse como crímenes de homicidio, como el que quería realizar Abraham con Isaac o Sansón al haberse sepultado con los filisteos: éstos pueden ser justificables porque han sido ordenados por Dios (por ello son poco frecuentes).
            En algunos capítulos posteriores San Agustín nos habla acerca de aquella costumbre de valorar tanto el honor que se prefería la muerte antes que perderlo, usual entre los romanos del tiempo de la decadencia. Es evidente que la muerte voluntaria no es válida para los cristianos y antes bien es una debilidad de mente y del espíritu: sin importar que se haya perdido el honor, o que se haya recibido alguna ofensa, en el fondo lo que impulsa a suicidarse es el temor a enfrentar la vergüenza y cargar con ella durante la vida, contra la opinión de admirar su grandeza de alma. El ejemplo de Catón que presenta nuestro autor es evidente en este aspecto, incluso este famoso romano se contradice al perdonar la vida de su hijo que había perdido en batalla y al darse muerte a sí mismo sólo porque el César le había vencido. Hay quienes muestran mayor virtud, como Régulo, que soportó con paciencia la tiranía de los hombres y de sus enemigos, sus maltratos y esclavitudes por valorar el suicidio como detestable a quien quiere conservar la vida dada por Dios.[11]
            Ante lo argumentado por nuestro filósofo podemos preguntar ¿por qué creer entonces que algunos “santos” hayan obrado bien al darse muerte? Aún la causa que parezca más justa, que es evitar el pecado, puede acarrear la condena a quien se da muerte, pues se condena y no permite la misericoridia de Dios en la vida del hombre. Bien afirma el obispo de Hipona para no dar lugar a dudas: “Nadie debe inferirse por su libre albedrío la muerte, no sea que por huir de las angustias temporales vaya a dar en las eternas… ni por los pecados pasados … ni por desear una vida mejor”[12].
            Hasta aquí se ha puesto en alto el valor de la vida, conservándola aún en prejuicio propio para no alcanzar la condenación eterna. Pero, ¿qué pasa entonces con la vida terrena? Cuando llegan los problemas y las afrentas para los cristianos podemos preguntarnos, como decían los paganos, ¿dónde esta tu Dios? ¿Dónde se encuentra Dios cuando sufrimos las injurias de los demás? Realmente no conocemos como Él conoce, pero Agustín intuye que en ese momento “examina sus merecimientos o castiga sus pecados, estando en todo lugar sin ningún límite”, y por ello puede permitir ciertas ofensas y vejaciones para evitar la soberbia del cristiano o para intimar a la humildad, acabando con la castidad externa para preservar la castidad interna.
            En los últimos capítulos de este libro Agustín encara a los romanos en sus tradiciones y costumbres, pues muchos de ellos viven una vida libertina y lujoriosa, caen en la desgracia y culpan a los cristianos por su situación terrible. La realidad es que los vicios de los romanos los llevaron a la destrucción y la decadencia precisamente porque no aceptaron el sufrimiento y un poco de limitaciones, que incluso alguno de sus dirigentes les propusieron, y accedían a espectáculos y actividades como los juegos escénicos y la búsqueda del poder en la adquisición de reinos y posesiones. Para que los dirigentes buscaran esto, fue necesario que el pueblo también fuera corrupto y ávido de los placeres más mundanos, por lo que la desgracia fue general. A pesar de ello Dios no se olvidó de su misericordia y dio alternativas a esta cultura para poder subsistir, pero convirtiéndose. De hecho, “las dos ciudades están mezcladas ahora (la mundana y la divina, a la que pertenecen los cristianos)” pero tanto en un lado como en otro puede haber creyentes o no creyentes: unos en la misma Iglesia actúan como paganos, y fuera de ella hay quienes viven según la voluntad de Dios. Esta es nuestra situación actual: luchamos por hacer prevalecer una ciudad parecida a la divina, a pesar de las ofensas y de los pecados cometidos, sostenidos por la misericordia de Dios.[13]

Bibliografía
Agustín de Hipona, Obras de san Agustín. La Ciudad de Dios, tomo XVI. Edición de José Morán. BAC. Madrid, 1958. Libro I



[1] Agustín de Hipona, Obras de san Agustín. La Ciudad de Dios, tomo XVI. Edición de José Morán. BAC. Madrid, 1958. Libro I. p. 62
[2] Íbid cap II p. 64
[3] Íbid cap VI p. 73
[4] Ibídem cap IX p. 77
[5] Íbid cap  X p. 81
[6] Ibidem cap XI
[7] Íbid cap XIII
[8] Ibídem cap XVII, p. 95-96
[9] Cfr. Íbid cap XVIII-XIX p. 96-102
[10] Ibídem cap XX p. 102-104
[11] Cfr. Íbid cap XXI-XXIV p. 104-110
[12] Cfr. Ibídem cap XXV-XXVII p. 110-115
[13] Cfr. cap XXVIII-XXXIV p. 115-128

San Agustín: La Ciudad de Dios (introducción)

La narración inicia con la partida de Agustín de Cartago, con un juego de palabras el autor deja entrever el difícil proceso que Agustín había emprendido para entender su existencia: «Buscaba el hilo de Ariadna para salir de su laberinto—laberinto del corazón y de la inteligencia—. Dios tejía y destejía, y su divina Providencia iba insinuando las veredas dé aquel regio camino que conducía a la ciudad eterna». Su camino lo conduciría esta ocasión a la ciudad de Roma, donde «Agustín paseaba por sus calles con la frente engallada, su porte grácil y ligero y, con todo, asombrado. La Roma de los Césares asilaba ahora a un fugitivo».
San AgustínEs el mismo Agustín que narra las razones por las cuales ha llegado a esta ciudad:
«Porque mi determinación de ir a Roma no fué por ganar más ni alcanzar mayor gloria, como me prometían los amigos que me aconsejaban tal cosa—aunque también estas cosas pesaban en mi ánimo entonces—, sino la causa máxima y casi única era haber oído que los jóvenes de Roma eran más sosegados en las clases merced a la rigurosa disciplina a que estaban sujetos, y según la cual no les era lícito entrar a menudo y turbulentamente en las aulas de los maestros que no eran los suyos, ni siquiera entrar en ellas sin su permiso...».
Pronto, Agustín dio cuenta que en Roma efectivamente había disciplina, pero faltaba nobleza. Se lamenta sobre la Urbe, como lo hicieran en otros días Cristo y Jeremías sobre Jerusalén. El texto indica la caída de Roma con las siguientes palabras «Roma caería, porque su nobleza —la de los romanos— era simplemente cultura». Para Agustín este término de nobleza implicaba una serie de valores y actitudes que los ciudadanos deberían tener para mantener en pie la república. En la nobleza hay una realidad muy honda, nos dice Agustín, «Es la victoria de las sociedades. Franqueza, unión, nobleza, caballerosidad, todo, menos simulación».
Un hecho en la historia de la “gran ciudad” es motivo de reflexión para justificar la existencia de esta obra de Agustín, a saber, La Ciudad de Dios, se trata del saqueo de Roma por Alarico. Es el mismo texto quien declara que se trata de una «pretensión ambiciosa querer buscar un motivo ajeno a la mente de Agustín», al hablar del origen “inspirador” de esta obra. Pero cierto es que las huestes de Alarico ya habían sembrado terror en las almas y que el saqueo y asolamiento de Roma «no fué más que una circunstancia histórica que providencialmente halló un interprete».
Desde su cátedra, Agustín, humilde obispo de Hipona, escucha las palabras contra la fe cristiana pronunciadas por los paganos, desde ahí, cuando la ocasión se presentaba, alienta a los afligidos y deshace sus angustias.
Ya en su homilía de urbis excidio, considerada también como un «célebre discurso», Agustín realiza la maqueta de La Ciudad de Dios, «en este célebre discurso se hallan en comprimidos las grandes ideas que se desarrollan a través de los 22 libros de La Ciudad de Dios». Esta famosa homilía aborda problemas que resonarán desde la tribuna de la historia, «Dios castiga con frecuencia á justos y a pecadores, a unos para probación y a otros para castigo; pero Dios siempre es justo» dice Agustín recurriendo a las Escrituras y utilizando las figuras de personajes bíblicos como Job, Abraham, Noé y Daniel, entre otras «mil y mil piruetas retoricas con argumentos piadosos y crudos en su mayor parte».
Resulta incomprensible, nos dice el texto, que una obra como ésta se realizara sin un plan predeterminado, «Agustín tenía un plan de la obra» aunque «suponer que la obra fuera sistemática es imaginarse un absurdo», el proyecto de esta obra se encuentra resumido en las Retractationes y en casi idénticos términos lo expresa en la Epistola ad Firmun.
Lo que nos interesa ahora es enmarcar el tema de la propia obra, ya en el prólogo al primer libro, Agustín, da una síntesis del plan «Trataré de las dos ciudades, en cuanto el plan de la presente obra lo exija».
El texto dice que es justicia constatar que La Ciudad de Dios está estructurada en un aparente desorden y resulta «paradójico que una obra con un programa bien definido, como es ésta, se ejecute sin orden». Además, la obra deja muchos puntos por tocar, «pero su propósito no es solucionarlo todo».
La Ciudad de Dios es considerada como una apología de la religión, cuya bandera era el Dios uno: «Donde el mundo asentaba el pabellón de la soberbia y del poder, Cristo fijó la bandera de la humildad y de la servidumbre». La filosofía no tardó en convertirse en política, «El cristianismo ahora se presentaba ya como enemigo del estado», «El mundo pagano siente el vértigo de su fin. La Roma decadente, el Imperio, se derrumba y crece de nuevo la agitación de las mentes contra los cristianos». El texto halaga el derrocamiento de los valores paganos por la lógica implacable de Agustín, quien, como juez imparcial, «aprueba y reprueba, movido más por la verdad que por el capricho». Es aquí que luce un aspecto fundamental de la tradición cristiana, el martirio, tomado por Agustín como argumento apologético, es interpretado en La Ciudad de Dios como «semilla de la nueva cristiandad».
Entre otros grandes valores destacados en La Ciudad de Dios se encuentran también los milagros, «Lo impresionante, lo maravilloso, lo milagroso —digámoslo de una vez—, cautiva el interés, la admiración del hombre». El milagro es señal inequívoca de la presencia de Dios en la naciente comunidad (Iglesia): «Si no creen que se han realizado estos milagros por medio de los apóstoles, para que se les creyese a ellos, que predicaban la resurrección y la ascensión de Cristo, nos basta este grande milagro: que el orbe de la tierra ha creído eso sin ningún milagro».
La historia, vista desde la perspectiva de La Ciudad de Dios, es para Agustín «la ciencia que, sobre ciertos principios de interpretación, da sentido eterno a los hechos humanos». Con esta obra, San Agustín, no se contenta con ser un mero expositor o narrador de hechos, sino el de dar sentido a la historia, interpretar los hechos, y eso es lo que precisamente realiza en La Ciudad de Dios.
Por ello, La Ciudad de Dios pudiese ser referida como hermenéutica de la historia cuyos principios son: la providencia, que es para San Agustín «la clave de la solución para todos los conflictos y para todos los enigmas», inseparable de la historia y que da sentido a la interpretación de los aconteceres; Cristo en el centro de la historia, que «en la concepción agustiniana de la humanidad, lo es todo», sin Cristo, nos recuerda San Agustín, la historia es ininteligible; y los dos amores, «Agustín trasladó el drama de su vida a los acontecimientos de la historia», la carne y el espíritu en la vida de San Agustín y lo santo e inmundo, lo social y lo individual en la base de La Ciudad de Dios.

Bibliografía
Agustín de Hipona, Obras de San Agustín,Tomo XVI. Biblioteca de Autores Cristianos. Madrid 1958.

sábado, 9 de marzo de 2013

Duby, Georges, “Mujeres del Siglo XII”


Mujeres del Siglo XII

Georges Duby

 

En éste libro, el autor nos brinda los frutos de una investigación, que había sido, según él, azarosa, larga y sin embargo incompleta, sobre la vida de algunas mujeres que se destacaron en Francia, durante la época del feudalismo, en el siglo XII. Época en la que a las mujeres se les llamaba “Damas” sólo por el hecho de estar casadas con un “Señor”.

 A partir de los pocos textos que quedan de esa época,  el autor trata de separar, en el punto de partida de la investigación, los rasgos de algunas figuras de mujeres. Mujeres sin ilusión, de las que poco se hablaba. Trata de mostrar reflejos de testimonios escritos, sean o no verdaderos. Para él, el punto importante no es ése, sino, la imagen que proporcionan de una mujer y, a través de esa imagen, la de las demás mujeres en general, la imagen que el autor del texto se hacía de ellas y que quiso entregar a quienes lo escucharon. En esos reflejos, la realidad viva está inevitablemente deformada, por dos razones, una, porque los escritos son en su totalidad oficiales, lanzados hacia un público, nunca replegados hacia la intimidad, y la otra,  porque están escritos por hombres.

De la primera mujer que nos habla es de Leonor, heredera del Duque de Aquitania, esposa de Enrique II, madre de Ricardo Corazón de León y de Juan sin Tierra, que murió el 31 de marzo de 1204 en Fontevraud, donde había terminado tomando el velo.

A los trece años, aproximadamente, fue entregada a su primer marido, el Rey Luis VII de Francia, él tenía dieciséis. “Ardía en un amor ardiente por la jovencita”, según narra, medio siglo más tarde, Guillaume de Newburgh, uno de aquellos monjes de Inglaterra que recomponían una serie de sucesos de tiempos pasados. Guillaume añade: ”El deseo del joven capeto fue encerrado en una tupida red”, “nada sorprendente, tan vivos eran los encantos de corporales con los que Leonor estaba agraciada”.

Hacia 1190, en todas las cortes Leonor era heroína de una leyenda escandalosa. Quién tuviera que hablar de ella se sentía inclinado, naturalmente, a dotar de una excepcional capacidad de embrujo  a los atractivos que en el pasado había empleado. Desde el romanticismo, Leonor ha sido representada algunas veces como tierna víctima de la crueldad fría de un primer esposo, insuficiente e ilimitado; de un segundo esposo, brutal y voluble; otras como mujer libre, dueña de su cuerpo, que se enfrenta a los sacerdotes y desprecia la moral de los mojigatos. Portaestandarte de una cultura brillante, alegre e injustamente ahogada, la de Occitania, frente al salvajismo gazmoño y la opresión del Norte.

La mayoría de los textos fueron escritos por gentes de iglesia, monjes o canónigos, y todos representaban a Leonor bajo una luz desfavorable. Y ello por cuatro razones. La primera, fundamental, es que se rata de una mujer. Para esos hombres, la mujer es una criatura esencialmente mala, por quien penetra el pecado en el mundo.  Segunda razón: la Duquesa de Aquitania tenía por abuelo al famoso Guillermo IX, este príncipe quien había excitado en su tiempo la imaginación de los cronistas denunciando el poco caso que hacía de la moral eclesiástica, la libertad de sus costumbres y su excesiva frivolidad. Por último, y sobre todo había otros dos hechos que condenaban a Leonor. En dos ocasiones, liberándose de la sumisión que las jerarquías instituidas por la  voluntad divina imponen a las esposas, había cometido faltas graves. La primera vez, pidiendo y obteniendo el divorcio, la segunda, sacudiendo la tutela de su marido y levantando contra él a sus hijos (Duby 1995)

La segunda mujer de la que nos habla el libro es María Magdalena, “aquella gloriosa María que (…) regó con sus lágrimas los pies del Señor (…) y por eso le fueron perdonados todos sus pecados, porque amó mucho a aquél que amó mucho a los hombres, Jesús, su redentor”.

A mediados del siglo XII, se escribió, para uso de los peregrinos de Santiago de Compostela, un librito parecido a un folleto turístico en donde indican los santuarios que merecen una parada, porque en ellos reposan otros santos tan poderosos o casi tan poderosos como el apóstol Santiago. Lo atestiguam los milagros que se producen junto a su sepultura. Entre estos curanderos y protectores, dos mujeres, Santa Foy y María Magdalena. La primera está en Conques, La otra en Vézelay.

En el relato evangélico aparecen muchas mujeres. Mencionada en dieciocho ocasiones, la Magdalena es, la mujer más visible, aquella cuyas actitudes y sentimientos se describen con mayor precisión, la que es más destacada que la otra María, la madre de Jesús.

Duby nos dice que en el Siglo XII, María Magdalena está viva, presente. Tanto como Leonor. Y lo mismo que sobre el cuerpo de ésta, sobre el cuerpo de María Magdalena se proyectan los temores y los deseos de los hombres.

María Magdalena había alimentado con sus dones a hombres que no poseían nada, Jesús y sus discípulos. Pródiga, había gastado sin cuento, derrochando un preciosísimo perfume ante un Judas que había protestado. Los herejes son Judas cuando condenan la opulencia de la iglesia. Derramar nardo es construir, decorar, consagrarse a cubrir a la cristiandad, con un vestido blanco de basílicas nuevas. Los monjes entonces se sentían obligados, como habían hecho María y Martha en la casa de su hermano Lázaro, a escoger a los “nobles y a los poderosos con la dignidad de la pompa secular”. María Magdalena los justificaba-

Por último, al igual que se esparcieron los efluvios del perfume, desde la mesa de la comida hasta llenar por completo la morada de Simón, así debían extenderse en toda la iglesia, desde el monasterio, las exigencias de sumisión, de servicio y de amor. Si los monjes siguen el ejemplo de la amiga del Nazareno, a su vez darán ejemplo a los clérigos, a los miembros d ela iglesia secular.

 

Bibliografía:

Duby, Georges, “Mujeres del Siglo XII”, Editorial Andrés Bello, Buenos Aires, 1995

domingo, 3 de marzo de 2013

Los druidas

Los druidas: un acercamiento a su actividad

El hablar de los druidas es remitirse a la cultura Celta, ya que los druidas son los sacerdotes, una clase social, de esta cultura. Druida palabra de raiz céltica -"derb" y "dru" quieren decir roble- y significa "conocedores del roble" ya que practicaban sus ritos en medio de la espesura de los bosques.[1]

Los Celtas y druidas

Existen varios problemas para poder hablar de los druidas o poder estudiarlos, esto problemas radican en las fuentes mismas que hablan sobre ellos, el problema que se tiene es que no se cuenta con textos sobre ellos sino más bien son referencias a ellos. Los druidas no tienen textos producidos por ellos, esto en realidad es un problema ya que todo llega por otras fuentes que no son directas.[2] Por otro lado, la existencia de ellos se tiene por fuentes iconográficas y evidencia arqueológica. Asimismo, aunado a los textos en los cuales son nombrados, principalmente griegos  y romanos, así como en la transmisión oral de sus rituales, ya que recordemos que eran sacerdotes. Entonces, no tienen un libro sagrado o un texto escrito y sus rituales y conocimiento solo dependió de la transmisión oral, por lo cual mucho de ellos se ha perdido. Algunos de los textos latinos y griegos que hablan sobre ellos son: De bello gallico (La guerra de las Galias), de Julio César. Aunque también en Tácito, Virgilio y Luciano.

El mundo de los druidas se encuentra ubicado en el celta, así que es preciso hablar de estos, la civilización Celta parece ser que es muy antigua y es la que da origen a otras culturas en la edad de hierro en todo lo que es Europa.  Se puede decir que la evidencia que se tienen puede ubicar el origen de los Celtas en la parte oeste  y central de Europa.[3]  También, se extendieron por toda Europa y es indudable que su influencia llego hacia los pueblos que se desarrollaron posteriormente en cada parte de este continente.

Los druidas como sacerdotes de los Celtas tienen en su poder muchas de las formas rituales de adoración a la naturaleza, ya que no tenían un dios o dioses, sino más bien adoraban a la naturaleza, a los bosques y a los árboles. Los hallazgos arqueológicos de lo templo o zonas donde hacían sus rituales pueden demostrar como estaban emparentados con el solsticio de verano por el 21 de junio. Muchas de esta ruinas arqueológicas demuestran que había rituales en ellas, aun se puede apreciar en estas fechas dichos rituales como en Stonehenge en Inglaterra. Por tanto el Druida busca un espacio de fuerza en el que se sienta conectado con la naturaleza, el universo y que sea un templo creado por las fuerzas mismas del universo. Por lo tanto el Druida no crea un espacio sagrado, lo busca; dado que reconoce lo sagrado en toda la naturaleza, si bien busca lugares de alta fuerza y contenido espiritual, como pueden ser bosques antiguos, pozos naturales y sagrados. Ahora lo que ha queda son esos  círculos de piedra, lo cual se encuentra en varias zonas arqueológicas atribuidas a los Celtas. Sin embargo no es parte de la tradición Druídica proyectar o crear un círculo sagrado, si bien pueden delimitarse físicamente el área en el que se llevará acabo el ritual, en especial cuando se hace en comunidad. Asimismo, los ritos funerarios y la forma de entierros son característicos de los Celtas en hacerlo en grandes fosas cavadas en la tierra donde ponían artefactos naturales o utensilios hechos por el hombre y donde en su superficie se cree llevaban a cabo los ritos funerarios los druidas.

Los sacerdotes druidas tenían una posición privilegiada y ellos administraban también la justicia, es decir, la hacían de jueves, además de que algunos de ellos también se dedicaban a la administración. El linaje de los druidas era diferente al de la gente común dentro de la cultura Celta, estos eran escogidos y llevaban a cabo varios años de enseñanza con otros druidas quienes tenían, por lo dicho anterioremtne que no hay registros de ellos, que aprenderse todo de memoria, si eran rituales y su educación tenían que ser transmitidos de forma oral.
Los druidas son, entonces, los encargados de los rituales de diferente tipo donde estan los más importantes los relativos a la naturaleza.





[1] Fontrodona, Mariano, Los celtas y sus mitos, Bruguera, Barcelona, p. 74.
[2] Veáse, Piggott, Steuart, The druids, Penguin books, reprinted, Middlesex, England, 1978, p. 1-4.

[3] Cfr. lo indicado por Piggott: In sum, the evidence shows us the Celts as a people originating (in archaeological terms) in Central and West Central Europe”, Ibid., p. 22
[4] Ibid., p. 64-67.