La narración inicia con la partida de Agustín
de Cartago, con un juego de palabras el autor deja entrever el
difícil proceso que Agustín había emprendido para entender su
existencia: «Buscaba el hilo de Ariadna para salir de su
laberinto—laberinto del corazón y de la inteligencia—. Dios
tejía y destejía, y su divina Providencia iba insinuando las
veredas dé aquel regio camino que conducía a la ciudad eterna». Su
camino lo conduciría esta ocasión a la ciudad de Roma, donde
«Agustín paseaba por sus calles con la frente engallada, su porte
grácil y ligero y, con todo, asombrado. La Roma de los Césares
asilaba ahora a un fugitivo».
«Porque mi determinación de ir a Roma no fué
por ganar más ni alcanzar mayor gloria, como me prometían los
amigos que me aconsejaban tal cosa—aunque también estas cosas
pesaban en mi ánimo entonces—, sino la causa máxima y casi única
era haber oído que los jóvenes de Roma eran más sosegados en las
clases merced a la rigurosa disciplina a que estaban sujetos, y según
la cual no les era lícito entrar a menudo y turbulentamente en las
aulas de los maestros que no eran los suyos, ni siquiera entrar en
ellas sin su permiso...».
Pronto, Agustín dio cuenta que en Roma
efectivamente había disciplina, pero faltaba nobleza. Se lamenta
sobre la Urbe, como lo hicieran en otros días Cristo y Jeremías
sobre Jerusalén. El texto indica la caída de Roma con las
siguientes palabras «Roma caería, porque su nobleza —la de los
romanos— era simplemente cultura». Para Agustín este término de
nobleza implicaba una serie de valores y actitudes que los ciudadanos
deberían tener para mantener en pie la república. En la nobleza hay
una realidad muy honda, nos dice Agustín, «Es la victoria de las
sociedades. Franqueza, unión, nobleza, caballerosidad, todo, menos
simulación».
Un hecho en la historia de la “gran ciudad”
es motivo de reflexión para justificar la existencia de esta obra de
Agustín, a saber, La
Ciudad de Dios, se trata del saqueo de Roma por Alarico.
Es el mismo texto quien declara que se trata de una «pretensión
ambiciosa querer buscar un motivo ajeno a la mente de Agustín», al
hablar del origen “inspirador” de esta obra. Pero cierto es que
las huestes de Alarico ya habían sembrado terror en las almas y que
el saqueo y asolamiento de Roma «no fué más que una circunstancia
histórica que providencialmente halló un interprete».
Desde su cátedra, Agustín, humilde obispo de
Hipona, escucha las palabras contra la fe cristiana pronunciadas por
los paganos, desde ahí, cuando la ocasión se presentaba, alienta a
los afligidos y deshace sus angustias.
Ya en su homilía de urbis excidio,
considerada también como un «célebre
discurso», Agustín realiza la maqueta de La
Ciudad de Dios, «en
este célebre discurso se hallan en comprimidos las grandes ideas que
se desarrollan a través de los 22 libros de La
Ciudad de Dios». Esta famosa homilía aborda
problemas que resonarán desde la tribuna de la historia, «Dios
castiga con frecuencia á justos y a pecadores, a unos para probación
y a otros para castigo; pero Dios siempre es justo» dice Agustín
recurriendo a las Escrituras y utilizando las figuras de personajes
bíblicos como Job, Abraham, Noé y Daniel, entre otras «mil y mil
piruetas retoricas con argumentos piadosos y crudos en su mayor
parte».
Resulta incomprensible, nos dice el texto, que
una obra como ésta se realizara sin un plan predeterminado, «Agustín
tenía un plan de la obra» aunque «suponer que la obra fuera
sistemática es imaginarse un absurdo», el proyecto de esta obra se
encuentra resumido en las Retractationes y
en casi idénticos términos lo expresa en la Epistola ad
Firmun.
Lo que nos interesa ahora es enmarcar el tema de
la propia obra, ya en el prólogo al primer libro, Agustín, da una
síntesis del plan «Trataré de las dos ciudades, en cuanto el plan
de la presente obra lo exija».
El texto dice que es justicia constatar que La
Ciudad de Dios está estructurada en un aparente desorden
y resulta «paradójico que una
obra con un programa bien definido, como es ésta, se ejecute sin
orden». Además, la obra deja muchos puntos por tocar, «pero su
propósito no es solucionarlo todo».
La Ciudad de
Dios es considerada como
una apología de la religión, cuya bandera era el
Dios uno: «Donde el
mundo asentaba el pabellón de la soberbia y del poder, Cristo fijó
la bandera de la humildad y de la servidumbre». La filosofía no
tardó
en convertirse en política, «El cristianismo ahora se presentaba ya
como enemigo del estado», «El mundo pagano siente el vértigo de su
fin. La Roma decadente, el Imperio, se derrumba y crece de nuevo la
agitación de las mentes contra los cristianos». El texto halaga el
derrocamiento de los valores paganos por la lógica implacable de
Agustín, quien, como juez imparcial, «aprueba y reprueba, movido
más por la verdad que por el capricho». Es
aquí que luce un aspecto fundamental de la tradición cristiana, el
martirio, tomado por Agustín como argumento apologético, es
interpretado en La Ciudad de
Dios como «semilla de la nueva cristiandad».
Entre otros grandes valores destacados en La
Ciudad de Dios se encuentran también los milagros, «Lo
impresionante, lo maravilloso, lo milagroso —digámoslo de una
vez—, cautiva el interés, la admiración del hombre». El milagro
es señal inequívoca de la presencia de Dios en la naciente
comunidad (Iglesia): «Si no creen que se han realizado estos
milagros por medio de los apóstoles, para que se les creyese a
ellos, que predicaban la resurrección y la ascensión de Cristo, nos
basta este grande milagro: que el orbe de la tierra ha creído eso
sin ningún milagro».
La historia, vista desde la perspectiva de La
Ciudad de Dios, es para Agustín «la ciencia que, sobre
ciertos principios de interpretación, da sentido eterno a los hechos
humanos». Con esta obra, San Agustín, no se contenta con ser un
mero expositor o narrador de hechos, sino el de dar sentido a la
historia, interpretar los hechos, y eso es lo que precisamente
realiza en La Ciudad de Dios.
Por ello, La
Ciudad de Dios pudiese ser
referida como hermenéutica de la historia cuyos principios son: la
providencia, que es para San Agustín «la clave de la solución para
todos los conflictos y para todos los enigmas», inseparable de la
historia y que da sentido a la interpretación de los aconteceres;
Cristo en el centro de la historia, que «en la concepción
agustiniana de la humanidad, lo es todo», sin Cristo, nos recuerda
San Agustín, la historia es ininteligible; y los dos amores,
«Agustín trasladó el drama de su vida a los acontecimientos de la
historia», la carne y el espíritu en la vida de San Agustín y lo
santo e inmundo, lo social y lo individual en la base de La
Ciudad de Dios.
Bibliografía
Agustín de Hipona, Obras
de San Agustín,Tomo XVI. Biblioteca
de Autores
Cristianos.
Madrid 1958.
Interesante el articulo, cuanto hicieron grandes pensadores por la fe cristiana; ahora los tiempos de consumo y frivolidad han cambiado al ser humano. Es necesario empezar de nuevo.
ResponderEliminarDios de Pacto
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