miércoles, 25 de enero de 2012

Agustín de Hipona, Confesiones. Una descripción breve del libro IV


A lo largo de este libro Agustín se presenta de manera polifacética, primeramente como un hombre que pervierte a otras personas, en un segundo momento aparece como un hombre sumamente ingenioso para lograr sus cometidos, aunque también se revela como un hombre fiel hacia su mujer, así mismo nos muestra el lado sensible de su persona que se conmueve profundamente a la muerte de su amigo.

Enseñaba yo en aquel tiempo la retórica, y vendía aquel arte de elocuencia que sabe vencer y dominar los corazones, siendo al enseñarla vencido y dominado yo de la codicia…En aquel mismo tiempo tenía yo una mujer, no que fuese mía por legítimo matrimonio, sino buscada por el vago ardor juvenil escaso de prudencia; pero era una sola, y le guardaba también fidelidad… [1]

Podemos con claridad ver a un Agustín que gozaba de una grandiosa facultad intelectiva, al tiempo en que se describe débil a las pasiones, bastante alejado de la imagen que la mayoría de las personas conoce del ahora santo, es sin duda durante estos relatos, donde confrontándose, eleva su oración al Señor. No es una descripción únicamente, poco a poco el lector nota con facilidad que en cada episodio biográfico se adjunta una serie de oraciones en las que reconoce sus errores, pide perdón por ello y de modo alguno es motivo de alabanza a Dios, tal como lo declara en el momento en que muere su amigo.

Luego al punto que pude hablarle… intenté burlarme del bautismo que le habían dado cuando se hallaba muy lejos de tener conocimiento ni sentido… más luego que oyó mi burla, me mostró tanto horror como si fuera yo su mayor enemigo…

Más ahora, Señor, ya que pasaron todas aquellas cosas, y con el tiempo se me ha mitigado el dolor de aquella herida, ¿podré escuchar de Vos que sois la verdad eterna, y aplicar los oídos de mi alma a vuestra boca, para que me digáis por qué el llanto es gustoso a los desventurados y afligidos?...y no nos quedará siquiera el consuelo de la esperanza, si no llegaran a vuestros oídos nuestras lágrimas. [2]

Tal situación lo pone en una posición bastante penosa, logra describir la manera en la cual poco a poco comienza a sentir la pérdida de sentido por la vida, pero sentimiento copioso es el que le acompaña ya que le teme a la muerte, como él mismo relata, quizá es porque junto a su amigo eran una sola alma que habitaba en dos cuerpos distintos, por lo que no necesitaba seguir viviendo si se encontraba incompleto, sin embargo no quería morir por miedo a que desapareciera aquella otra parte que aún conservaba de su amigo. Esta situación da pie a una profunda reflexión sobre las cosas creadas por Dios y el verdadero sentido del amor hacia las criaturas, amor que se encuentra auténtico únicamente si en ellas se ama a su creador.

Por otro lado, es preciso señalar que continuó reflexionando acerca del amor por las criaturas mismas dándose cuenta que siendo cosas de aquí “abajo” valen mucho menos que las de “arriba”, describe así el apego a todas las cosas que no eran de Dios, como cuando narra su fascinación por un tal orador de nombre Hierio, a quien no sólo admiraba puesto que llegó incluso a dedicarle algunas de sus obras como; de lo Hermoso y lo Conveniente, pero ¿cómo poner atención en lo de allá arriba? Destaca aquí su ignorancia por las cosas del alma a pesar de su gran erudición (que percibe como un don de Dios) de la que hacía gala sin esfuerzo significativo, puesto que le bastaba tener algún libro en sus manos, como los de Aristóteles, para entenderlos y posteriormente explicarlos sin ayuda de otro hombre, sin embargo reconoce su limitación y asevera que el conocimiento de las cosas del alma sólo las alcanza por medio de la voluntad de Dios, es decir que él mismo es quien ilumina su conocimiento.

Vos, Señor mío y mi Dios, sois esta luz que ilustrará mi entendimiento, y con vuestra luz se desharán sus tinieblas; pues nada tenemos sino lo que hemos recibido y participado de vuestra plenitud. Vos sois la verdadera luz que ilumina a todo hombre que viene a este mundo, porque ni en Vos puede haber la más leve mutación ni la más instantánea obscuridad.[3]

Bibliografía.

De Hipona Agustín, Confesiones, IV, Éxodo, México, D.F. 2005



[1] De Hipona Agustín, Confesiones, IV, Éxodo, México, D.F. 2005 p. 80

[2] Idem. 84-86

[3] Idem. 97

San Agustín: Dios, la Trinidad, el tiempo y el mal

La siguiente redacción pretende ser una continuación sobre los textos de san Agustín, tomados del libro editado por F. Canals. Sin más me remito al texto leído.
El editor, para hablar acerca de la mente, la noticia y el amor, utiliza el texto De la Trinidad. Aquí san Agustín expresa que la mente no puede amarse si previamente no se ha conocido, de modo que se pone de manifiesto que para amar hay que conocer; e incluso no es ni siquiera por la observación de otra mente que pueda conocerse a sí misma, por lo que no puede decirse que “se ignora a sí misma y conoce a las demás”.[1] Argumenta también, que la mente percibe mediante los sentidos del cuerpo las sensaciones corpóreas, mientras que las incorpóreas lo hace por sí misma; por consiguiente se conoce a sí misma por sí misma, porque es incorpórea. Por otro lado “al amarse la mente existen dos realidades, la mente y su amor, y al conocerse la mente existen también dos realidades, la mente y su noticia; luego la mente, su amor y su conocimiento son como tres realidades, y las tres son algo uno; y si son perfectas, son iguales”.[2]Así, al observarlas, vemos que estas realidades existen en el alma, de modo que forman parte de un todo; y si forman parte de un todo se dicen en relación a este todo, “porque toda parte es parte de algún todo, y el todo lo es con todas sus partes”.[3] Del mismo modo son, las tres, una misma sustancia y así se relacionan, subsistiendo, es decir, quedando en sustancia la trinidad en que aquellas tres realidades, “y así cada una de estas tres realidades existe en sí misma”.[4] En resumen:
“la mente que se conoce y ama está en su amor y noticia; el amor de la mente que se conoce y ama está en su mente y en su noticia; y a noticia de la mente que se ama y conoce está en su mente y en su amor, porque se ama en cuanto es cognoscente y se conoce en cuanto es amante.”[5]
Para hablar del término «persona», tomando de base el mismo escrito de san Agustín, se parte la idea de que “en Dios nada se dice según accidente (…) y en lo que no se predica según sustancia, se predica accidentalmente (…) así en Dios nada se afirma accidentalmente, porque nada mutable hay en él (…) se habla a veces de Dios según la relación”,[6] es decir, el Padre en relación al Hijo, y el Hijo en relación al Padre. De modo que cuando se dice que son tres personas divinas, primero es porque se toma la traducción latina en la que hay una sustancia o esencia y tres personas; y este “tres personas” hace referencia a que comparten la esencia en comunión, por ejemplo: Abraham, Isaac y Jacob, tienen de común la humanidad y por eso se dice que son tres hombres; de modo que “si decimos que son tres personas, la cualidad de persona es allí común”.[7]
Cuando el editor habla acerca de la materia y la nada, usa el escrito Del Génesis contra los maniqueos[8], en donde, san Agustín, hace una apología acerca de la creación de predicada por los católicos, la cual, a su vez, toma fundamento en el Génesis de la Biblia. Así entonces defiende que Dios creó la materia de la nada; y puesto que los maniqueos defendían la idea de que ya existían antes las tinieblas antes de que Dios creara, se defiende que estas tinieblas a las que hacen referencia no son otra cosa que la ausencia de luz de Dios, en otras palabras eran nada. Pero si hubo una primera materia (creada por Dios) a partir de la cual Dios creó todo lo demás, a ésta se le encuentra con diferentes nombres en el Génesis, pero siempre con la intención de designar la materia primera, invisible e informe, de la cual creó Dios el mundo.
Respecto al tema del tiempo, desde las Confesiones, san Agustín expresa en primer lugar que el tiempo es obra de Dios, y puesto que Él es eterno, en Él no hay tiempo más que el hoy, y este hoy es la eternidad. En cambio para nosotros lo hombres hay que especificar que:
“no existen los pretéritos ni los futuros, ni se puede decir propiamente que son tres los tiempos: pretérito, presente y futuro; tal vez sería más propio decir que los tiempos son tres: presente de lo pasado, presente de lo presente, y presente de lo futuro. Porque éstas son tres cosas que existen de algún modo en el alma por la memoria, la visión y la expectación”.[9]
Por último acerca del mal, tomando el escrito De las costumbres de los maniqueos, queda dicho que el mal es aquello contrario a la naturaleza, porque ninguna naturaleza es mala. También a manera de apología, san Agustín defiende la idea de que el mal es “lo que ataca a la esencia de un ser, lo que tiende a hacer que no exista ya”,[10] y la corrupción aquello que lleva a la perversión, al desorden del ser; pero de ahí se concluye que “el orden produce el ser; el desorden, al contrario, que se puede llamar también perversión o corrupción, produce el no ser; y por consiguiente, todo lo que se corrompe, tiende por esto mismo, a no ser ya lo que es”.[11]




Bibliografía:

Diccionario de la lengua española © 2005 Espasa-Calpe.
Canals Vidal, F. (ed.), Textos de los grandes filósofos. Edad media, Herder, Barcelona, 1991.


[1] De la Trinidad, IX, cap.3-5, citado en: Canals Vidal, F. (ed.), Textos de los grandes filósofos. Edad media, Herder, Barcelona, 1991. p. 33.
[2] Ibídem, p. 34.
[3] Íbid, p. 36.
[4] Íbid, p. 37.
[5] Íbid.
[6] Íbid, p. 39.
[7] Íbid, p. 39.
[8] Doctrina fundada por el filósofo persa Manes que se basa en la existencia de dos principios eternos, absolutos y contrarios, el bien y el mal.
[9] Confesiones, XI, citado en: Canals Vidal, F. (ed.), Textos de los grandes filósofos. Edad media, Herder, Barcelona, 1991. p. 51.
[10] De las costumbres de los maniqueos, II, citado en: Canals Vidal, F. (ed.), Textos de los grandes filósofos. Edad media, Herder, Barcelona, 1991. p. 33.
[11] Íbidem, p. 58.

San Agustín, Las confesiones, libro Primero

 

En la presente aportación se dará a conocer la experiencia religiosa que tuvo san Agustín pasando según él, de una vida errante a una vida llena de gracia y de amor. Dicha conversión la expresa en el libro de las Confesiones donde da a conocer su total y radical conversión. Ahora bien, en el escrito del primer libro sólo menciona una de sus etapas de vida, en la cual san Agustín confiesa los vicios, pecados de su infancia y de su perecía; y sobre todo da gracias a Dios por los beneficios que ha recibido. Cabe mencionar que tal santo es considerado como uno de los teólogos latinos más importantes dentro de la Iglesia católica.

En un primer momento san Agustín da a conocer la grandeza y majestad de Dios mencionando que el Señor es digno de alabanza y grande es su poder e infinita su sabiduría en toda la tierra. Pero solamente el hombre que busca a Dios podrá hallarlo y así alabarlo, teniendo en cuenta que Dios se encuentra en el hombre y el hombre en Dios. En efecto, Dios está en todas partes manifestando su majestad y perfección. Ante esta situación Agustín pide a Dios todo poderoso perdón por sus pecados especialmente cuando era niño:

Sedme propicio, Dios mío, y aplacad vuestro enojo los pecados de los hombres. El que sea un pecador el que os invoca, tenéis misericordia de él, porque vos hicisteis al hombre, pero no su pecado”.[1]

Con la frase ya mencionada, Agustín piensa que nadie está limpio de pecado, aunque sea un infante recién nacido. En efecto, con ello da a entender que todo hombre por naturaleza tiende a pecar no importando su condición. Por ello es mejor pedir perdón a Dios de todo pecado y alabarle con el corazón.

Ahora bien, el gran santo marca explícitamente los momentos de su niñez y de la puericia, la cual es un cambio que se da en la persona, es decir, dejar de ser niño para ser un adolescente. Durante el periodo de la puericia Agustín va marcando las experiencias que lo alejaron de Dios por su comportamiento y su forma de ser con los demás, por ejemplo con sus padres, maestros y amigos. Por ello menciona que: “es cierto que yo pecaba, Dios y Señor mío, autor y ordenador de todas las criaturas (aunque de los pecados solamente ordenador, mas no autor), es cierto que yo pecaba, obrando contra lo que me mandaban mis padres y maestros”[2]. De acuerdo a esta confesión Agustín le pide misericordia a Dios por las contrariedades y que lo libre de todo mal.

Así pues, el gran santo da gracias a Dios por todo lo que ha podido vivir aunque sea en un camino errante, pero cuando lo logró conocer tuvo que arrepentirse de todo lo que realizó durante su niñez y adolescencia. Entre tanto san Agustín conforme a su experiencia expresa desde su corazón las palabras: “yo he buscado, Señor, y siempre he de buscar la luz de tu rostro pues muy lejos está de ver, los que siguen la ciega oscuridad de sus pasiones”.[3]

Como se sabe San Agustín de Hipona es uno de los teólogos latinos más destacados de la Iglesia católica por su aporte filosófico que ha dado. También se puede decir que durante su niñez no pudo profundizar ni conocer el amor y misericordia infinita de Dios, sin embargo el Señor estuvo en todo momento con él aunque él no lo sintiera. También se puede decir que tuvo una conversión radical sustentada por Dios, el cual está en él y él en Dios. En conclusión se puede decir que san Agustín tuvo un proceso de conversión durante las etapas de su vida que lo llevó hacia la persona de Dios.

                                                 

Bibliografía:

Agustín de Hipona, Libro de las confesiones, libro primero, Editorial Éxodo, México, D. F; 2005, pp.13-38.


[1] Agustín de Hipona, Libro de las confesiones, libro primero, Editorial Éxodo, México, D. F; 2005, pág.16.

[2] Ibídem. Cap.1, pág.23

[3] Ibídem. Cap.1, pág.30

Agustín de Hipona, Confesiones, Libro V

Dentro del libro V de las confesiones de San Agustín, encontraremos la experiencia personal del filósofo frente a dos obispos de aquel tiempo: Fausto (maniqueo) y Ambrosio. Circunstancias que ubican las razones por las que abandona sus viejas creencias para tomar un actitud de espera, de “búsqueda de sí mismo y de la verdad”. En este mismo libro, el maniqueísmo parece ser el tema central, pero ya desde un punto de vista de superación al abandonar tales creencias. Toda esta reflexión se sitúa en su vida a la edad de veintinueve años.

Algunas de las características sobresalientes de Agustín narradas en el texto, hacen ver su buen conocimiento por la ciencia astronómica de su tiempo; sabía pronosticar con exactitud días y horas de eclipses, entre otros fenómenos. Así pues, entre líneas dentro del texto, se percibe su búsqueda por la verdad a través del conocimiento científico.

El libro se abre con la llegada del obispo maniqueo Fausto de Milevi. Muchos de los encuentros con Fausto llegaron a tener como centro contenidos científicos y religiosos; ante todo, se puede decir que eran sobre “el hombre”, lo que llamó la atención al filósofo:

“Pues su reputación me lo había anunciado como muy hábil en las ciencias más elevadas y gran conocedor de las disciplinas liberales. Habiendo leído las obras de muchos filósofos y conservado en mi memoria sus doctrinas, comparaba algunos de sus principios con aquellas interminables ficciones de maniqueos, y encontraba más probabilidad en los sentimientos de aquellos que se han mostrado capaces de penetrar en la economía del mundo […]”[1]

Agustín había decidido progresar dentro de la secta, sin embargo el plan se vino abajo después de haber conocido a Fausto. Con esta experiencia hace la referencia radical entre el “hablar bien” y el “decir la verdad” en un discurso. Fausto llega a impregnar en él un desanimo por su figura, pero comprendió que no tenía la verdad:

“Dicen muchas cosas justas sobre la creación, pero no buscan con piedad la verdad, y por eso no la encuentran; o, si la encuentran, no hacen honor a Dios a pesar de conocerle, ni le honran como a un Dios, ni le dan las gracias; se disipan en la vanidad de su pensamiento, se declaran sabios, atribuyéndose lo que os pertenece […] os cargan mentiras”[2]

En su discernimiento personal hace maduración sobre su decisión de partir a Roma. Huye dejando sola a su mamá Mónica, en un mar de lágrimas. Agustín considera este viaje como una reflexión sobre las “aguas de la gracia divina” que lavarían sus pecados y secarían los ojos llorosos de su madre.

El filósofo narra las decisiones por las que abandona a los maniqueos, entre ellas asienta su sentir sobre el ya no poder progresar dentro de la secta. Además no lograba asimilar la mentalidad metafísica de un dios con cuerpo humano y el concepto de espíritu, incluso la “encarnación”.

Agustín descubre en Milán a Ambrosio (obispo católico), el completo revés de Fausto, puesto que el obispo de Milán era más brillante y ameno en la elocuencia, era más profundo y recto en su explicación espiritual. El mismo lo hace presentar de la siguiente manera:

“Y por fin llegó; y encontré en él a un hombre delicioso, que hablaba bien, y que desarrollaba las ideas familiares a los maniqueos con mucho más gracias y mucho más atractivo que el que acostumbraba usar” [3]

Frente a tal personaje y su testimonio, le convencen para dejar a los maniqueos (no precisamente en ese momento). Tanta prudencia y ponderación lo llevaron a hacerse un “catecúmeno católico”.

En conclusión, se puede decir que San Agustín abandona al maniqueísmo por motivos racionales del orden científico, en su incapacidad de entender da lugar a Cristo y con él al catolicismo, todas estas razones se mezclan en el penúltimo párrafo del libro que dan síntesis de la experiencia personal que hace este personaje en búsqueda de la verdad: “decidí abandonar a los maniqueos, no creyendo, en esta crisis de irresolución, que fuese mi deber seguir atado a un secta que ya quedaba, en mi aprecio, muy por debajo de todas las escuelas filosóficas. Pero esos filósofos, que ignoraban el nombre salutífero de Jesús […] Me decidí pues a seguir […] en espera de alguna luz cierta viniese a orientar mis pasos.[4]


BIBLIOGRAFÍA:

San Agustín, Confesiones, Libro V, Editorial Juventud, Barcelona (1968), pp. 83-103

[1] San Agustín, Confesiones, Libro V, Editorial Juventud, Barcelona (1968), p. 87

[2] Ibídem 88

[3] Ibídem 91

[4] Ibídem 103.

Agustín de Hipona, Libro de las confesiones, libro tercero

Nos encontramos inmersos en esta magna obra del filósofo y teólogo Agustín de Hipona. El texto está dividido en varios libros (que podríamos llamar secciones). El tercer libro resulta muy interesante e importante por varios motivos. En primer lugar nos presenta una parte de la propia vida del santo cristiano, fundamental para entender el camino filosófico que recorrió en búsqueda de la verdad. Además, y no menos importante, sobre todo desde el aspecto filosófico, ofrece algunas ideas y reflexiones muy valiosas para todo el pensamiento filosófico e incluso teológico occidental.

Este tercer apartado de la obra completa de las confesiones comienza narrando la llegada de Agustín a Cartago. Su descripción, más que ser de tipo exterior, es interior, es decir, más que relatar el contexto geográfico, climático, histórico, político, social u otro de carácter externo, el autor se centra en lo que acontece a su llegada a esta ciudad del norte de África a nivel interno: sentimientos, emociones, pensamiento, su conciencia, etc. Habiendo aclarado esto, nos situamos en su arribo a la ciudad costera. En ese momento, él explicita que siente que aún no amaba, aunque le deleitaba la idea de amar y se sentía sediento de amor hasta lo más íntimo de sí. Sin embargo, en esta búsqueda de amor se lanza hacia las realidades sensibles, para saciar esa sed de felicidad y de amor que en su interior hierve. Y así explica que cayó “misteriosamente en los lazos del goce”[1].

Agustín considera, quizás a la par del pensamiento de Aristóteles que todos los hombres gustan la alegría, es decir, que buscan la felicidad como meta hacia la que tiende todos su actuar, y así nadie quiere ser desgraciado. La primera parte (si es que así pudiéramos dividirla) del libro tercero de las confesiones resulta ser un texto cargado de lamentaciones o de remordimiento, es decir, que el autor no deja de reprocharse haber caído en tan disoluta vida mientras intentaba encontrar esa alegría o felicidad, para luego convertirse en una oración de agradecimiento y de alabanza a la misericordia del Dios en quien Agustín ha puesto su amor. “Ésta era mi vida. ¿Era esto una vida, Dios mío?...¡En qué iniquidades me dispersé y eché a perder!...”[2] escribe el autor. Y así continúa haciendo énfasis en que se encontraba “perdido”. Un dato importante aquí es que nos narra como ocupaba mucho de su tiempo y de “su cabeza” en las filas del colegio de retórica. En ese momento histórico, la retórica resultaba ser un estudio atrayente y con futuro prometedor.

En aquella edad todavía sin consistencia y con una vida “perdida” estudiaba los manuales de elocuencia, correspondientes a los estudios de retórica que realizaba en Cartago. “Resultó que, siguiendo el curso normal de los estudios había llegado al libro de un tal Cicerón”[3]. Aquél libro, el Hortencio, sería uno de los más importantes en la vida del futuro doctor de la iglesia, pues su lectura transformaría el estado de su espíritu, pues es a partir de ahí que nace en su interior un intenso deseo de poseer la sabiduría, de llegar a la verdad. Más aún de conocer la verdad. “Ya empezaba a levantarme para ir hacia Vos”[4] escribirá al llegar a esta parte del relato. Aunque pudiera parecer un momento sin demasiada importancia, en realidad se convierte en un punto medular dentro de la vida del filósofo, pues es esa búsqueda de la verdad, que ahora inicia, la que lo llevará a su futura conversión al cristianismo y a su fecundísima obra filosófica y teológica.

Para entonces tenía sólo diecinueve años y su padre había muerto dos años antes. Agustín reconoce entonces que esa búsqueda de la sabiduría lo llevará a Dios, pues en Él está la sabiduría. Dicho libro le impulsaba a amar, a buscar, a conquistar, a poseer y a estrechar vigorosamente la sabiduría por sí misma, fuese cual fuse. “Una sola cosa refrenaba un poco esta gran llama: el nombre de Cristo no estaba ahí”[5]. Es decir, arranca la búsqueda de la verdad desde una perspectiva alejada totalmente del Dios cristiano, incluso con un repudio casi natural hacia todo lo que tuviera que ver con dicha religión.

Así pues, cae entre hombres orgullosos y extravagantes, carnales y locuaces en exceso, que decían: “verdad, verdad” por todos lados. Le hablaban a Agustín de la verdad de manera incesante, pero ella no estaba jamás en ellos ni en lo que enseñaban. “Los manjares que ellos servían a mi alma hambrienta de Ti, eran, en vez de Ti, la luna, el sol, obras maestras de tus manos, pero tu obra y no Tú mismo”[6]. Es decir, en esta pesquisa que realiza de la verdad se encuentra con muchas posturas y corrientes tanto filosóficas como místicas, teológicas, etc. que lo seducen y lo encaminan a caer con mayor ímpetu en excesos “carnales”. Me parece importante rescatar un comentario que hace Agustín de Hipona en torno a Dios, pues podría resumir, en parte, su concepción del Absoluto.

“Tú no eres ni estos cuerpos que vemos, ni esos que no vemos…Tampoco eres el alma, que es la vida de los cuerpos, esta vida de los cuerpos mejor y más cierta que los propios cuerpos, sino que eres la vida de las almas, la vida de las vidas. ¡Vives por Ti mismo, no cambias, Tú, la vida de mi alma!”[7].

Me parece muy valioso, filosóficamente hablando, este fragmento del texto de las confesiones pues, analizándolo, es posible descubrir vestigios del pensamiento dual de platón. Es decir, la concepción del alma y cuerpo como entes separados y de éste último como la prisión del alma. Además de describir, quizás como el “Uno” de Plotino, a Dios, su Absoluto. La búsqueda de la verdad la realiza, sobre todo al inicio, no con el discernimiento de la razón, sino con los sentidos de la carne. Lo que lo lleva a unirse a diversas sectas o grupos incluso esotéricos. Sin embargo, reconoce Agustín la continua llamada y presencia de Dios. “Pero Vos erais más interior en mí que en mi fondo más íntimo, más elevado que las partes más alta de mí mismo”[8].

Así pues, Agustín da la espalda a la verdad, aunque él se figuraba que avanzaba hacia ella. Aún no conocía al Dios, que posteriormente le cambiaría la vida, a ese Dios que “es espíritu, que no posee miembros mesurables en longitud y anchura, que su ser no constituye masa, pues toda masa es menor en su parte que en su todo”[9]. Se reconoce entonces ignorante de la verdad y extraviado en su camino (que hasta llega al maniqueísmo). “Yo, mísero de mí, creía que valía más tener piedad de los productos de la tierra que de los hombres para los cuales nacen”[10]. Sin duda alguna nos encontramos de frente al panorama más oscuro de la vida de Agustín. Oscuro en el sentido de que se encuentra literalmente extraviado en su búsqueda de la verdad, de la felicidad. Aún con sus buenas intenciones está inmerso en una vida disoluta, de placeres y de falsas verdades en donde la confusión total gobierna su vida.

Sin embargo, ahí donde lo humano encuentra horizonte, el cristianismo aboga por la fe. Es entonces cuando ocurre la “misteriosa” transformación de Agustín del paganismo y de un desdén intenso a todo lo referente al Dios cristiano a ser un fiel predicador de este mismo Dios. “Y Vos habéis extendido vuestra mano desde lo alto, Vos habéis sacado mi alma de este abismo de tinieblas”[11]. En esta ya última parte del libro tercero, aparece con una trascendencia impresionante la madre de Agustín. Es ella quien aboga por él ante Dios, quien está ahí siempre fiel a un lado de su hijo esperando su retorno a la fe cristiana. Pudiera parecer algo fastidioso e imposible de realizar, sobre todo cuando Agustín, un filósofo letrado y soberbio se mantuviera firme y convencido del “error del cristianismo”.

Sin embargo, el autor nos comenta cómo su madre se mantiene firme, con la esperanza de la conversión de su hijo con base en un sueño que tuvo. “Allí donde tú estás, también estará él”[12] le asegura un hombre radiante y lleno de alegría en dicho sueño, haciendo alusión a que Agustín estaría en la misma fe que su propia madre. También influyó la intervención de un obispo cristiano, que da ánimos a la madre de la posible conversión de su hijo: “Tan cierto como vives, que es imposible que perezca el hijo de lágrimas como las tuyas”[13].

Bibliografía

Agustín de Hipona, Libro de las confesiones, libro tercero, Editorial Juventud, Barcelona, 1968, pp.51-67.



[1] Agustín de Hipona, Libro de las confesiones, libro tercero, capítulo 1, Editorial Juventud, Barcelona, 1968, p.52.

[2] Ibídem. Cap.2, p. 53-54.

[3] Ibíd., Cap.4, p.55.

[4] Ibídem.

[5] Ibíd.

[6] Ibíd., Cap.6, p. 57.

[7] Ibíd., p. 58.

[8] Ibíd., p, 59.

[9] Ibíd., Cap.7, p.59.

[10] Ibíd., Cap.10, p.64.

[11] Ibíd., Cap.11, p.65.

[12] Ibíd., p. 65.

[13] Ibíd., Cap. 12, p.67.

martes, 24 de enero de 2012

San Agustín, Confesiones, Libro II

San Agustín en este libro, pretende recordar las caídas que cometió en su juventud, las corrupciones carnales de su alma. Él las escribe no porque las ame o se sienta orgulloso de haberlas cometido, sino que las pone aquí por un ideal más alto, el amor a Dios, para saborear las delicias no engañosas de Él, delicias felices y seguras.

Dice San Agustín que el “poderío de Dios esta muy cerca de nosotros, hasta cuando nosotros estamos lejos de Él,”[1] por lo cual Dios continua llamándonos en cada instante, incluso en los momentos en que nosotros nos hacemos sordos a su voz. Y cómo escuchar esa voz de Dios, una respuesta que nos comparte Agustín consiste en que, “Es bueno para el hombre no tocar mujer,”[2] ya que quien no lo ha hecho, piensa en las cosas de Dios y en agradarlo sólo a Él.

Agustín escribe que cuando tenía dieciséis años de edad, sus estudios se vieron interrumpidos debido a la falta de recursos. Libre así de la escuela, permaneció con sus padres, fue entonces el momento en donde “las espinas de las pasiones se elevaron por encima de mi cabeza, sin que hubiese allí una mano para arrancarlas.”[3] En ese tiempo Agustín se hizo de varios amigos, y durante el tiempo en que convivía con ellos sentía vergüenza de él, pues ellos alababan las villanías que habían cometido, y entre más infames fueran, más las glorificaban, por lo tanto, Agustín por temor a los reproches, se volvió vicioso junto con ellos, e ingeniaba crímenes que no había cometido, para así igualarse a ellos, y no ser relegado del grupo.

Los nuevos amigos de Agustín lo hacían que se dispersara a voluntad de mil pasiones, “el enemigo invisible me hacia caer a sus pies, y me seducía, a mí, tan fácil de seducir.”[4] Agustín por incentiva de sus amigos es inducido a robar, y él lo realiza, pero no roba empujado por la necesidad, ya que de lo robado él tenía en abundancia y de mejor calidad, roba simplemente por el gusto del robo mismo y del pecado, del que él quería gozar.

Lo anterior hace caer a Agustín al pecado, gracias a una “… inclinación desordenada hacia bienes que son de calidad inferior, abandonando bienes mejores y más altos, como tu Señor, nuestro Dios.”[5] Aunque Agustín cometió ese pecado y más en la juventud, cuando se ha convertido termina amándolos junto con sus amigos, que lo ayudaron a cometerlo, porque sólo así, fue apto de experimentar la misericordia y el amor de Dios, y de dar gracias exaltando su santo nombre, por haberle perdonado tantos actos malos y criminales.

Los actos que cometió Agustín en su adolescencia son realmente puntos clave para encontrarse con el gran amor misericordioso de Dios, “He desertado lejos de ti, he ido errante, Dios mío, demasiado lejos de tu apoyo,”[6] pero son precisamente esos actos que cometió en el pasado, lo que en un futuro le permitirán acercarse a Dios más plena e íntimamente. A manera de conclusión de esta lectura, infiero en que realmente todo lo que cometemos, tiene un significado más alto, una razón última que debe ser descubierta por medio de la reflexión y el diálogo interior con uno mismo, lo que realizamos va más allá del simple fenómeno.

El pecado en algunas ocasiones es un medio para poder experimentar existencialmente la gracia y el amor de Dios.

 

Bibliografía.

San Agustín, Las Confesiones, Barcelona, Editorial Juventud, 1968, pp. 360.


[1] San Agustín, Las Confesiones, Barcelona, Editorial Juventud, 1968, p. 40.

[2] Idem.

[3] Ibidem, p. 42.

[4] Ibidem, p. 43.

[5] Ibidem, p. 45.

[6] Ibidem, p. 50.

miércoles, 18 de enero de 2012

Tomás de Aquino, Suma contra los gentiles, algunos aspectos.


Santo Tomás de Aquino.

Nace en Roccasecca, próxima a Aquino en Nápoles durante el año de 1224. A los 19 años ingresa a la orden de los dominicos. Fue discípulo de san Alberto Magno durante su estancia en París, donde posteriormente será profesor. Luchó contra el averroísmo[1] y escribió la Summa contra Gentiles. De 1266 a 1273 enseña en Roma, París y Nápoles, y es en este periodo donde escribe la Summa Theologica y los comentarios a Aristóteles. Finalmente muere en el año de 1274 en el monasterio de Fossanuova, camino de Lyon a donde se disponía para participar del Concilio Ecuménico que allí se iba celebrar.[2]

Tomas de Aquino en su Summa contra Gentiles afirma en un primer momento que no hay una doble verdad, pero sí dos caminos para poder llegar a ella, uno es el camino de la razón y el otro es el camino que sobrepasa toda capacidad del hombre para poder llegar a tal verdad y esta es la revelación divina, se centra sólo en la primera en la que, sin embargo detecta tres inconvenientes. El primer inconveniente radica en que son pocos los hombres que pueden conocer a Dios debido a que algunos se muestran indispuestos a conocer, otros por verse impedidos de tal tarea por causas de cuidado de los bienes familiares, aunque existen también los perezosos que no buscan tal verdad. Otro inconveniente está representado por quienes llegan a ella con dificultad y después de mucho tiempo. El tercer inconveniente se produce por la debilidad de discernimiento que algunos poseen, la cual conduce al error.

Por otro lado explica el ente y la esencia, las cuales se conciben por medio del entendimiento definiendo el significado de las mismas, dicho de otro modo, entender lo simple nos llevará a entender lo complejo, para que así una vez entendido el significado de ente podamos llegar al significado de esencia, en otras palabras, se debe referir al ente como la substancia de la cosa.

Por su lado, la esencia se ha de entender como algo común a todas las naturalezas, según la que los diversos entes se colocan en los diversos géneros y especies[3]. Pero para entender qué es la cosa sustituye el nombre esencia por el de quiddidad, para designar aquello por lo cual una cosa tiene que sea algo[4]. Así mismo Tomás elabora una breve definición sobre materia y forma, (como alma y cuerpo en el hombre) las cuales conforman la substancia.

Más adelante definirá la esencia dentro del género, especie y diferencia, de la que dice no le conviene en cuanto se indica con el nombre de humanidad o animalidad pues ni una es especie ni género porque lo separaría y esto no aprovecha para el conocimiento de la cosa singular signada, sólo conviene en cuanto significa el todo del hombre o animal o, contiene todo lo que hay en el individuo. Así mismo, explica cómo se encuentra la esencia en las substancias separadas, en el alma la inteligencia y la causa primera.

Lo que es imposible, porque también la forma corpórea es inteligible en acto, como lo son otras formas que se abstraen de la materia. Por esto ni en el alma intelectual ni en la inteligencia hay en modo alguno composición de materia y forma.[5]

Además es preciso distinguir la diferencia entre la esencia de la substancia compuesta y la esencia de la substancia simple en base a lo anterior, ya que la esencia de la substancia compuesta no sólo es sólo materia, sino también forma y la substancia simple es sólo forma, por lo que la esencia puede permanecer sin la materia.

La analogía

Por otra parte, Tomás dice que la criatura imita a Dios, pero no alcanza del todo lo que le conviene a Dios, es de este modo, que en diversa proporción, se llega al conocimiento de Dios.

Las cosas invisibles de Dios son conocidas por las cosas que han sido hechas al ser entendidas… y así todo lo que se dice de Dios y de las creaturas se dice según que se da algún orden de la criatura a Dios como su principio y causa, en que preexisten por modo excelente todas las perfecciones de las cosas.[6]

El ser subsistente es omniperfecto

Dios no existe de un modo cualquiera, sino que absolutamente, sin límites y sin oscilaciones, concentra en sí todo el ser.[7]

Aquí Tomás explica que el ser de Dios incluye todas las cosas porque Dios es el ser subsistente, pues es causa de todo, ya que si Dios es el mismo ser subsistente, sin caer en el error de afirmar que Dios es el ser formal de todas las cosas, es entonces entender que todo procede de él. Es importante tener presente el concepto aristotélico acerca del regressus ad infinitum, aunque aquí se presente de manera diversa en tanto que no es ad infinitum, sino que llega a una primera causa suficiente a la que llamamos Dios.


Bibliografía.


Canals Vida, F. (ed.), Textos de los grandes filósofos. Edad Media, Santo Tomás de Aquino, Herder. Barcelona, (1991) I, cap. 4-5.

Goñi Carlos, Breve historia de la filosofía, Madrid, Colección albatros, 2010.






[1] Tendencia filosófica del final de la Edad Media que interpreta el entendimiento agente de un modo impersonal y sostiene la tesis de la doble verdad, según la cual algo puede ser verdadero en filosofía y falso en teología, o a la inversa.

[2] Cfr. Goñi Carlos, Breve historia de la filosofía, Madrid, Colección albatros, 2010, pp. 85-86

[3] Tomás de Aquino, Suma contra los gentiles, 112

[4] Ibidem.

[5]Idem. 122

[6] Idem. 125

[7] Idem. 127