Nos encontramos inmersos en esta magna obra del filósofo y teólogo Agustín de Hipona. El texto está dividido en varios libros (que podríamos llamar secciones). El tercer libro resulta muy interesante e importante por varios motivos. En primer lugar nos presenta una parte de la propia vida del santo cristiano, fundamental para entender el camino filosófico que recorrió en búsqueda de la verdad. Además, y no menos importante, sobre todo desde el aspecto filosófico, ofrece algunas ideas y reflexiones muy valiosas para todo el pensamiento filosófico e incluso teológico occidental.
Este tercer apartado de la obra completa de las confesiones comienza narrando la llegada de Agustín a Cartago. Su descripción, más que ser de tipo exterior, es interior, es decir, más que relatar el contexto geográfico, climático, histórico, político, social u otro de carácter externo, el autor se centra en lo que acontece a su llegada a esta ciudad del norte de África a nivel interno: sentimientos, emociones, pensamiento, su conciencia, etc. Habiendo aclarado esto, nos situamos en su arribo a la ciudad costera. En ese momento, él explicita que siente que aún no amaba, aunque le deleitaba la idea de amar y se sentía sediento de amor hasta lo más íntimo de sí. Sin embargo, en esta búsqueda de amor se lanza hacia las realidades sensibles, para saciar esa sed de felicidad y de amor que en su interior hierve. Y así explica que cayó “misteriosamente en los lazos del goce”[1].
Agustín considera, quizás a la par del pensamiento de Aristóteles que todos los hombres gustan la alegría, es decir, que buscan la felicidad como meta hacia la que tiende todos su actuar, y así nadie quiere ser desgraciado. La primera parte (si es que así pudiéramos dividirla) del libro tercero de las confesiones resulta ser un texto cargado de lamentaciones o de remordimiento, es decir, que el autor no deja de reprocharse haber caído en tan disoluta vida mientras intentaba encontrar esa alegría o felicidad, para luego convertirse en una oración de agradecimiento y de alabanza a la misericordia del Dios en quien Agustín ha puesto su amor. “Ésta era mi vida. ¿Era esto una vida, Dios mío?...¡En qué iniquidades me dispersé y eché a perder!...”[2] escribe el autor. Y así continúa haciendo énfasis en que se encontraba “perdido”. Un dato importante aquí es que nos narra como ocupaba mucho de su tiempo y de “su cabeza” en las filas del colegio de retórica. En ese momento histórico, la retórica resultaba ser un estudio atrayente y con futuro prometedor.
En aquella edad todavía sin consistencia y con una vida “perdida” estudiaba los manuales de elocuencia, correspondientes a los estudios de retórica que realizaba en Cartago. “Resultó que, siguiendo el curso normal de los estudios había llegado al libro de un tal Cicerón”[3]. Aquél libro, el Hortencio, sería uno de los más importantes en la vida del futuro doctor de la iglesia, pues su lectura transformaría el estado de su espíritu, pues es a partir de ahí que nace en su interior un intenso deseo de poseer la sabiduría, de llegar a la verdad. Más aún de conocer la verdad. “Ya empezaba a levantarme para ir hacia Vos”[4] escribirá al llegar a esta parte del relato. Aunque pudiera parecer un momento sin demasiada importancia, en realidad se convierte en un punto medular dentro de la vida del filósofo, pues es esa búsqueda de la verdad, que ahora inicia, la que lo llevará a su futura conversión al cristianismo y a su fecundísima obra filosófica y teológica.
Para entonces tenía sólo diecinueve años y su padre había muerto dos años antes. Agustín reconoce entonces que esa búsqueda de la sabiduría lo llevará a Dios, pues en Él está la sabiduría. Dicho libro le impulsaba a amar, a buscar, a conquistar, a poseer y a estrechar vigorosamente la sabiduría por sí misma, fuese cual fuse. “Una sola cosa refrenaba un poco esta gran llama: el nombre de Cristo no estaba ahí”[5]. Es decir, arranca la búsqueda de la verdad desde una perspectiva alejada totalmente del Dios cristiano, incluso con un repudio casi natural hacia todo lo que tuviera que ver con dicha religión.
Así pues, cae entre hombres orgullosos y extravagantes, carnales y locuaces en exceso, que decían: “verdad, verdad” por todos lados. Le hablaban a Agustín de la verdad de manera incesante, pero ella no estaba jamás en ellos ni en lo que enseñaban. “Los manjares que ellos servían a mi alma hambrienta de Ti, eran, en vez de Ti, la luna, el sol, obras maestras de tus manos, pero tu obra y no Tú mismo”[6]. Es decir, en esta pesquisa que realiza de la verdad se encuentra con muchas posturas y corrientes tanto filosóficas como místicas, teológicas, etc. que lo seducen y lo encaminan a caer con mayor ímpetu en excesos “carnales”. Me parece importante rescatar un comentario que hace Agustín de Hipona en torno a Dios, pues podría resumir, en parte, su concepción del Absoluto.
“Tú no eres ni estos cuerpos que vemos, ni esos que no vemos…Tampoco eres el alma, que es la vida de los cuerpos, esta vida de los cuerpos mejor y más cierta que los propios cuerpos, sino que eres la vida de las almas, la vida de las vidas. ¡Vives por Ti mismo, no cambias, Tú, la vida de mi alma!”[7].
Me parece muy valioso, filosóficamente hablando, este fragmento del texto de las confesiones pues, analizándolo, es posible descubrir vestigios del pensamiento dual de platón. Es decir, la concepción del alma y cuerpo como entes separados y de éste último como la prisión del alma. Además de describir, quizás como el “Uno” de Plotino, a Dios, su Absoluto. La búsqueda de la verdad la realiza, sobre todo al inicio, no con el discernimiento de la razón, sino con los sentidos de la carne. Lo que lo lleva a unirse a diversas sectas o grupos incluso esotéricos. Sin embargo, reconoce Agustín la continua llamada y presencia de Dios. “Pero Vos erais más interior en mí que en mi fondo más íntimo, más elevado que las partes más alta de mí mismo”[8].
Así pues, Agustín da la espalda a la verdad, aunque él se figuraba que avanzaba hacia ella. Aún no conocía al Dios, que posteriormente le cambiaría la vida, a ese Dios que “es espíritu, que no posee miembros mesurables en longitud y anchura, que su ser no constituye masa, pues toda masa es menor en su parte que en su todo”[9]. Se reconoce entonces ignorante de la verdad y extraviado en su camino (que hasta llega al maniqueísmo). “Yo, mísero de mí, creía que valía más tener piedad de los productos de la tierra que de los hombres para los cuales nacen”[10]. Sin duda alguna nos encontramos de frente al panorama más oscuro de la vida de Agustín. Oscuro en el sentido de que se encuentra literalmente extraviado en su búsqueda de la verdad, de la felicidad. Aún con sus buenas intenciones está inmerso en una vida disoluta, de placeres y de falsas verdades en donde la confusión total gobierna su vida.
Sin embargo, ahí donde lo humano encuentra horizonte, el cristianismo aboga por la fe. Es entonces cuando ocurre la “misteriosa” transformación de Agustín del paganismo y de un desdén intenso a todo lo referente al Dios cristiano a ser un fiel predicador de este mismo Dios. “Y Vos habéis extendido vuestra mano desde lo alto, Vos habéis sacado mi alma de este abismo de tinieblas”[11]. En esta ya última parte del libro tercero, aparece con una trascendencia impresionante la madre de Agustín. Es ella quien aboga por él ante Dios, quien está ahí siempre fiel a un lado de su hijo esperando su retorno a la fe cristiana. Pudiera parecer algo fastidioso e imposible de realizar, sobre todo cuando Agustín, un filósofo letrado y soberbio se mantuviera firme y convencido del “error del cristianismo”.
Sin embargo, el autor nos comenta cómo su madre se mantiene firme, con la esperanza de la conversión de su hijo con base en un sueño que tuvo. “Allí donde tú estás, también estará él”[12] le asegura un hombre radiante y lleno de alegría en dicho sueño, haciendo alusión a que Agustín estaría en la misma fe que su propia madre. También influyó la intervención de un obispo cristiano, que da ánimos a la madre de la posible conversión de su hijo: “Tan cierto como vives, que es imposible que perezca el hijo de lágrimas como las tuyas”[13].
Bibliografía
Agustín de Hipona, Libro de las confesiones, libro tercero, Editorial Juventud, Barcelona, 1968, pp.51-67.
[1] Agustín de Hipona, Libro de las confesiones, libro tercero, capítulo 1, Editorial Juventud, Barcelona, 1968, p.52.
[2] Ibídem. Cap.2, p. 53-54.
[3] Ibíd., Cap.4, p.55.
[4] Ibídem.
[5] Ibíd.
[6] Ibíd., Cap.6, p. 57.
[7] Ibíd., p. 58.
[8] Ibíd., p, 59.
[9] Ibíd., Cap.7, p.59.
[10] Ibíd., Cap.10, p.64.
[11] Ibíd., Cap.11, p.65.
[12] Ibíd., p. 65.
[13] Ibíd., Cap. 12, p.67.
El desarrollo de este trabajo facilita el conocimiento procesual de la vida de San Agustín. Explicitamente en el apartado que desarrollaste, resalto ya la inquietud que presenta este personaje por conocer la verdad, vinculada con el conocimiento que lleva a Dios, sin olvidar que todo esto es integro en una experiencia personal de vida. Gracias por tu aportación.
ResponderEliminarRealmente Agustín en era una persona ávida por buscar y encontrar la verdad, claramente refleja que no quiere vivir en el error o en la falsedad, sino que busca la sabiduría, lo absoluto, aunque para hacerlo tenga que seguir caminos muy desatinados, busca la sabiduría no por medio de la razón, que lo puede llevar a Dios, sino por medio de la carne, de los placeres al igual que lo hacían ya los Epicúreos. Aunque este método que utiliza Agustín en un primer momento para encontrar la verdad lo lleva al pecado, no por ello Dios lo abandona, como se dará cuenta el mismo santo más adelante, Él estará siempre presente en lo más íntimo de su intimidad, aunque él no lo quiera reconocer.
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