jueves, 27 de enero de 2011

San Agustín, De vera religione y De utilitate credendi

La profundidad del hombre resulta siempre cuestionable, y en la medida en que se incita a la interiorización de sí mismo, se descubre a la verdad habitando en su hogar. Tal es el interés de San Agustín a lo largo de su vida. A él le interesan mucho los temas sobre el origen de la vida y el de la muerte, la relación entre las creaturas y su Creador, sus diferencias y especificaciones, el origen del error, etc. No es que solamente a San Agustín le interesen estos temas, más bien eran temas de interés común, sobre todo en los pensadores de su tiempo. San Agustín se interesa pues, por estos temas no solamente para poder entenderlos sino para explicarlos “adecuadamente” según las creencias del cristianismo y así, de esta manera, poder refutar los prejuicios de los escritores y pensadores anticristianos.

Por estas razones nacen muchos escritos, entre ellos el que ahora se expone: De vera religione (De la verdadera religión). En dicho escrito, el autor se empeña por explicar varios temas que están en duda, como los que ya se han mencionado, y que es necesario aclarar desde las creencias de la verdadera religión.

Al querer explicar el origen de la vida y de la muerte en este texto, el autor parte desde la premisa de que no existe ningún ser vivo que no venga de Dios, siendo Éste (Dios) la fuente de la vida. Teniendo en cuenta su origen se dirá que ningún ser vivo es malo en cuanto tal y si se le puede llegar a considerar como un mal es en cuestión a su tendencia a la muerte, ya que la muerte de la vida es considerada como la perversión, esto es: la nada; es decir, el no ser, lo contrario a la vida. Ésta es la explicación del mal: la desviación voluntaria de la vida para gozar de los cuerpos, los cuales, por voluntad divina se le antepusieron. Esta desviación se dirige a la nada, esta es la maldad, la corrupción.[1]

La vida procede de Dios que es la fuente de ella y por esto todas las creaturas provienen de Dios. Pero se ha observado que estas creaturas siempre llegan a la muerte ¿entonces Dios, que se complace con su creación lo hace también en la muerte de éstos?, ¿cómo explica esto San Agustín? Él dice que la muerte no proviene de Dios, ni Éste se complace en la muerte de sus creaturas. Explica primero, y siempre desde una visión platónica extendida hasta San Agustín por los escritos de Plotino (ya traducidos), que Dios es la suma esencia que otorga el ser a todo lo que es, la función de la muerte es precipitar a un no ser a lo que muere; el hombre por su cuerpo, está sujeto a la muerte, es decir, a la nada. El origen de la muerte es pues, el mismo que el del mal, una desviación hacia la nada producida en el cuerpo.

Los seres vivos desfallecen porque son mudables y esto es porque no poseen el ser perfecto y no por esto dejan de ser buenos “pues todo lo que es ha de tener necesariamente cierta forma o especie, por insignificante que sea, y aun siendo minúsculo bien, siempre será bien y procederá de Dios.”[2] Ahora, estos seres siempre buenos son también limitados, es decir, se vician y mueren y no por esto dejan de ser bienes. El hecho de viciarse nos da la razón de que los seres creados son limitados, y aunque siempre son bienes no son lo mismo que Dios por su limitación.

Otro tema en cuestión es el conocimiento que se da por medio de los sentidos, el testimonio de veracidad que nos dan y el engaño o la mentira que se crea dando así, el origen al error. El Obispo Agustín remarca en no dar crédito a la unidad que se refleja en los cuerpos y que nosotros percibimos por medio de nuestros sentidos, puesto que no sabemos si el engaño proviene de simular la unidad o, precisamente, por no alcanzarla.

La diferencia entre el que miente y el que engaña reside en que el primero hace un intento voluntario y siempre fallido de engañar y el segundo es el intento acertado, es decir, el engaño no puede ser sin producir engaño.[3]

San Agustín no dice que los sentidos nos engañan, aclara que éstos transmiten al ánimo la impresión de lo que perciben. El autor lo aclara así: “Si alguien cree que en el agua el remo se quiebra y al sacarlo de allí vuelve a su integridad, no tiene un mensajero malo, sino un mal juez.”[4] Da a entender que los sentidos, en este caso el ojo, son los que informan bien (en cuanto a que sólo pueden transmitir la impresión) y la razón, en cambio, es la que obra mal, siendo ésta el juez al que se le transmite la impresión. Éste es el error en el que han caído los que quieren contemplar la soberana hermosura, pues la quieren ver con el ojo y no con la mente. Dirigen la mente a los cuerpos y los ojos a Dios para querer comprenderlo, cosa que resulta imposible.[5]

La verdad se puede conocer; ésta se encuentra dentro del hombre mismo, y es ahí, en el hombre interior, en donde vive la verdad y que se llega a ella mediante una investigación con afecto espiritual. Esta verdad no se descubre a sí misma a través de un discurso, sino que se encuentra mediante un diálogo de razón (dialéctica racional). Ella es armonía y, aunque está dentro de uno mismo, el que la contiene no es la verdad, pues ya se ha dicho que la verdad no se busca así misma. Si se llegara a dudar de la verdad, aquel que lo hiciera hallarían una verdad: la que está en sí mismo, y de ésta no podrá dudar; así, el que duda no lo hará de la verdad.[6]

El encuentro con la verdad resulta peculiar; en ella, uno se encuentra bien y, en cambio,

al encontrarse con los vestigios de ésta uno se encuentra mal; esto es cuando nos adherimos a los deseos de la carne. San Agustín invita a superar estos deseos pues defiende la idea de que “nadie está bien cuando puede estar mejor”.[7]

Esta es la verdadera religión, explicada a manera de defensa. Los temas de los que trata ciertamente son más, lo importante es encontrar la intención con la que nuestro autor escribe esta obra, que, ciertamente la podemos clasificar como una obra apologética en donde San Agustín quiere dar a entender que la religión verdadera no es otra sino la que tiene la verdad dentro de sí, los hombres que hacen el ejercicio de entrar en su interior y descubrir esa verdad son los hombres de la verdadera religión.

De utilitate credendi

(De la utilidad de creer)

A continuación presentamos, aunque en menor extensión, el texto De utilitate credendi

(De la utilidad de creer) donde expondremos el tema sobre tres diferentes suertes que pueden pasar algunos escritos. El primer caso es que puede resultar que alguien ha compuesto un libro que sea bueno pero que el que lo lee no pueda comprender lo bueno que es el libro, por lo que contiene el texto; el segundo caso es cuando el lector llega a comprender lo bueno que es el libro, igualmente por su texto, y el tercer caso consiste en que, a través de la lectura de cierto libro se logren bienes no esperados, mayores de los pretendidos o contrarios a los que pretendía el autor de dicho libro.[8]

Esto lo explica San Agustín para aclarar que hay distintos tipos de textos, pero a él no le interesa solamente esta aclaración. Esto lo hace para refutar los argumentos de los maniqueos, que dicen que el cristianismo está en error. El defensor pide (a los maniqueos, siempre en el texto) que le digan en que género de texto ponen el error que atribuyen al cristianismo y lo hace sin miedo porque él tiene un argumento preparado para cada respuesta posible de los maniqueos diciendo que “bastaría con negar que nosotros las entendemos cómo piensan ellos que las entendemos cuando nos acusan”.[9]

Este texto también es considerado como un texto apologético que trata de defender al cristianismo y de refutar los argumentos de los considerados como herejes, en este caso concretamente, contra los maniqueos[10].

Bibliografía:

Fernández, Clemente, Los filósofos medievales I, BAC, Madrid, 1979, pp. 295-308.



[1] Cfr., San Agustín, “De la verdadera religión”, cap. XI, en Clemente Fernández, Los filósofos medievales I, BAC, Madrid, 1979, p. 296.

[2] Ibidem, cap. XVIII, p. 297.

[3] Cfr., Ibidem, cap. XXIII, p. 299.

[4] Ibidem.

[5] Cfr., Ibidem., p. 300.

[6] Cfr., Ibidem,cap. XXXIX, p. 303

[7] Ibidem, cap. XLI, p. 304.

[8] Cfr., San Agustín, “De la utilidad de creer”, cap. V, en Clemente Fernández, Los filósofos medievales I, BAC, Madrid, 1979, p. 306.

[9] Ibidem, p. 307.

[10] Los maniqueos surgen en el siglo III en Persia por su fundador que es llamado Mani (o Manes), esta secta religiosa se expande y llega hasta al Imperio Romano, donde en el año 297 escondenada por Diocleciano. Los maniqueos eran dualistas y creían que había una eterna lucha entre el bien y el mal, los dos principios opuestos.

Sin autor, “herejías”, en www.aciprensa.com/catecismo/herejía.html , consultado en enero de 2011.

San Agustín: Tratado sobre la Santísima Trinidad (I)

Una de las cuestiones más relevantes y de mayor discusión desde los inicios de la religión cristiana es el misterio de la Santísima Trinidad. San Agustín de Hipona retoma el tema en una de sus obras, considerada una de las más importantes, titulada precisamente Tratado sobre la Santísima Trinidad. El presente documento quiere hacer síntesis de algunos fragmentos seleccionados de dicha obra, puntualizando los elementos filosóficos existentes en los mismos.

En primer lugar, san Agustín trata el tema de la creación como obra exclusiva de Dios, el Hacedor de todas las cosas, bajo cuya voluntad está la materia de las cosas visibles, obra secreta de sus manos y de “la sabiduría increada de Dios, que es irreceptible en el espacio; y siendo ella inmutable, ordena todas las cosas perecederas, pues nada de esto existiera de no haber sido por ella creado”.1

Posteriormente, señala la importancia de conocer la miseria humana, de tal manera que en esa pequeñez se reconozca el amor de Dios y la desesperación no llegue a la persona, sino que se perfeccione en la caridad, al ser humillado el propio orgullo.

“Dios es, sin duda, sustancia, y si el nombre es más propio, esencia; en griego ousía”2, así define san Agustín a Dios, añadiendo que en Él no cabe hablar de accidentes porque es esencia inconmutable, no cambia ni puede cambiar, ya que accidente es “todo cuanto una cosa puede adquirir o perder por mutación”.3 Sin embargo, aún queriendo definir a Dios, el lenguaje humano está limitado, es impropio e indigente, y sólo se puede afirmar que Dios es una esencia o sustancia y tres personas, aunque aclara: “Decimos tres personas para no guardar silencio, no para decir lo que es la Trinidad”.4

Después se detiene a tratar el tema de lo bueno y del bien, afirmando que se ama lo bueno, y enlista una serie de elementos que se reconocen como tal, sin embargo, cuando se prescinde de todo lo bueno y se contempla el Bien puro, se ve a Dios, Bien imparticipado, Bien de todo bien. Y así como se ama lo bueno, se ha de amar a Dios, adhiriéndose a Él con el alma, a quien ésta debe su existencia, alcanzado con ello la felicidad.

Tomando los conceptos de mente, conocimiento y amor, realiza una comparación con la dinámica que estos comparten en semejanza a la Trinidad. “Percibe la mente, mediante los sentidos del cuerpo, las sensaciones de los objetos materiales, y por sí misma los incorpóreos. En consecuencia, se conoce a sí misma por sí misma, pues es inmaterial. Porque, si no se conoce, no se ama”.5 La mente, su amor y su conocimiento son tres cosas, y las tres son unidad; y si son perfectas, son iguales; existen en el alma de manera sustancial y esencialmente, siendo necesario que sean una misma cosa, de tal forma que se hallen todas en todas, a pesar de su subsistencia. “Las tres son de un modo maravilloso inseparables entre sí, y, no obstante, cada una de ellas es sustancia, y todas juntas una sustancia o esencia, si bien mutuamente son algo relativo”.6

Acentuando su teoría del conocimiento, san Agustín afirma que conocemos las cosas en sí mismas cuando contemplamos la misma verdad, inmutable y eterna, percibida por la mente racional, a través del sentido del cuerpo y recordando la imágenes archivadas en la memoria, mediante la pura inteligencia, las razones y el arte inefablemente bello de tales imágenes7, siendo estas imágenes las que entran en el alma y no los cuerpos cuando en ellos pensamos. De tal manera percibimos la verdad, y es esta misma verdad la que permite florecer la palabra, alcanzando el amor cuando se une con la mente, ya que del amor es de donde surge, en su relación con el Creador.

Tratando aún temas epistemológicos, ahora plantea el problema del conocimiento del alma por el alma, de tal manera que ella, al buscar para conocerse, sabe que se busca y se ignora. “Ella sabe que existe y vive como vive y existe la inteligencia [...] y aunque dude de todas las demás cosas, de éstas jamás debe dudar; porque, si no existiesen, sería imposible la duda”.8 Lo mismo ocurre con la mente: “si la mente se conoce, conoce su esencia, y si está cierta de su existencia, está también cierta de su naturaleza”9, pues nada hay en la mente más presente que ella misma.

Bibliografía

San Agustín, “Tratado sobre la Santísima Trinidad” en Clemente Fernández, Los Filósofos Medievales I. Selección de textos, BAC, Madrid, 1979, pp. 400-423

1San Agustín, Tratado sobre la Santísima Trinidad, L. III, 8, § 15

2Íbidem, L. V, 2, § 3

3Íbidem, 4, § 5

4Íbidem, 9

5Íbidem, L. IX, 3, § 3

6Íbidem, 5, § 8

7Cfr. Íbidem, 6, § 11

8Íbidem, L. X, 10, § 13-14

9Íbidem, § 16

Pseudo-Dionisio Areopagita: De los nombres divinos

El autor inicia este texto dirigiéndose a un amigo, explicándole que tratará de exponer los nombres divinos teniendo como norma a la sagrada ley de las Escrituras, pues ahí se contiene la gracia del Espíritu y es la fuente certera para conocer a Dios. Dice que es Dios el que concede la capacidad para conocerle, Él es el que acomoda su inmensidad a la comprensión humana.

Pseudo-Dionisio en esta obra llama a Dios supersubstancial infinitud, supra mental unidad, inescrutable para todo raciocinio, Uno sobre toda palabra, unidad generadora de toda unidad, sustancia sobre toda sustancia, mente inaccesible a la inteligencia, entre muchos otros apelativos; sostiene también que, al que trasciende todo conocimiento y lenguaje y que está sobre todo, no se le puede captar, afirmándolo de la siguiente manera: “no podemos ni expresar con palabras ni alcanzar con el pensamiento a ese ser uno, desconocido, sobre toda sustancia, el Bien en sí mismo, que existe, digo la trina unidad, a la vez Dios, a la vez bueno”;[1] ante tales conclusiones termina el primer capítulo diciendo que “al que es causa de todas las cosas y está sobre todas ellas, le cuadra el carecer de nombre, y, a su vez, le cuadran todos los nombres de todas las cosas”.[2]
 
En el segundo capítulo se enlistan los nombres comunes a Dios que se contienen todos en la Sagrada Escritura: superbueno, supersustancia, hermoso, existente, entre otros, y se mencionan los nombres no comunes para su tiempo, esto son el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo. Termina este apartado hablando de la unidad y distinción de Dios, “se divide quedando una y se amplifica sin dejar de ser única, y de una que es, se multiplica, pero sin perder la unidad.[3]
 
En el siguiente capítulo coloca a la bondad como nombre divino privilegiado entre los demás, “Dios es bueno por su esencia, de tal suerte, que, como bien sustancial, comunica la bondad a todas las cosas”,[4] hace una analogía con el sol y sus rayos, el cuál comunica su luz porque la contiene, diciendo que Dios, que es inmensamente más que el sol, al ser bondad, emana sus ser bueno a todos. Siguiendo este ejemplo llama “al Bien con el nombre de ‘luz’[5] que crea, da vida, perfecciona, ordena y le da el apelativo de luz intelectual que ilumina toda ignorancia y tiniebla. Culmina esta parte haciendo alusión a Dios como bello que es sinónimo de bueno, “y se le llama bello, porque es de todo en todo bello y más que bello, porque siempre se mantiene bello en el mismo aspecto y de la misma manera”.[6] Dios es “ese Bien bello que trasciende todo estado y movimiento”.[7]
 
Trata el problema del bien y del mal y lo finaliza con una explicación sencilla, “la conclusión que queda es, por tanto, que el mal es una cierta debilidad y una defección del bien”; [8] Para Pseudo-Dionisio el mal es privación y defecto, carece de causa y de determinación, su existencia es accidental, no sustancial y se hace en atención a un bien, “Dios conoce al mal en cuanto bien y en El las causas de los males son fuerzas que producen el bien”.[9]
 
Continúa su exposición hablando de Dios como ente, diciendo que no pretende explicarlo sino, más bien, exaltar a la sustancia deificante; en repetidas ocasiones describe a Dios de maneras similares a esta: “«El que es» existe como causa sustancial supernatural de toda esencia posible, y es el productor del ente, de la existencia, de la persona, de la naturaleza”,[10] se refiere constantemente a Dios como el ser en sí, el ser más excelente que posee perfectamente el ser, el que ha hecho existir todo, el preexistente, “a propósito de Él se dice que «era» y «es» y «será» y también «ha sido hecho» o «se hace» y «se hará».[11]
 
Dios está por encima de toda sabiduría, Él posee la plenitud, y aunque la capacidad intelectiva del hombre puede comprender algunas cosas, para comprender a Dios es necesario no hacerlo al modo de los seres humanos, sino basándose en una unión con Él, pues así es como se transmiten los dones divinos. El Areopagita continúa hablando sobre la mente divina que conoce todo sin tener que aprenderlo, pues en sí misma los posee, siendo por el conocimiento de sí mismo que conoce lo demás. Se plantea el problema de cómo conocemos a Dios y afirma que no es por su naturaleza, sino por el orden que ha dejado en el universo en el que hay semejanzas e imágenes divinas; el conocimiento perfectísimo de Dios “se obtiene por la ignorancia”,[12] pues es más don que búsqueda personal, según Pseudo Dionisio hay que apartarse de todo y abrirse a recibir la sabiduría divina que proviene de Dios.

Se trata el tema de la semejanza con Dios y se dice que Él es desemejante, diverso de todas las cosas y nada es semejante a Él, pero esto no es contradicción para que el hombre se pueda parecer a Él, puesto que “Dios, que trasciende todas las cosas, en cuanto tal, no es semejante a ninguna cosa, sino que Él concede la semejanza divina a los que se vuelven a Él al tratar de imitarle”.[13]
 
Sigue escribiendo de Dios como el poder en sí, la vida en sí, el creador de la vida en sí, la paz en sí, la divinidad en sí, refiriéndose a Él como el único principio y causa de todas las cosas.

Culmina el escrito haciendo alusión a Dios como uno, en el que nada está fuera de Él, todo participa en el uno y este uno tiene unido todo. Cierra su intervención diciendo que “no hay posibilidad de asignarle un nombre o un concepto [a Dios], sino que se mantiene inaccesible a todos”, [14] incluso el mismo nombre de bondad no encierra todo lo que significa Dios, es por eso que se le otorga el nombre más venerado de todos, dice también que se está lejos de la verdad pero en la medida posible se busca conocer a Dios de diferentes maneras.

Bibliografía:
Fernández, Clemente S.I, Los filósofos Medievales, selección de textos, Tomo I, BAC, Madrid, 1979, p. 496-520.


[1] Fernández, Clemente, Los filósofos Medievales, selección de textos, Tomo I, BAC, Madrid, 1979, p. 498.
[2] Ibidem, p. 500.
[3] Ibidem, p. 501.
[4] Ibidem, p. 502.
[5] Ibidem, p. 503.
[6] Ibidem, p. 504.
[7] Ibidem, p. 505.
[8] Ibidem, p. 507.
[9] Ibidem, p. 506.
[10]Ibidem, p. 510.
[11]Ibidem, p. 511.
[12]Ibidem, p. 516.
[13]Ibidem.
[14] Ibidem, p. 520.

El que enseña y la palabra, en la obra “Del Maestro” de San Agustín de Hipona.

 
La obra Del Maestro de San Agustín, es un diálogo entre él y Adeodato,[1] en el cual tratan el problema de la enseñanza, no en sentido formal sino en el hecho de enseñar al hablar, es decir al utilizar el lenguaje y sobre quién es el que enseña. Pareciera que San Agustín fuese el maestro y Adeodato el alumno, sin embargo, aunque hay un maestro, no es ninguno de ellos dos; al final aparecerá con claridad quién fue el maestro en la obra y según San Agustín lo es también en todo hombre cuando emprende la búsqueda del conocer.

El primer problema que se plantean es la cuestión de qué es lo que se pretende al hablar, si enseñar o aprender, puesto que el que habla, algunas veces pretende enseñar al que lo escucha pero otras veces habla para aprender del que escucha; aunque pudiera pensarse que se hacen las dos cosas a la vez, sin embargo está no es una respuesta acertada pues se quiere saber cuál de las dos es la que tiene primacía. San Agustín dice que la finalidad al hablar es enseñar porque se emiten palabras con ese objeto, lo cual puede ser para enseñar al que escucha o para suscitar el recuerdo (cuando se canta) en uno mismo o en los demás, que dicho recuerdo también implicaría enseñar. Y, siendo Adeodato el que propone que al hablar se aprende, sin embargo, no tiene los fundamentos para justificar su propuesta, por lo que queda descartada la posibilidad de que la acción de hablar tenga la finalidad aprender.

Partiendo de que al emitir palabras, se enseña o se despierta el recuerdo, es importante aclarar que no cabe la posibilidad de hacer eso con Dios, pues al hablarle en la oración no se hace otra cosa que manifestar los pensamientos internos a fin de que los escuchen otros hombres o cada uno. Teniendo bien claro que la finalidad al hablar es enseñar, y que el hablar implica emitir palabras, San Agustín se plantea otro nuevo problema, sobre cómo se da el significado a las palabras.

Con la siguiente frase, intenta explicar todo lo referente al significado de las palabras y los signos: “Si nihil ex tanta superis placet urbe relinqui: si es del agrado de los dioses no dejar nada de tan gran ciudad.”[2] Siendo del conocimiento de ambos la traducción de dicha frase, resulta complicado poder encontrar un significado diverso al que ya conocen. La frase anterior se forma por signos, de los cuales se expresa su significado con una palabra y así mismo, la palabra es expresada con un signo para decir su significado, lo cual no ayuda a dar respuesta al problema planteado sino que abre a otra dificultad, ¿se puede mostrar el significado de una cosa sin signos?, lo que sí es claro es que para expresar el significado de una palabra, son necesarios los signos.

Ahora bien, San Agustín afirma que, aunque hay cosas que pueden conocerse, o dar el significado de algo sin palabras, sin embargo, para demostrar lo que algunas palabras significan, es necesario usar un signo de lo contrario no se demostraría.[3] Es así como aquello que no tiene un significado sensible es expresado con signos, así pues, no hay nada que no pueda mostrarse sin signos, pues ellos ayudan a acercarse al objeto que quiere conocerse sin que necesariamente, el signo revele la esencia sino sólo elementos que ayudan a encontrar el significado de aquello que se quiere conocer.

Queda claro que los signos son necesarios y que no todas las palabras pueden enseñarse con otras palabras, en cambio, los signos sí pueden hacerlo y son necesarios para mostrar otro signo. San Agustín distingue que hay signos que son palabras y otros que son gestos, los primeros pertenecen al oído y los segundos a la vista, así también, afirma que para significar algo se dice un nombre, el cual es un signo audible de signos audibles, en cambio las cosas audibles, son signos de cosas visibles, y a pesar de esto, la palabra no queda a un lado, pues “todos los nombres son palabras, más no todas las palabras son nombres”[4], por lo tanto, recordando que el problema está en cómo significar todas las palabras y habiendo algunas que no se pueden significar con palabras sino con signos, y entendiendo los signos como todas las cosas que significan algo (entre los cuales están las palabras) y habiendo también nombres que significan a las palabras, no se llega aún a la solución pues aunque todos los signos y todos los nombres son palabras, no todas las palabras son nombres, lo cual implica un serio problema pues con las justificaciones anteriores no se llega a la respuesta de cómo mostrar el significado de todas las palabras pero sí se alcanza un acercamiento.

Ahora bien, dejando a un lado a los signos, los cuales son necesarios y utilizados para mostrar algunas palabras, tenemos que hay nombres, los cuales también son signos, pero audibles y que ayudan al recuerdo en el espíritu, además hay términos que tienen la misma significación pero diferente sonido de las letras, con lo cual encontramos que tanto las palabras como los nombres pueden variar al significar algo en cambio los signos se significan a sí mismos y no tienen parecido a otros sino que son diferentes unos de otros. Con todo lo anterior, más que elegir entre palabra, nombre o signo para enseñar, es necesario saber que ambos son necesarios pues lo que uno no puede significar lo hace el otro, así por ejemplo, la palabra enseña en el momento que se habla y el nombre excita al recuerdo.

San Agustín se plantea un nuevo problema, sobre si se hay la posibilidad de que se enseñe sin signos pues de ser así las cosas no se aprenderían mediante las palabras; a esto encuentra que sí hay cosas que pueden enseñarse sin signos, lo cual se hace teniendo contacto con la cosa misma que se quiere enseñar, por lo tanto, la afirmación de que no hay nada que no pueda mostrarse sin signos[5] queda descartada y también el que sólo con palabras pueda enseñarse.

Lo anterior no descarta la posibilidad de utilizar los signos para conocer alguna cosa, puesto que, “mejor se aprende el signo una vez conocida la cosa que la cosa visto el signo”[6] lo cual quiere decir, que al conocer sin signos una cosa, se llega al conocimiento de su esencia pero gracias a los signos, se puede expresar de una forma más clara lo que es una cosa sin necesidad de que el que busca el conocimiento tenga contacto con la cosa, aunado a esto el hecho de que no con todas las cosas se puede tener contacto, por lo tanto, aunque es mejor el conocimiento teniendo contacto con la cosa que se quiere conocer (lo cual da más certeza al conocimiento), son necesarios los signos cuando no se conoce la cosa o cuando no puede tenerse contacto con ella.

Hasta este punto, todo a versado sobre el valor de las palabras, sin embargo, San Agustín se percata de que las palabras no nos muestran los objetos que deseamos conocer por lo cual, ahora se plantea que el que enseña no es por medio del habla y la expresión de palabras, en su concepción, el que enseña, es decir el maestro, es “el que presenta a mis ojos, o a cualquier otro sentido del cuerpo, o también a la inteligencia lo que quiero conocer”[7], lo cual se logra sólo con el conocimiento de las cosas y de su significación para que así, las palabras que aprendemos se perfecciones y nos acerquen más a dicho conocimiento, ello no significa que sea necesaria la experiencia del sujeto con el objeto para conocer pues como dice San Agustín “creo todo lo que entiendo, más no entiendo todo lo que creo”, lo cual nos plantea que hay muchas cosas que se tienen por verdaderas y sin embargo no se comprenden pero deben creerse, lo cual justifica que debemos fiarnos de las palabras que otros emplean para enseñarnos sin que todo lo que enseñan deba ser comprobado, puesto que hay muchas cosas que no pueden entenderse por completo sino sólo creer en ello.
Así pues, las palabras, dice San Agustín, nos mueven a consultar la verdad, la cual es enseñada por Cristo, quien habita en el hombre e ilumina todo aquello que permanece visible él, a fin de cuantas, la verdad es Cristo y sólo a partir de Él, el hombre puede llegar al conocimiento de la verdad.

Finalmente, aunque las palabras no pueden manifestar por completo lo que se tiene en el espíritu, sin embargo, ayudan en mucho a expresar un poco de ello; así también, Maestro sólo hay uno y habita en cada hombre, así que, al hablar no se enseña sino que se aprende puesto que lo que las palabras hacen es incitar al hombre a que aprenda y sólo el Maestro es quien puede enseñar, así que, sólo puede enseñar aquel que habita dentro del hombre, Cristo, la Verdad.
 

[1] Adeodato era el nombre de su hijo, que en latín se escribe adeodatus lo que significa “regalo de Dios”, aunque es importante aclarar que en la obra no queda claro si el nombre utilizado se refiere a su hijo o si solo es un nombre símbolo que emplea en el diálogo.
[2] San Agustín, Del Maestro, Cap II, § 3.
[3] Cfr. Ibid. Cap III, § 5.
[4] Ibid. Cap IV, § 9.
[5] Cfr. Ibid. Cap X, § 31.
[6] Ibid. Cap X, § 33.
[7] Ibid. Cap XI, § 37.

REFERENCIA BIBLIOGRÁFICA.

FERNANDEZ, Clemente S.I, Los filósofos Medievales, selección de textos, “San  Agustín, Del Maestro”, Tomo I, BAC, Madrid, 1979, p 269-295.

AUTOR: César Águila Cázarez.

San Anselmo: Elementos Ontológicos II

En la entrada anterior sobre San Anselmo[i] se resumió el Monologio, en donde Anselmo de Canterbury da varias pruebas indirectas demostrado la existencia de Dios. En esta entrada, trataremos su siguiente obra, el Prosologio, donde el santo, insatisfecho con el Monologio, busca descubrir un argumento único y suficiente para probar la existencia de Dios con todos sus atributos. “Desde ese momento comencé a pensar si no sería posible encontrar una sola prueba que no necesitase para ser completa más que de sí misma y que demostrase que Dios existe verdaderamente.”[ii]

Este argumento, llamado ahora la prueba ontológica, está basado en la naturaleza propia de Dios, pero se requiere primero de la fe para comprender la razón, según el propio autor nos dice: “designé al primero por estas palabras: Ejemplo de meditación sobre el fundamento racional de la fe; y al segundo por éstas: La fe buscando apoyarse en la razón.”[iii] Pero acaba nombrando sus obras Monologio que quiere decir dialogo con uno mismo y Prosologio, es decir, alocución, que según el diccionario de la Real Academia Española quiere decir: “Discurso o razonamiento breve por lo común y dirigido por un superior a sus inferiores, secuaces o súbditos.”[iv]

Y así, nos introduce al tema con una incitación o exhortación a buscar a Dios y contemplarlo. Sugiriendo que sólo así conoceremos a Dios haciendo nosotros el esfuerzo por encontrarlo en nuestra alma. “Entra en el santuario de tu alma, apártate de todo, excepto de Dios y lo que puede ayudarte a alcanzarle.”[v] Y aún así, reconoce la propia incapacidad del hombre de encontrar a Dios por sí mismo, y necesita la iluminación divina para lograrlo: “Señor, vuelve tus ojos hacia nosotros, escúchanos, ilumínanos, muéstrate a nosotros. Sin ti no hay para nosotros más que desdichas; [...] para llegar hasta ti, sin cuyo socorro no podemos nada. [...] Enséñame a buscarte, muéstrate al que te busca, porque no puedo buscarte si no me enseñas el camino. No puedo encontrarte si no te haces presente.[vi] Después de estas invocaciones y de dar un reconocimiento expresando su gratitud a Dios, acaba el primer capítulo.

En el segundo capítulo comienza a describir a Dios como lo más grande, y “si este objeto por encima del cual no hay nada mayor estuviese solamente en la inteligencia, sería, sin embargo, tal que habría algo por encima de él, conclusión que no sería legítima. Existe, por consiguiente, de un modo cierto, un ser por encima del cual no se puede imaginar nada, ni en el pensamiento ni en la realidad.”[vii] Por lo tanto dice que nada más un necio podría dudar de que, como Dios es lo más grande que existe, debe existir, por que si fuera únicamente un objeto del pensamiento, el pensamiento sería mayor a Él. Y este argumento lo continúa en el tercer capítulo, sólo que lo cambia a negativo, diciendo que no se podría entonces razonar que Dios no existe. Esto por que necesariamente hay algo mayor a todo lo demás, por lo que necesariamente existe el ser mayor y así no podría dudarse de que Dios existe. Y esta inexistencia sería además una falla, que se contradice con la definición de un ser perfecto.

Después, en el cuarto capítulo, confronta el problema del pensamiento y del lenguaje. Cómo pueden ser estos los problemas que lleven al necio a pensar que Dios no existe, y porque no entiende su inexistencia, lo cual según el santo es una imposibilidad, centrándose en las palabras y no en Dios. Así, según el Prosologio: “Aquel que comprende lo que es Dios, no puede pensar que Dios no existe.”[viii]

En el capítulo quinto, expresa que Dios debe poseer todas las cualidades, por lo que posee la existencia que es mejor que la inexistencia. Y como es el ser que existe por sí mismo, entonces es el creador que crea las cosas de la nada, ya que éstas no pueden existir por sí mismas. Y al poseer todas las cualidades es, “por tanto, necesariamente justo, verdadero, feliz y todo lo que vale más que exista que no exista, porque vale más ser justo que no serlo, ser feliz que no serlo.”[ix]

De ahí, en el capítulo VI, afirma que Dios es sensible, aunque no es un cuerpo se trata de un sentido incorpóreo, debido a que es mejor sentir que no sentir, es una cualidad divina. Y es entonces el conocimiento, que nos trae el sentir equiparable a el conocimiento íntimo y profundo que tiene Dios de sus creaturas lo que se compara con este sentido incorpóreo. En el capítulo VII discute sobre si Dios es omnipotente, ya que son muchas las cosas que no puede hacer, por ejemplo mentir. Pero llega a la conclusión de que lo que no puede hacer es por que eso rebajaría la naturaleza perfecta de Dios mismo, y si hiciera cosas indignas de la divinidad, ya no sería potencia, sino impotencia. Por lo que no puede hacer Dios deriva de el ser o el no ser y cómo es mejor el ser. De esto que Dios no puede no ser y no puede rebajar su ser, entonces “Eres [Dios] verdaderamente omnipotente, en el sentido de que no puedes nada en lo que es fruto de la impotencia y de que nada prevalece contra ti.”[x]

Luego, se salta al capítulo catorce, donde pregunta a su alma si ya encontró al Dios que buscaba. Y aquí responde a como Dios se le ve o comprende, pero a la vez ni se le ve ni se le comprende. Dice San Anselmo respecto a su conocimiento de Dios que llegó a conocer algo de Él, y por Dios mismo fue que lo encontró, pero no tal como es en sí mismo; porque la verdad divina es inmensa y no puede la criatura entenderla toda. “Busca ver más de lo que ha visto, pero no ve nada más de lo que ha visto [...] no puede ver más a causa de sus propias tinieblas. [...] Su corto alcance la ciega, se pierde en tu inmensidad.”[xi]

Seguimos con el capítulo XXII en el que Anselmo de Canterbury retoma lo dicho anteriormente, que Dios es, es lo que es y es el que es, siempre igual, que se identifica con todas las perfecciones sin dejar de ser el bien único y sumo. Tú solo eres lo qué eres y el que eres [...] Tú existes verdadera y simplemente porque no tienes pasado ni futuro, sino únicamente un presente, y no se puede suponer un momento en que no existas.”[xii]

Acaba San Anselmo con una oración o aclamación a Dios en el capítulo XXVI, dando gracias a Dios por la verdad revelada y por las promesas de Jesucristo. Para Anselmo de Aosta, el alma, y más específicamente su alma, no puede abarcar esa plenitud de gozo que excede todas sus posibilidades, que no puede ser comprendida, pero se gratifica en ese gozo infinito, plenitud de amor y de conocimiento que Dios le concede. San Anselmo no puede conseguir todo el conocimiento, amor y gozo en este mundo, pero pide a Dios recibirlo algún día, después de una vida que no sea más que un anhelo permanente y total de ello.

Se ve claramente una concepción teocéntrica de el hombre, donde Dios abarca todo el pensamiento y es la fuente de todo bien, toda felicidad y todo lo creado. Así el hombre sólo debe seguir buscando a Dios para que ese se le revele y le muestre la felicidad y el gozo inmenso y eterno. El fin del hombre es entonces tanto la contemplación de Dios como la unión con Él. Y esto únicamente lo puede hacer Dios, el hombre no lo puede lograr con sus fuerzas. Y por lo tanto, se nota en este escrito que el ser por excelencia es Dios y es el creador de todos los seres, es uno y es mayor a todo lo demás, perfecto en todos sentidos. Sin embargo, no habla en este artículo ni de la sociedad ni de la política, ya que es un planteamiento sobre la existencia de Dios y como se puede comprobar por medio de la razón.

BIBLIOFRAFÍA

Alamena, J., Obras completas de San Anselmo I: Monologio ..., BAC, Madrid, 1952 cit.pos. Fernández, Clemente, Los Filósofos Medievales II, BAC, Madrid, 1979

DICCIONARIO DE LA LENGUA ESPAÑOLA - Vigésima segunda edición, en http://buscon.rae.es/draeI/, Real Academia Española, 2001



[ii] Fernández, Op. Cit., pág. 66

[iii] idem, pág. 67

[iv] DICCIONARIO DE LA LENGUA ESPAÑOLA - Vigésima segunda edición, “alocución”, en http://buscon.rae.es/draeI/, Real Academia Española, 2001

[v] Fernández, Op. Cit., pág. 67

[vi] Idem, pág. 69

[vii] Idem, pág. 72

[viii] Idem, pág. 73

[ix] Idem, pág. 74

[x] Idem, pág. 75

[xi] Idem, pág. 77

[xii] Idem, pág. 78

Enquiridion

En el presente texto, se llevará a cabo un comentario sobre el escrito de Agustín de Hipona (+ 430), conocido como Enquiridión, esta obra lleva consigo puntos importantes sobre el bien y el mal, que se irán presentando conforme se avanza en la lectura de este mismo.

Desde un inicio, Enquiridión muestra una característica social, que si bien, son los mismos tiempos donde los maniqueos, s. III y IV1, los cuales daban pauta sobre el origen del mal. Además, esta postura parte de la frase de Agustín de Hipona: “todas las cosas fueron creadas por esta sumamente buena, subsistente e inmutable Trinidad”2, la cual, permite considerar en su conjunto, la belleza del universo y la relación que hay entre el bien y el mal.

Esto se da a partir de la cuestión ¿Porqué Dios permite el mal?. Si bien, es un enfoque que vuelve a marcar la existencia del bien y que hace resaltar, por el hecho de que la acentúa, no obstante que la maldad existe en el mundo. Ya el texto nos dice que hasta los infieles describen su parecer: “Dios omnipotente, no permitiría en modo alguno que existiese algún mal en sus criaturas...que pudiese sacar bien del mismo mal”3, dando como resultado que aún por su gran poder, se vale del mal para obtener mayores bienes.

Las criaturas son sumamente buenas, sin embargo, son corruptibles. Ya el autor, hace la distinción donde Dios “Siendo el Creador de todas las substancias... el bien puede admitir aumento y disminución”3. Esto se debe a la existencia de la substancia el hombre y su relación con el Creador porque si su disminución va en aumento, siempre quedará algo, ese algo le permitirá existir, existencia misma que le fue concedida y le hace no perder el bien. Se habla de una naturaleza incorrupta que ya está dentro de la criatura, pero sí se ve afectada por el mal, se corrompe, le priva de algún bien que posea en sí misma, por lo que le daña y le despoja de ese bien.

Por el contrario, puede haber cierta privación de algún bien, sin embargo, si queda algo del ser, el alma ya no se vería privada, ni quedaría dañada, porque habría una cierta lucha que le permita defenderse y no dejar que el mal la despoje, por consiguiente, el ser encerraría en sí mismo su naturaleza incorruptible, mientras no cese de corromperse. No obstante, quedaría con su corruptibilidad de forma total y ascendente; dejando de existir.

"Sin bien no podría existir el mal"4. Cita tomada de forma textual, para transmitir que la existencia del bien no es posible si no existe este mismo bien porque no habría mal alguno, aunque no deja de estar en simplicitud, si no que, debe haber mal para demostrar su presencia en todas partes. Sin embargo, el origen el bien no puede ser demostrado más que por el mismo mal. Es decir, tanto la existencia del mal como del bien, se parte del hecho de que no puede haber una sin la otra, en forma de balanza, pero que distingue al hombre, por su substancia y por la forma de ver que tanto es malo por su corruptibilidad, como bueno porque es hombre, es substancia, aún en su defecto.

Agustín de Hipona quiere transmitir que ya la consideración sobre este tema para las personas era algo conocido y admitido, que en un concepto ético, “el bien y el mal son contrarios... ambos pueden existir simultáneamente en el mismo ser”5, esta relación se se asemeja al enunciar que el bien no puede existir sin el mal pero el bien puede existir sin el mal. Llegando a definir que puede desprenderse y continuar siendo tal como es.

Estas son otras de las controversias que se remarcan en relación con la existencia de la injusticia tanto en el hombre como en el ángel, nos dice: “El hombre o el ángel pueden o no ser injustos...son buenos en cuanto tales pero malos en cuanto injustos”6. Ya refiriéndose, en primera instancia a la acción que realize el mismo hombre; si ésta es buena irá consigo la maldad, porque está ahí presente para proceder desde la corrupción del sujeto ya que “los males han tenido su origen en los bienes”7.

Otro punto que sale a flote es la ignorancia, no vista desde la falta de conocimiento sino tambien a la actuación que el hombre ha dado, al juzgar de forma errónea. Hace su entrada el mal cuando emite un juicio sabiendo que lo ignora, porque está aprobando “lo falso como verdadero”8. Dando entrada al error, éste que se caracteriza por su provocación a la ignorancia. Si alguien por ignorancia comete un error utilizándolo como escudo versa sobre el error, pues la razón que ya está en cada uno, se ve oculta con el error que ya se tiene presente. Y no es un error bueno si no lo contrario, le es útil pero le perjudica.

Por otro lado, considerando ahora la verdad con más diligencia,no siendo el error, pues ya se ha comentado que solo “juzga lo falso con lo verdadero y lo verdadero como falso”9, sino como la manera de llevar a cabo su función. Esta misma verdad lleva la función de ser incorruptible y, por si fuera poco, necesita del error para conservarse, para ser auténtica. El ejemplo que nos dá San agustín de esto es, “en algunas ocasiones es necesario el error para conservarla”10, no solamente a la verdad, también a la acción que se comete con esta misma, de forma negativa alguien que haga uso indebido de la verdad sabe que miente aún creyendo que no es así, y le perjudica más a él está mintiendo aunque sepa la verdad por que sí la conoce.

Otro aspecto, es el error que se comete con la forma de pensar, ya nos lo comenta al decir: “cuando un hombre piensa bien de otro malo por ignorar si es bueno o malo”11, si bien, no solo se refiere a la consideración que se tiene de la persona, sin embargo, hay un error, por el hecho de juzgar apoyado en lo que se percibe o en los sentidos.

En esta misma sintonía, enmarca el pensamiento de los académicos12, en la forma de defender al sabio y su agudo pensamiento de “si el sabio debe afirmar algo para no caer en el error”13, cuestión que le desagrada por la evasión de no aceptar la verdad y las características que tiene. De ahí, que por más que ellos la oculten o digan que es incierta, existe, y por más refutación que se dé en contra no puede encontrarse, por el contrario, no puede llamarse sabiduría como lo denominan, es insensatez por que no se reconoce que el error se puede evitar. Lamentablemente, como se ha dicho, es necesario para dar validez de que existe la verdad.

A todo el recorrido que se ha hecho desde la relación del bien con el mal, está tambien la bondad de Dios en relación con la concupiscencia. Primeramente, está la situación del pecado en el género humano, que si bien los males sufren el castigo de Dios, Él mismo “no cesa de vivificar y dar fuerza constantemente a los ángeles perversos”14. Después, en cuanto a los mismos hombres “juzgó más conveniente sacar bienes de los males que impedir todos los males”15. De esta manera, está la misericordia evidenciada por parte de Dios otorgando la liberación y vulnerabilidad en el hombre.


BIBLIOGRAFÍA:

Fernández Clemente, Los filósofos medievales Tomo I, BAC, Madrid, 1979. 753 pp.

Bernardino Llorca, Historia de la Iglesia Católica Tomo I, BAC, Madrid, 1955. 959 pp.


1Llorca, Bernardino, Historia de la Iglesia Católica, Tomo I, BAC, Madrid 1955. p.222

2Ibidem. p.445

3Ibidem. p.446

4Ibidem. p.447

5Ibidem. p.447

6Ibidem. p.448

7Ibidem. p.448

8Ibidem. p.449

9Ibidem. p.449

10Ibidem. p.450

11Ibidem. p.451

12Fernández Clemente, Los filósofos medievales Tomo I, BAC, Madrid 1979.p.139

13Ibidem. p.450

14Ibidem. p.452

15Ibidem. p.452

El hombre como signo y cosa


En este apartado tratará acerca de lo que es la cosa y lo que es el signo, en base a esto mencionará al hombre como ambas, pero no solamente se basa en cual nos situamos, sino en el uso que se le debe dar a las cosas para alcanzar un más allá de las cosas temporales, como son: las espirituales y las eternas.

“Todas las instrucciones se reducen a la enseñanza de las cosas y signos. Mas las cosas se conocen por medio de los signos.”[1] Como nosotros entendemos el signo en que Jesús en la cruz representa el amor que nos tiene, ahora bien el hombre por medio de cosas como lo que es un corazón, una rosa, intenta dar a conocer un signo, las cuales intentar dar representar el amor. Pues San Agustín nos dice que: “signos, es decir, a todo lo que se emplea para dar a conocer alguna cosa”.[2]

San Agustín nos dice que “unas cosas sirven para gozar de ellas, otras para usarlas y algunas para gozarlas y usarlas, [...] nosotros que gozamos y usamos nos hayamos situados entre ambas.”[3] Dios nos ha dado la capacidad de sentir, transmitir, expresar la felicidad, el amor, etc. y así como signos del amor de Dios, es transmitirlo y entusiasmarse por ser y buscar las cosas de Dios y no basarnos en un “amor de las cosas inferiores, nos retrasamos o nos alejamos de la posesión de aquellas que debíamos gozar una vez por obtenidas”[4], por lo que las hace banales, de tal modo que debemos esforzarnos por una búsqueda del amor pleno lo cual todos son dignos de obtenerlo.

Por lo cual nuestra vida ha sido para ser cosas y signos del amor de Dios, “nos dirigimos a Dios en esta vida mortal, si queremos volver a la patria donde podemos ser bien aventurados, hemos de usar este mundo, no gozarnos de él, afín de que por medio de las cosas creadas contemplemos las invisibles de Dios, es decir, para que por medio de las cosas temporales consigamos las espirituales y eternas.”[5], es así que nos debemos centrar en cuerpo, alma y mente en una sola cosa, nuestra vida. Orientada hacia la perfección pura, en la cotidianidad de nuestras acciones en este mundo.

Ahora que “ciertamente, gran cosa es el hombre, pues fue hecho a imagen y semejanza de Dios, no en cuanto se ajusta al cuerpo mortal, sino en cuanto a que es superior a las bestias por excelencia del alma”[6], pero esto no lo es el todo, en base al amor que puede dar y recibir, no debe de caer en un narcisismo, ya que “si se ama a sí mismo por sí mismo no se encima hacia Dios.”[7], por lo que si se ama es amarse por el otro, sin perder a Dios, como dicen las Sagradas Escrituras: amarás a tu prójimo como a ti mismo; pero a Dios con todo tu corazón, con toda tu mente, con toda tu alma, con todo tu entendimiento.

Por lo tanto el hombre como cosa, es lo que sirve para transmitir el signo del amor, un amor verdadero que trasciende y busca el bien del alma, el encuentro con Dios.


Bibliografía:


  • San Agustín, “sobre la doctrina cristiana”, I, 616, en clemente Fernández, los filósofos medievales. Selección de textos I Filosofía patrística. Filosofía árabe y judía, Madrid, BAC, 1979.
  • Biblia.





[1] San Agustín, “sobre la doctrina cristiana”, I, 616, en clemente Fernández, los filósofos medievales. Selección de textos I Filosofía patrística.

[2] Ídem, San Agustín, “sobre la doctrina social”, I, 616, en Clemente Fernández, Los Filósofos Medievales…

[3] Ídem, San Agustín, “sobre la doctrina social”, I, 616, en Clemente F…

[4] Ibídem.

[5] Ibídem. San Agustín, “sobre la doctrina social”, I, 618, en Clemente F…

[6] Ibídem. San Agustín, “sobre la doctrina social”, I, 620, en Clemente F…

[7] Ibídem. San Agustín, “sobre la doctrina social”, I, 621, en Clemente F…