jueves, 13 de enero de 2011

Agustín de Hipona: Las Confesiones, libros XI y XII

Los libros XI y XII de las Confesiones parecen un tanto desfasados de los anteriores por no narrar la vida de Agustín; sin embargo, fue el mismo escritor el que los colocó al final de esta obra, no como un apéndice, sino como el cierre de un plan propuesto por él, en el que también se les considera confesiones al estar ampliamente relacionados a los demás libros.[1] En el presente trabajo pretendo realizar una síntesis de lo que contienen estos libros.
Libro XI
A lo largo de treinta y un capítulos se desarrolla principalmente el problema del tiempo; inicia con la oración de Agustín en la que pide a Dios someter su inteligencia a la verdad y hacer un buen uso de las Escrituras y jamás llegar a mentir; así, expresa que su deseo es el de buscar el reino y la justicia de Dios y se adentra entre alabanzas y reconocimientos al tema de interés.
Lo primero que pone en consideración es cómo se hizo el cielo, la tierra y todo cuanto existe; ante esto afirma que “somos, porque hemos sido hechos; no éramos antes de que existiéramos, para poder hacernos a nosotros mismos”;[2] con esto sostiene que Dios es el autor de todo, el eterno, bueno, hermoso, ser y creador.
Posteriormente se pregunta cómo es que hizo Dios todo, respecto a lo que concluye que fue por medio de su palabra que también es Dios, y que ha hablado por medio de su Evangelio, considerándose agraciado por comprender este conocimiento en el que se halla la Verdad eterna, el Principio y la Sabiduría. De esta manera orienta su escrito hacia el tema del tiempo, hace referencia a la eternidad de Dios y responde  lo que algunos se preguntan: ¿qué hacía Dios antes de crear todo?,  diciendo que el tiempo es una medida y que Dios es eterno presente, Dios no cambia, es el mismo.
El tiempo fue creado por Dios, por esto dice Agustín, “ni pudiesen pasar los tiempos antes de que hicieses los tiempos”;[3] Dios existe antes del tiempo, porque él no es temporal, el es permanente. Posteriormente se preguntará que es el tiempo y tristemente se da cuenta que muchos utilizan ese término pero no saben realmente lo que es;  con esto se desprende el problema del pretérito, presente y futuro, en el que se dice que el pasado ya no existe y el futuro aún no es, y si es siempre presente nos encontramos en la eternidad.
Haciendo una larga reflexión Agustín concluye que “es claro y manifiesto que no existen los pretéritos ni los futuros, ni se puede decir con propiedad que son tres los tiempos: pretérito, presente y futuro; sino que tal vez sería más propio decir que los tiempos son tres: presente de las cosas pasadas, presente de las cosas presentes y presente de las futuras”;[4] lo que se puede ubicar como memoria (pasado), visión (presente) y expectación (futuro). Esto es lo que propone Agustín como solución.
Respecto a la ontología el libro presenta claramente que es Dios el que da el ser y se presenta una estructura de éste: “tú diste cuerpo al artífice; tú creaste el alma que manda a los miembros; tú la materia, de que hace algo; tú el ingenio, con que alcanza el arte y ve interiormente lo que hace fuera; tú el sentido del cuerpo”.[5]
De epistemología se puede encontrar que en Dios están escondidos todos los tesoros de la sabiduría; en diversas ocasiones se menciona a Dios como única verdad y fuente de conocimiento, pues  Dios es el que da la iluminación para que el hombre entienda. Al final Agustín dice respecto a esto: “me estabilizaré y solidificaré en ti, en mi forma, en tu verdad”,[6] pues Dios es el que concede la verdad a los hombres y su verdad es la de las Escrituras.
En oración a Dios, dice Agustín: “me contaron los inicuos sus deleites, pero no son como tu ley, Señor”;[7] en el plano ético, todo lo que no tenga que ver con Dios y su palabra será condenado como malo o incorrecto; las riquezas, honores, poder y placeres carnales no forman parte de esta moral de Agustín. La antropología de este libro consiste en ver al hombre como creatura de Dios: “hiciste todas las cosas, entre las cuales también a mí”.[8]
Libro XII
El duodécimo libro inicia con alabanzas a Dios creador de todo, y en los primeros capítulos hace referencia al cielo, la tierra y cómo Dios creó todo de la nada, pues anterior a él, todo era informidad. Agustín agradece a Dios en repetidas ocasiones el regalo del entendimiento de estas cuestiones, lo reconoce como Dios Trino, bueno y omnipotente, dador de la vida al hombre.
Agustín remarca el tema de que Dios creó la tierra para los hombres y “el cielo del cielo” para él, que además es el núcleo central de este libro: “así lo entiendo yo ahora a causa de aquel cielo del cielo, el cielo intelectual, donde es propio del entendimiento conocer las cosas conjuntamente y no en parte, no en enigma, no por espejo, sino totalmente, en visión, cara a cara”;[9] el autor hace referencia a la Biblia para justificar su postura, entendiendo el cielo desde una postura platónica, que posibilita un mundo de las ideas y un mundo de las cosas. Esta referencia se acomoda perfectamente a la visión epistemológica de Agustín, que consideraba que el conocimiento pleno ya estaba contenido en este cielo al que se accede por medio de la iluminación de Dios.
A lo largo de todo el texto, Agustín intenta interpretar la Palabra de Dios contenida en las Escrituras, poniendo especial atención al origen de todo lo creado; expone además su pensamiento influenciado por los estudios filosóficos de su tiempo, en los que intenta dar fundamento y justificación a la lectura literal del Génesis, haciendo saber que es su esfuerzo por entender lo que quiso decir el escritor sagrado.
Para el pensamiento de Agustín, la verdad está revelada totalmente en la Escritura y de ahí su afán de interpretarla y de justificar constantemente que su intención es ante todo descubrir la verdad que se quiso plasmar; por ello, ante otras interpretaciones dice: “en esta diversidad de opiniones verídicas haga nacer la misma verdad la concordia y se compadezca nuestro Dios de nosotros, para que usemos legítimamente la ley según el precepto de la misma, cuyo fin es la caridad pura”.[10]
Finaliza Agustín, este libro admirándose de la cantidad de palabras escritas para interpretar tan solo, una sentencia muy breve del Génesis: -en el principio hizo Dios el cielo y la tierra-, de la que se desprendió toda una reflexión filosófica y teológica totalmente apegada a la Escritura.
La ontología presente en el texto se deja entrever en la siguiente pregunta de Agustín: “¿acaso no has enseñado tú, Señor, […] que antes de que dieses forma a esta materia informe y la especificases no era nada, ni color, ni figura, ni cuerpo, ni espíritu? Sin embargo no era absolutamente nada: era cierta informidad sin ninguna apariencia”;[11] con esta respuesta se reafirma la ontología del libro anterior; es Dios el que da el ser, antes de él no hay nada. Respecto a la epistemología, es “en la Sabiduría, nacida de [su] sustancia”[12] donde el hombre encuentra la verdad y el conocimiento; en esto se desenvuelve todo el saber de este libro.
Agustín se expresa así respecto de Dios: “tú eres el único, el sumo y verdadero bien”;[13] Se vuelve a repetir la percepción de la vida ética del tiempo y del autor; solo en Dios se encuentra la bondad y la vida y los “sin-paz”, como llega a referirse de los maniqueos, son los que no quieren escuchar la voz de Dios y están errados en caminos perdidos. La idea de hombre de este libro es muy similar a la anterior; se ve al hombre como creatura de Dios que tiene puestas sus esperanzas en Dios.

 Bibliografía:
 San Agustín, Las Confesiones, libros XI y XII, Biblioteca de Autores Cristianos, Madrid, 1974, pags. 464-552.

[1] Cfr. San Agustín, Las Confesiones, Biblioteca de Autores Cristianos, Madrid, 1974, libro XI, p. 501 (notas al libro XI).
[2] Ibídem, libro XI, § 6, Capítulo IV.
[3] Ibídem, libro XI, § 15, Capítulo XIII.
[4] Ibídem, libro XI, § 26, Capítulo XX.
[5] Ibídem, libro XI, § 7, Capítulo V.
[6] Ibídem, libro XI, § 40, Capítulo XXX.
[7] Ibídem, libro XI, § 4, Capítulo III.
[8] Ibídem, libro XI, § 4, Capítulo III.
[9] Ibídem, libro XII, § 16, Capítulo XII.
[10] Ibídem, libro XII, § 41, Capítulo XXX.
[11] Ibídem, libro XII, § 3, Capítulo III.
[12] Ibídem, libro XII, § 7, Capítulo VII.
[13] Ibídem, libro XII, § 23, Capítulo XVI.

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