jueves, 27 de enero de 2011

San Agustín, De vera religione y De utilitate credendi

La profundidad del hombre resulta siempre cuestionable, y en la medida en que se incita a la interiorización de sí mismo, se descubre a la verdad habitando en su hogar. Tal es el interés de San Agustín a lo largo de su vida. A él le interesan mucho los temas sobre el origen de la vida y el de la muerte, la relación entre las creaturas y su Creador, sus diferencias y especificaciones, el origen del error, etc. No es que solamente a San Agustín le interesen estos temas, más bien eran temas de interés común, sobre todo en los pensadores de su tiempo. San Agustín se interesa pues, por estos temas no solamente para poder entenderlos sino para explicarlos “adecuadamente” según las creencias del cristianismo y así, de esta manera, poder refutar los prejuicios de los escritores y pensadores anticristianos.

Por estas razones nacen muchos escritos, entre ellos el que ahora se expone: De vera religione (De la verdadera religión). En dicho escrito, el autor se empeña por explicar varios temas que están en duda, como los que ya se han mencionado, y que es necesario aclarar desde las creencias de la verdadera religión.

Al querer explicar el origen de la vida y de la muerte en este texto, el autor parte desde la premisa de que no existe ningún ser vivo que no venga de Dios, siendo Éste (Dios) la fuente de la vida. Teniendo en cuenta su origen se dirá que ningún ser vivo es malo en cuanto tal y si se le puede llegar a considerar como un mal es en cuestión a su tendencia a la muerte, ya que la muerte de la vida es considerada como la perversión, esto es: la nada; es decir, el no ser, lo contrario a la vida. Ésta es la explicación del mal: la desviación voluntaria de la vida para gozar de los cuerpos, los cuales, por voluntad divina se le antepusieron. Esta desviación se dirige a la nada, esta es la maldad, la corrupción.[1]

La vida procede de Dios que es la fuente de ella y por esto todas las creaturas provienen de Dios. Pero se ha observado que estas creaturas siempre llegan a la muerte ¿entonces Dios, que se complace con su creación lo hace también en la muerte de éstos?, ¿cómo explica esto San Agustín? Él dice que la muerte no proviene de Dios, ni Éste se complace en la muerte de sus creaturas. Explica primero, y siempre desde una visión platónica extendida hasta San Agustín por los escritos de Plotino (ya traducidos), que Dios es la suma esencia que otorga el ser a todo lo que es, la función de la muerte es precipitar a un no ser a lo que muere; el hombre por su cuerpo, está sujeto a la muerte, es decir, a la nada. El origen de la muerte es pues, el mismo que el del mal, una desviación hacia la nada producida en el cuerpo.

Los seres vivos desfallecen porque son mudables y esto es porque no poseen el ser perfecto y no por esto dejan de ser buenos “pues todo lo que es ha de tener necesariamente cierta forma o especie, por insignificante que sea, y aun siendo minúsculo bien, siempre será bien y procederá de Dios.”[2] Ahora, estos seres siempre buenos son también limitados, es decir, se vician y mueren y no por esto dejan de ser bienes. El hecho de viciarse nos da la razón de que los seres creados son limitados, y aunque siempre son bienes no son lo mismo que Dios por su limitación.

Otro tema en cuestión es el conocimiento que se da por medio de los sentidos, el testimonio de veracidad que nos dan y el engaño o la mentira que se crea dando así, el origen al error. El Obispo Agustín remarca en no dar crédito a la unidad que se refleja en los cuerpos y que nosotros percibimos por medio de nuestros sentidos, puesto que no sabemos si el engaño proviene de simular la unidad o, precisamente, por no alcanzarla.

La diferencia entre el que miente y el que engaña reside en que el primero hace un intento voluntario y siempre fallido de engañar y el segundo es el intento acertado, es decir, el engaño no puede ser sin producir engaño.[3]

San Agustín no dice que los sentidos nos engañan, aclara que éstos transmiten al ánimo la impresión de lo que perciben. El autor lo aclara así: “Si alguien cree que en el agua el remo se quiebra y al sacarlo de allí vuelve a su integridad, no tiene un mensajero malo, sino un mal juez.”[4] Da a entender que los sentidos, en este caso el ojo, son los que informan bien (en cuanto a que sólo pueden transmitir la impresión) y la razón, en cambio, es la que obra mal, siendo ésta el juez al que se le transmite la impresión. Éste es el error en el que han caído los que quieren contemplar la soberana hermosura, pues la quieren ver con el ojo y no con la mente. Dirigen la mente a los cuerpos y los ojos a Dios para querer comprenderlo, cosa que resulta imposible.[5]

La verdad se puede conocer; ésta se encuentra dentro del hombre mismo, y es ahí, en el hombre interior, en donde vive la verdad y que se llega a ella mediante una investigación con afecto espiritual. Esta verdad no se descubre a sí misma a través de un discurso, sino que se encuentra mediante un diálogo de razón (dialéctica racional). Ella es armonía y, aunque está dentro de uno mismo, el que la contiene no es la verdad, pues ya se ha dicho que la verdad no se busca así misma. Si se llegara a dudar de la verdad, aquel que lo hiciera hallarían una verdad: la que está en sí mismo, y de ésta no podrá dudar; así, el que duda no lo hará de la verdad.[6]

El encuentro con la verdad resulta peculiar; en ella, uno se encuentra bien y, en cambio,

al encontrarse con los vestigios de ésta uno se encuentra mal; esto es cuando nos adherimos a los deseos de la carne. San Agustín invita a superar estos deseos pues defiende la idea de que “nadie está bien cuando puede estar mejor”.[7]

Esta es la verdadera religión, explicada a manera de defensa. Los temas de los que trata ciertamente son más, lo importante es encontrar la intención con la que nuestro autor escribe esta obra, que, ciertamente la podemos clasificar como una obra apologética en donde San Agustín quiere dar a entender que la religión verdadera no es otra sino la que tiene la verdad dentro de sí, los hombres que hacen el ejercicio de entrar en su interior y descubrir esa verdad son los hombres de la verdadera religión.

De utilitate credendi

(De la utilidad de creer)

A continuación presentamos, aunque en menor extensión, el texto De utilitate credendi

(De la utilidad de creer) donde expondremos el tema sobre tres diferentes suertes que pueden pasar algunos escritos. El primer caso es que puede resultar que alguien ha compuesto un libro que sea bueno pero que el que lo lee no pueda comprender lo bueno que es el libro, por lo que contiene el texto; el segundo caso es cuando el lector llega a comprender lo bueno que es el libro, igualmente por su texto, y el tercer caso consiste en que, a través de la lectura de cierto libro se logren bienes no esperados, mayores de los pretendidos o contrarios a los que pretendía el autor de dicho libro.[8]

Esto lo explica San Agustín para aclarar que hay distintos tipos de textos, pero a él no le interesa solamente esta aclaración. Esto lo hace para refutar los argumentos de los maniqueos, que dicen que el cristianismo está en error. El defensor pide (a los maniqueos, siempre en el texto) que le digan en que género de texto ponen el error que atribuyen al cristianismo y lo hace sin miedo porque él tiene un argumento preparado para cada respuesta posible de los maniqueos diciendo que “bastaría con negar que nosotros las entendemos cómo piensan ellos que las entendemos cuando nos acusan”.[9]

Este texto también es considerado como un texto apologético que trata de defender al cristianismo y de refutar los argumentos de los considerados como herejes, en este caso concretamente, contra los maniqueos[10].

Bibliografía:

Fernández, Clemente, Los filósofos medievales I, BAC, Madrid, 1979, pp. 295-308.



[1] Cfr., San Agustín, “De la verdadera religión”, cap. XI, en Clemente Fernández, Los filósofos medievales I, BAC, Madrid, 1979, p. 296.

[2] Ibidem, cap. XVIII, p. 297.

[3] Cfr., Ibidem, cap. XXIII, p. 299.

[4] Ibidem.

[5] Cfr., Ibidem., p. 300.

[6] Cfr., Ibidem,cap. XXXIX, p. 303

[7] Ibidem, cap. XLI, p. 304.

[8] Cfr., San Agustín, “De la utilidad de creer”, cap. V, en Clemente Fernández, Los filósofos medievales I, BAC, Madrid, 1979, p. 306.

[9] Ibidem, p. 307.

[10] Los maniqueos surgen en el siglo III en Persia por su fundador que es llamado Mani (o Manes), esta secta religiosa se expande y llega hasta al Imperio Romano, donde en el año 297 escondenada por Diocleciano. Los maniqueos eran dualistas y creían que había una eterna lucha entre el bien y el mal, los dos principios opuestos.

Sin autor, “herejías”, en www.aciprensa.com/catecismo/herejía.html , consultado en enero de 2011.

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