jueves, 13 de enero de 2011

San Agustín: su bautismo y la muerte de Mónica, su madre

San Agustín de Hipona (354-430), obispo y padre de la Iglesia, se caracteriza por el gran número de obras que escribió a lo largo de su vida. Una de estas obras, de las más eminentes, sin duda alguna, es Las Confesiones, libro que narra la vida desordenada del santo hasta su conversión al cristianismo, dejándonos entrever parte de su filosofía y de su profundidad espiritual. En el presente trabajo se busca sintetizar y analizar uno de los trece libros que componen dicha obra.

El libro noveno destaca el momento en que Agustín, junto con su madre y algunos compañeros, decide ir a las afueras de Milán con el fin de preparase para recibir el bautismo, sacramento que sella su conversión al cristianismo. Por ello, renuncia a la cátedra de retórica y se retira a escribir y a leer las Sagradas Escrituras. Después de su bautismo, se dispone a regresar a África y será, durante el viaje de regreso a su ciudad natal, cuando Mónica, su madre, muera. Serán estos elementos los que desarrollaremos a continuación a manera de síntesis y análisis.

Como parte de la dinámica general del texto agustiniano en esta obra, el libro noveno comienza con una alabanza al Dios de bondad, cuya infinita misericordia había permitido que el alma de Agustín se librara de la pecaminosa vida en la que participaba, para encontrar en el Señor sus verdaderas riquezas. Con este preámbulo, comienza narrando su decisión de abandonar la cátedra de retórica con el fin de que la juventud no se viera envuelta más en sus grandes discursos y quisieran imitarlo, alejándose de la ley de Dios. Por ello, determinó retirarse hasta la llegada de las vacaciones de las vendimias, evitando que la gente hablara y aumentara su fama. A esto favoreció cierta enfermedad en los pulmones que justificaría con mayor veracidad su renuncia.

Así, se retiró a una casa de campo en las periferias de Milán, prestada por su amigo Verecundo, próximo neófito, nombre que recibían los recíen bautizados, al igual que Nebridio, amigo de Agustín; Alipio, su hermano y Adeodato, su hijo, quienes lo acompañaron durante su estancia allí, junto con Mónica, su madre. En este lugar, llamado Casiciaco, compuso algunos libros y se dio a la tarea de leer la Palabra de Dios, especialmente los salmos, aprendiendo a enojarse consigo mismo por sus actos del pasado, comprendiendo que “había amado la vanidad y buscado la mentira”[1] y ya no se interesaba por encontrar la felicidad en cosas exteriores, visibles a los ojos corporales, y su corazón se alegraba al descubrir los bienes verdaderos como fruto del Señor, manifestados en las Escrituras Sagradas, “que comunican una dulzura que es como una miel del cielo, y un luz y resplandor que es vuestra misma luz”[2], afirmación que se confirmó al ser curado repentinamente de un terrible dolor de dientes que le sobrevino apenas suplicó a Dios junto con sus acompañantes.

Consultando a san Ambrosio sobre los libros sagrados que le convenía leer, el obispo de Milán le recomendó tomar el volumen del profeta Isaías, texto que dejó para después dada su complejidad. Regresando a Milán, fue bautizado junto con Alipio y Adeodato en la Pascua del año 387, un 25 de abril, teniendo treinta y tres años, dejando atrás su vida pasada por la remisión total de sus pecados. Él mismo expresa su alegría: “Ni me hartaba en aquellos días de la dulzura admirable que causaba en mi alma el considerar vuestra altísima e inescrutable providencia en orden a la salud del género humano, [...] me hallaba bien y contento”[3].

Una de las cuestiones sociales y políticas del momento eran los conflictos por los que pasaba la Iglesia de Milán, al ser perseguido Ambrosio por la madre del joven emperador Valentiniano, Justina, quien había sido seducida por la herejía de los arrianos. Dicho conflicto se menguó con la iniciativa de cantar salmos e himnos para aumentar la devoción y erradicar la tristeza y el tedio; así como el traslado de los restos mortales de los santos mártires Protasio y Gervasio, extraídos incorruptos del lugar revelado en visiones a san Ambrosio, cuya procesión, hasta la basílica cristiana, a través de las calles de Milán, fue motivo de la manifestación de Dios con la expulsión de espíritus inmundos y la curación de un hombre ciego, divulgándose por toda la ciudad dicho milagro, reprimiendo los deseos de persecución de la emperatriz contra el santo Obispo.

Después de estos sucesos, Agustín narra la lamentable muerte de su madre, Mónica, acaecida en el puerto de Ostia, cuando iban de camino a África, con la intención de regresar a la patria para emplearse en el servicio al Señor. El acontecimiento da paso a una reseña sobre la vida de su madre, resaltando las virtudes con las cuales fue formada y adoptó muy bien. “La recta disciplina de Jesucristo [...] fue quien la hizo instruirse en vuestro santo temor”[4], valores transmitidos por una de las siervas de sus padres muy anciana, pero con rectas costumbres. Sin embargo, Mónica, humana al fin, contrajó la mala costumbre de beber vino en su infancia, situación que abandonó al sentirse injuriada por una criada al llamarla borrachuela. Con esto, Agustín nos deja una lección moral al referirnos que “como los amigos adulando nos pervierten, así muchas veces los enemigos injuriando nos corrigen; pero Vos, Señor, les daréis el pago que corresponde a la voluntad de intención que ellos tuvieron, y no el que corresponde a lo que Vos mismo hacéis por medio de ellos”[5].

Algunas otras costumbres loables que Agustín refiere de su madre son la obediencia y sumisión a su marido, Patricio; actitudes que hicieron ganárselo para Dios, pues era pagano antes de ser fiel cristiano faltando poco para su muerte. Agustín afirma que Dios estaba presente en el corazón de su madre, y ella misma, junto con él, hablaban de la misma verdad, que es Dios y de su Reino, “donde por toda la eternidad apacentáis a vuestros escogidos con el pábulo de la verdad infinita: donde es vida de todos los bienaventurados aquella misma Sabiduría, por la cual fueron hechas todas las cosas que al presente son, las que han sido, y las que serán; sin que ella haya sido hecha, porque es y será siempre lo que ha sido”[6], lugar que el alma podría alcanzar si toda la creación se enmudeciese, para tocar aquella Sabiduría infinita.

Con estos deseos de eternidad, Mónica expiró, a los cincuenta y seis años, sin importarle el lugar donde su cuerpo yacería, segura de la resurrección. Sin embargo, Agustín se vio invadido por un dolor y una pena que traspasaba su alma, despedazando su vida misma, contrariado con la seguridad de que la muerte es forzosa y necesaria, establecida en la naturaleza y la condición del hombre por el mismo Dios, conforme al orden de los sucesos humanos. Sólo logró reconfortarse al llorar en soledad, teniendo a Dios como único testigo.

San Agustín termina el noveno libro alzando una oración a “la Verdad por esencia, que es vuestro unigénito Hijo”[7], rogando por el eterno descanso de su buena madre, implorando la misericordia de Dios si alguna falta en ella encontrase, y pide se le unan todos aquellos que lean estas, sus Confesiones, suplicando no sólo por Mónica, sino también por Patricio, su padre, y cumpla con ello la última voluntad de su madre: acordarse de ella en el altar del Señor.

Bibliografía.

San Agustín, Las Confesiones, Grupo Editorial Éxodo, México, 2005, libro IX, pp. 217-248.



[1] San Agustín, Las Confesiones, Grupo Editorial Éxodo, México, 2005, Libro IX, 4, § 9.

[2] Íbidem, § 11.

[3] Íbidem, 6, § 14.

[4] Íbidem, 8, § 17.

[5] Íbidem, § 18.

[6] Íbidem, 10, § 23.

[7] Íbidem, 13, § 33.

1 comentario:

  1. Sin duda un libro que emite el sentimiento de la vida y la muerte. Habría que plasmar un poco mas sobre Mónica y relacionar con la actitud ya cambiada de San Agustín. Gracias

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