jueves, 17 de enero de 2013

Evangelios gnósticos. Elaine Pagels

La resurrección de Cristo y la política del monoteísmo.

Para el cristianismo la resurrección de Jesucristo es fundamental para el creyente, y de hecho gran parte de la tradición primitiva afirma que un hombre, Jesús, ha vuelto a la vida y que le han visto como un ser humano real.[1] Lo normal hubiera sido afirmar que su espíritu seguía presente con los discípulos (como de manera semejante habían afirmado de Sócrates sus seguidores), y así hubiera tenido sentido, pero lo extraordinario de esta convicción era la implicación de la parte corporal. Es así que el carácter definitivo de la muerte, uno de los grandes enigmas universales para el hombre, poco a poco se irá transformando para quien cree en este hecho, pues “como Cristo resucitó corporalmente de la tumba, también todo creyente debe anticipar la resurrección de la carne”[2], y debe ser creída por ser locura para la comprensión, en palabras de Tertuliano.
                Pero a pesar de este fundamente, comienzan a surgir en los primeros siglos algunas posturas que contradicen en ocasiones a la tradición ortodoxa (aquellos que creen en Jesucristo y en la garantía de la sucesión de los apóstoles, así como en los ministros de la Iglesia), como son los gnósticos. Ellos interpretaban de la resurrección más bien como un encuentro con Cristo en sentido espiritual, y por ello eran condenados como herejes por los ortodoxos quienes habían tomado la interpretación literal de este momento fundamental, contra las experiencias emocionales que los gnósticos demostraban. La autora afirma que incluso hay versiones, como la de Pablo, en las que se tiene un encuentro con Cristo de manera espiritual y no material como los apóstoles.

                En el texto se cuestiona este significado literal de las versiones que el Nuevo Testamento nos ofrece y el rechazo hacia otro tipo de justificaciones. Pone como presupuesto que “no podemos dar respuesta adecuada… atendiendo exclusivamente a su contenido religioso”[3] y propone verlo desde el sentido práctico en la política, afirmando que esta interpretación hace legítima la autoridad de algunas personas en base a la sucesión de los apóstoles, de los obispos, y hace notar la desventaja en que se ven los gnósticos para tener autoridad moral y política. Era de esperarse en los primeros dos siglos del cristianismo pues “maestros rivales afirmaban enseñar la verdadera doctrina de Cristo y denunciaban a otros”[4], y constantemente habían enfrentamientos respecto a las creencias y a la autoridad en la Iglesia en busca de una tradición verdadera.
                Sobre este tema, los Evangelios (refiriéndome a los canónicos, el de Marcos, Mateo, Lucas y Juan) hablan de Jesús como indiscutible figura de autoridad y el nombramiento de Pedro como sucesor suyo, y se fortalece esta elección con la afirmación de que Pedro ha sido el primer testigo de la Resurrección. Con ello también se habla de otras apariciones, como la de María Magdalena, en que se apoyan los gnósticos para refutar este liderato. Y es que de un momento a otro estos encuentros adquieren proporciones cósmicas al designar por voluntad de Dios a los sucesores en los apóstoles y no en otros personajes, por lo que un encuentro espiritual se vuelve menos directo después del momento en que Jesucristo se separa de los apóstoles en el momento de la Ascensión. Lucas habla de apariciones a otros discípulos pero hace ver que no pueden compararse por no ser parte de los Doce, porque fueron después de que Cristo subió a los cielos y porque la experiencia directa de los apóstoles lo hacía diferente.
                En estos relatos propios de la tradición ortodoxa la autora ve una ingeniosa forma de implicar la autoridad sólo a unos cuantos, de limitar la sucesión a su propia decisión y de colocar en forma inefable la autoridad apostólica con implicaciones políticas. Pero contrapone a esta “teoría” (como ella le llama) la interpretación de los gnósticos: la resurrección “simbolizaba el modo de en que la presencia de Cristo podía experimentarse en el presente, una visión espiritual”[5], con la que se ve como superior esta experiencia pues se tiene un encuentro íntimo con Cristo sin necesidad de tener contacto directo. Se fundamenta en distintos textos de tradición gnóstica, tales como el Evangelio de María, el Tratado de la Resurrección, el Evangelio de Felipe, el Apocrifón de Juan, la Carta de Pedro a Felipe y el Evangelio de Tomás. Por medio de ellos se contrapone la posición de los ortodoxos y sus ministros, descritos un tanto autoritaristas, contra los gnósticos en la figura de María Magdalena e incluso en los encuentros con el mismo Pedro y Pablo de forma mística y espiritual. Su creencia se basa en el encuentro con Cristo a través de la revelación en el espíritu, basados en la razón y una experiencia continuada, en constante desafío con la potestad de Pedro en la Iglesia, y en la superioridad de transmitir una enseñanza secreta (aparte de la tradicional dada por los apóstoles y sus sucesores).
                “El contraste con la versión ortodoxa es chocante: los seguidores de Valentín [gnósticos] dicen que solamente sus evangelios y revelaciones descubren esas enseñanzas secretas”[6]. Estas creencias se complementan con los textos apócrifos encontrados en Nag-Hammadi en el siglo pasado, escritos “en el espíritu”, donde en la mayoría de ellos se habla de un encuentro donde Jesús no aparece en forma humana como dicen los ortodoxos sino como una presencia luminosa. Además, atribuían sus escritos a personajes no apostólicos, como a María Magdalena (donde la aparente relación erótica y el uso de metáforas sexuales hacen hincapié en la relación íntima del creyente con Cristo), o cuando aducían sus escritos a un personaje apostólico reconocían que había tenido una experiencia gnóstica después de la partida de Jesús, y añadían lenguajes poéticos (como en la “Danza en ruedo de la Cruz” y el “Truena, mente perfecta”) donde se tenía en cuenta la creatividad e inspiración de cada escrito[7].  Los pastores ortodoxos (hablando de los líderes de la Iglesia cristiana romana) como Ireneo y Tertuliano reaccionaron acusando su pensamiento como fraude pues no se apegaban a las enseñanzas transmitidas por los apóstoles y constantemente surgían otras versiones de evangelios y textos como aparente fruto de inspiración, por lo que también les tacha de inventores y ficticios de acuerdo a lo que creen.
  Según la experiencia gnóstica, “quienquiera que reciba el espíritu se comunica directamente con lo divino” y sólo quien ha tenido esta iniciación es capaz de madurar en un aparente testimonio de otros para llegar a “creer partiendo de la verdad misma”[8]. Ésto se logra a través de un ritual de iniciación en el que se pide que profetice. La aparente diferencia entonces con los ortodoxos es que los gnósticos conocen más allá de las enseñanzas de los apóstoles  “se consideran a sí mismos maduros para que nadie pueda compararse con ellos en la grandeza de su gnosis[9], como Ireneo dice en su apología, a diferencia de los demás que reconocen que el criterio es la enseñanza de los apóstoles para conocer la verdad.
Ante ello, los cristianos ortodoxos veían como desviación a la presunta madurez espiritual alcanzada de los gnósticos, como dice Tertuliano, pues las múltiples enseñanzas hacían que hubiera distintas doctrinas y en caso de discusión no había punto al cual regresar, pues no creían en la tradición apostólica y en la revelación única. En contraparte los gnósticos decían que los ministros (obispos, sacerdotes y diáconos) interpretaban las enseñanzas sin haber sido iniciados y promovían una iglesia falsa y que no podían adjudicarse una autoridad pues esta sólo la recibirían quienes tuvieran una experiencia espiritual, viendo que “la enseñanza ortodoxa de la resurrección… legitimizó una jerarquía de personas a través de cuya autoridad todas las demás debían aproximarse a Dios”.[10]
Otro punto importante, del que se habla en el segundo capítulo, es la creencia en un solo “Dios, Padre Todopoderoso, creador del cielo y de la tierra”[11], primer artículo con el que comienza el credo de la tradición ortodoxa, en defensa contra la herejía dualista de Marción que mencionaba que había dos dioses. Cuando surgieron los gnósticos, fueron tachados por los cristianos ortodoxos como partidarios de esta herejía y con fundadas razones, pues a partir de escritos como la Hipóstasis de los arcontes, Sobre el origen del mundo y el Apocrifón de Juan hablaban del Creador como Samael, pretensioso y arrogante para querer ser el único dios, un dios celoso de los hombres que fue condenado por el Padre; también incluyeron a Eva (Zoe en algún caso) como dadora de vida del hombre. Pero es sobre todo con la doctrina de Valentín, gnóstico, con la que resulta más áspera la discusión con los ortodoxos, pues aceptaba esta parte del credo y se hacía indistinguible para los creyentes, pero al interno se creía en un dualismo y a Dios se le veía como intimidad.
Ante esto la autora se cuestiona sobre la posición de Ireneo como obispo para condenarlos como herejes. Y como ha hecho a lo largo de su escrito, toma posición: “tampoco en este caso podremos contestar plenamente atendiendo argumentos religiosos y filosóficos… [sino que] afecta también asuntos sociales y políticos”[12]. Es así como explica la analogía que hacían los obispos: así como Dios es único y manda sobre la corte celestial y sobre la Creación, así los ministros son gobernados por un obispo, después por los sacerdotes y diáconos y al último los fieles laicos. Con esta gravedad, afirma que los gnósticos dieron una justificación teológica sobre la independencia hacia la autoridad de los obispos: afirmaban que el Creador era como un demiurgo (término utilizado por los griegos) y que había sido arrogante, que el único Dios era el Padre; a su vez, los gnósticos se iniciaban por el espíritu directamente de Cristo y después del Padre, y dando por hecho que los demás cristianos creían en este demiurgo como dios, y que por ello se sometían bajo el liderazgo de los discípulos, los gnósticos se libraban de ello porque obedecían directamente al mismo Dios Padre, el verdadero. Al extremo llegaron de echar suertes siempre en cada reunión para repartir los cargos por un tiempo, para que nadie ambicionara un lugar y no hubiera tampoco jerarquización de los fieles. Los ortodoxos no pueden menos que reaccionar apologéticamente, con figuras importantes como la de Ireneo, Tertuliano, Clemente de Alejandría e Ignacio de Antioquía, que hacen ver la necesidad de esta jerarquía para la transmisión de la fe y el buen gobierno de la Iglesia, y argumentan que en esta corriente no hay orden ni seriedad por la forma en que se toman las decisiones, con lo que también la forma de vivir el cristianismo se vuelve algo muy subjetivo e individualista.[13]
Difiero de la opinión de Pagels en muchos puntos, pero entreveo que su tesis es la explicación política del fundamento en ciertas doctrinas ortodoxas más que en cuestiones de fe y del papel de los gnósticos para ello: “la doctrina de la resurrección corporal de Cristo establece el marco inicial para la autoridad clerical, la doctrina del Dios único confirma la institución del obispo único”.[14]

Bibliografía
Pagels, Elaine. Los evangelios gnósticos. Traducción de Jordi Beltran. Editorial Grijalbo. Barcelona, 1988.

Referencias


[1] Cfr. Pagels, Elaine. Los evangelios gnósticos. Traducción de Jordi Beltran. Editorial Grijalbo. Barcelona, 1988. Cap 1, p. 40
[2] Ibíd p. 41
[3] Íbidem p. 44
[4] Ibíd
[5] Ibídem p.49
[6] Ibíd p. 55-56
[7] Cfr. Ibídem p. 57-59
[8] Cfr. Ibíd 59-60
[9] Ibídem p.61
[10] Ibíd p. 67
[11] Ibídem Cap 2 p.68
[12] Ibíd p. 74
[13] Cfr. Ibid p. 75-90
[14] Íbídem p. 90

jueves, 10 de enero de 2013


El Evangelio apócrifo de Tomás

En el evangelio apócrifo de Tomás, en la primera parte del libro, el filósofo nos relata lo que hizo el Señor Jesucristo en el territorio de Belén, en el pueblo de Nazaret, y  lo expresa con las siguientes palabras: “Yo, Tomás Israelita, he juzgado necesario dar a conocer a todos los hermanos procedentes de la gentilidad la infancia de Nuestro Señor Jesucristo y cuantas maravillas realizó después de nacer en nuestra tierra”.[1]

El niño Jesús, de cinco años, está jugando en el cauce de un arroyo, hace unas pequeñas balsas donde recoge el agua, la cual vuelve cristalina, y del barro que se forma crea doce pajaritos. Es sábado, y por ello lo critican al no observar el mandamiento de no realizar actividades ese día, ante esto Jesús hace que los pajaritos hechos de barro vuelen, “Jesús, batió sus palmas, y  se dirigió a las figurillas, gritándoles: ¡«Marchaos»!. Y los pajarillos se marcharon todos gorjeando”.[2]

Encontrándose allí el hijo de Anás se le ocurrió  romper las balsas que Jesús había hecho, por lo que éste lo hace morir. “Jesús, se indignó y le dijo: «Malvado, impío e insensato. ¿Es que  te estorbaban las balsas y el agua? Pues  ahora te vas a quedar tú seco como un árbol, sin que puedas llevar  hoja ni raíz, ni fruto».[3] Ante esta situación los padres del muchacho muerto lo tomaron en sus brazos y lo llevaron a José, a quien reprocharon tener un hijo que hacía tales cosas.
Después nos relata que Jesús está caminando y un muchacho que corría  choca con Jesús, por lo que lo hace morir. “Y Jesús, irritado, le dijo: « No proseguirás tu camino»”. E inmediatamente  cayó muerto”.[4] Los padres del muchacho se dirigen a José  reclamando la mala educación de su hijo y lo condicionan diciendo que lo debe de educar o se deben de ir del pueblo sino causará más muertes.

Posteriormente, José reprende a Jesús, y éste  hace que los que lo acusaron se queden ciegos. José al darse cuenta de esta acción lo castiga, “José se dio cuenta de lo que Jesús había hecho, le cogió de la oreja, y le tiró fuertemente. El muchacho entonces se indignó y le dijo: « Tú ya tienes bastante con buscar sin encontrar. Realmente te has portado con poca cordura. ¿No sabes que soy tuyo? No me seas causa de aflicción»”.[5]

 Un rabino  llamado Zaqueo le pide a José que lo deje enseñarle a Jesús las primeras letras,  no obstante, al intentar  explicarle el Alfa a Jesús, éste lo reprende diciendo: “« ¿Cómo te atreves a explicar a los demás la Beta, si ignoras tú la naturaleza del Alfa? ¡Hipócrita! ».”[6] Ante esta situación el rabino no pudo responder y Jesús le explicó la constitución de la primera letra, dejándolo desconcertado por su inteligencia. Por lo ocurrido Zaqueo le entrega el niño a José, diciendo que él no podía enseñarle nada, que éste tal vez era un Dios o un ángel y que no soportaba ni siquiera la severidad de su mirada.  

Días después al estar jugando Jesús en una terraza con otros niños, uno de ellos cae y muere, y  es culpado de haberlo matado.  Ante los insultos por la muerte del niño, Jesús hace que el muerto se levante y diga cuál fue la causa de su muerte. Lo siguiente sucedió de esta manera, Jesús se detuvo cerca del cuerpo del niño caído, y gritó a gran voz, diciendo: “«Zenón,  levántate, y respóndeme: ¿He sido yo quien te ha tirado?» El muerto se levantó al instante y dijo: «No, Señor. Tú no me has tirado, sino que me has resucitado». Al  ver esto, quedaron desconcertados (todos los presentes) y los  padres del muchacho glorificaron a Dios por aquel hecho maravilloso, y adoraron a Jesús”.[7]

José, que era carpintero, al encargar unas varas a una persona conocida que se dedicaba a ello, se encuentra con un problema de madera demasiado corta, a lo que Jesús interviene en el problema ayudando a su padre para que éste no se preocupara más diciendo: «pon en tierra ambos palos e iguálalos por la mitad».[8] José así lo hizo y Jesús tomó el varal que estaba más corto y lo igualó con el otro. José al ver esta acción quedó admirado, lo llenó de besos y abrazos y glorificó a Dios por tener ese hijo.

 José  lleva a Jesús con otro maestro, con el cual sucede lo mismo que con el primero, salvo que a éste Jesús lo hace morir. Jesús dijo al maestro: “«Si  de verdad eres  maestro, y conoces perfectamente las letras, dime primero cuál es el valor de Alpha y luego te diré yo cuál es el de  la Beta»”. [9] Pero el maestro, irritado, le pegó en la cabeza. El niño, en su dolor, lo maldijo, y aquél cayó con la faz contra tierra. Al enterarse José de esta situación lo castigó dejándolo en casa, ya que todos los que lo hacían enojar morían por esta causa.

Poco después, un tercer maestro le pide a José dejarle enseñar a Jesús, pues pensaba que a base de dulzura lo lograría. Éste a diferencia del segundo, y actuando con el mismo temor, reconoce que Jesús tiene mucha gracia y sabiduría, por lo que le pide a José que se lo lleve a su casa, pues no tiene que enseñarle, por este testimonio Jesús hace que el segundo maestro se cure, este acto fue llevado a cabo con las siguientes palabras: “El maestro dijo a José: « Sábete, hermano, que yo recibí a este niño como si fuera un alumno cualquiera, y resulta que está rebosando gracia y sabiduría. Llévatelo, por favor, a tu casa».  Al oír esto el niño le sonrió diciéndole: « Gracias a ti, que  has hablado con rectitud y has dado un testimonio justo, va a ser curado aquel que anteriormente fue castigado»”.[10]

Jesús resucita a dos personas, el primero es un niño que había muerto de enfermedad en la vecindad donde José vivía, esta acción la realizó pues se conmovió por la pena de la madre. Jesús llega al lugar y “encontrando ya muerto al niño, le tocó el pecho y le dijo: «Parvulillo: a ti te hablo. No mueras, sino vive más bien y quédate con tu madre».[11] Días después resucita a un hombre que estaba trabajando en una casa que se construía, Jesús al encontrar mucha gente  se acerca y ve al hombre tendido en el suelo, “le tomó la mano y dijo: « Hombre a ti te digo: levántate y reanuda tu trabajo». Y el hombre se levantó y en seguida lo adoró”.[12]

Ésta es la única parte del evangelio apócrifo que es semejante a los evangelios canónicos, es cuando  Jesús, con doce años de edad, marcha a Jerusalén con sus padres para la fiesta de la Pascua, éste se les pierde por tres días y lo encuentran conversando en el templo con los doctores, ancianos y maestros, los cuales se admiraban de escucharlo pues desentrañaba las parábolas y los puntos principales de la ley. Al encontrarlo María le dijo: «Hijo mío, ¿por qué te has portado así con nosotros? Mira con que preocupación te hemos venido buscando». Mas Jesús replicó: « ¿Y por qué me buscáis? ¿No sabéis acaso que debo ocuparme de las cosas que se refieren a mi padre?»[13] Después de  esta escena los ahí presentes empiezan a exaltar a María con estas palabras: «Pues dichosa de ti entre las mujeres, ya que el Señor ha tenido a bien bendecir el fruto de tu vientre, porque gloria, virtud y sabiduría semejantes ni las hemos oído ni visto jamás». El evangelio termina como lo hace el pasaje de la escritura diciendo: “Jesús se levantó y siguió a su madre. Y era obediente a sus padres. Su madre por su parte retenía todos estos hechos en su corazón. Mientras tanto Jesús iba creciendo en edad, sabiduría y gracia.”[14]  

Bibliografía: Tomás “filósofo israelita”, El Evangelio del pseudo Tomás, [Comentarios por Aurelio de Santos Otero], Madrid, BAC, 1996.




[1] Tomás “filósofo israelita”, El Evangelio del pseudo Tomás, [Comentarios por Aurelio de Santos Otero], Madrid, BAC, 1996, pág. 279.
[2] Ibíd. Pág. 280. 
[3] Ibídem. Pág. 281
[4] Ibíd. Pág. 282
[5] Ibídem. Pág. 283
[6] Ibíd. Pág. 287.
[7] Ibíd. Pág. 288
[8] Ibíd. Pág. 291
[9] Ibídem. Pág. 292
[10] Ibídem. Pág. 293.
[11] Ibíd. Pág. 294.
[12] Ibídem. Pág. 295.
[13] Ibíd. Pág. 296.
[14] Ibíd. Pág. 297.

Lucio Apuleyo – El asno de oro – Libro XI


En el capítulo primero del libro XI, Lucio Apuleyo aparece aún como asno en uno de los varios sueños que contará en este último libro. Narra cómo se encuentra con la Luna, a la cual considera una “diosa soberana”. Dice que todas las cosas que respectan a la humanidad están regidas por su providencia y que la cantidad de cuerpos que existen, están a razón de si su tamaño aumenta o disminuye.
Comienza entonces con una serie de súplicas y de ruegos hacia la diosa, elogiándola de diversas maneras: haciendo referencia a sus obras y enunciando sus cualidades. De esta manera le pide encarecidamente que le quite la apariencia de asno y le devuelva la forma de hombre: “[…] basten ya así mismo los peligros, y quita esta cara maldita y terrible de asno, y tórname a mi Lucio y a la presencia y vista de los míos […]”.[1]

Después de la oración de Lucio, se presenta la diosa ante él y le hace una contestación a sus peticiones, no sin antes presentarse a ella misma así: “[…] madre y natura de todas las cosas, señora de todos los elementos, principio y generación de los siglos, la mayor de los dioses y diosas del cielo […]”[2]; y ella misma hace referencia a una serie de nombres con los que le conocen distintas comunidades y naciones, pero su verdadero nombre es la reina Isis. Cabe mencionar que se presenta de una manera muy personal y cercana, explicándole a Lucio lo que respecta a su religión y a la fiesta que hacen en su honor. Dicho esto le encomienda una misión con la que, una vez cumplida, podrá transformarse de nuevo en hombre; la misión consistía en caminar en la procesión que se realizaba en su fiesta, que besara la mano de uno de los sacerdotes y que comiera de las rosas que él portaba y de esta manera volverse hombre de nuevo.

En el segundo capítulo se narra la procesión que se hacía a la diosa Isis. Se hace referencia a las personas que participaban en dicha procesión y cuál era su comportamiento dentro de ella. Los hombres iban disfrazados de diferentes personajes, mientras que las mujeres hacían actos de gracia y de armonía. Había también algunos otros que tocaban instrumentos, encendían sus velas o cantaban a los dioses. Dentro de las personas que participaban en la procesión estaban los principales sacerdotes, los cuales iban portando sus vestiduras blancas. Lucio va pasando entonces entre todos ellos y cuenta las distintas cosas que ellos traen en sus manos. Uno de estos sacerdotes traía cargando la figura en oro de su diosa soberana y una corona de rosas de las cuales podía comer Lucio. Una vez que hubo llegado hasta él, como ya estaba advertido en un sueño también de la intención de la diosa para con Lucio, con notable amabilidad dio de comer las rosas al asno.

Entonces la diosa cumplió su promesa y al cabo de una hora, el asno se transformó de nuevo en un hombre. Lleno de asombro aquél sacerdote que le había dado a comer las rosas,  como agradecimiento a la gran diosa, le invitó a unirse a la religión que ellos profesaban diciéndole: “[…] y porque seas más seguro y mejor guardado, da tu nombre a esta santa milicia y religión, a la cual en otro tiempo no fueras rogado ni llamado como ahora; así que, oblígate ahora al servicio de nuestra religión, y por tu voluntad toma el yugo de este ministerio, porque cuando comenzares a servir a esta diosa, entonces tú sentirás mucho más el fruto de tu libertad.”[3] Por estas palabras, el favor que la diosa le había concedido y debido a la solemnidad y celebraciones de aquella religión, Lucio no puede dejar de pensar seriamente en formar parte de ella. Aquí termina el capítulo número dos.

El capítulo tercero comienza diciendo cómo la fama de Lucio crece estrepitosamente debido al favor y la gracia que había recibido por parte de la diosa. Junto con ello, tiene la posibilidad de retornar a su lugar de origen y de ver a los suyos que lo creían muerto. Crece en él entonces el deseo de poder formar parte de la religión de la diosa Isis y comienza a servirle en lo que puede, cuestionándose acerca de todo lo que implicaba formar parte de la religión, pues sabía que se requería de “gran abstinencia y castidad”.

Se describe entonces un segundo sueño en el que se le revela que un sumo sacerdote le entregará una bolsa llena de ciertas cosas que le enviaban de Tesalia y se despierta preguntándose qué significaba aquel sueño. Tiene grandes deseos de poder ingresar en la religión, de recibir el hábito y de recibir el orden para poder “intervenir en los secretos sacrificios”; incluso pide explícitamente a los sacerdotes que puedan ordenarlo cuanto antes, pues grande y profundo era su deseo, el cual lo llevaba a hacer grandes sacrificios y servicios. Los sacerdotes le explican que el orden sólo lo pueden recibir aquellos que han sido elegidos por la voluntad de la diosa, advirtiendo el peligro para los que quieran recibirlo sin haber sido llamados.

Para poder recibir el orden, Lucio debía de seguir los mandamientos y las normas que la diosa y su religión le pedían; entre las cosas que él tenía que cumplir, describe así algunas: “[…] me había de abstener, guardar y apartar de todos los manjares y actos profanos y seglares, por donde más derechamente pudiese llegar a los secretos purísimos de esta sagrada religión.”[4]
Tiene por entonces otro sueño, en el cual se le anuncia que podrá recibir el orden por parte del principal sacerdote, el cual tenía por nombre Mitra, y a quien también se le reveló la posibilidad de la ordenación. Dado esto, Mitra instruye a Lucio en los secretos de la religión, lo prepara para su profesión y lo hace ayunar de carne y vino por diez días.
Se narra en la instancia final, en el cuarto capítulo, cómo Lucio lleno de vestiduras recibe la estola olímpica y celebra la fiesta de su profesión, su entrada oficial a la religión. Las fiestas se celebraron con gran alegría y de forma muy solemne. Después Lucio tiene la posibilidad de retornar a su casa, pero antes hace otra oración a la diosa, para agradecerle por todos los beneficios recibidos. Canta su grandeza y hace alusión a que es toda poderosa y es omni-presente, al terminar la oración hace una especie de promesa: “[…] pero en lo que solamente puede hacer un religioso, aunque pobre, me esforzaré que todos los días de mi vida contemplaré tu divina cara y santísima deidad, guardándola y adorándola dentro del secreto de mi corazón.”[5]

Cuando Lucio estaba ya en casa de sus padres, un sueño de la diosa volvió a interrumpir su descanso. Se le vuelve a invitar a recibir otra vez la profesión y la consagración pero ahora en una nueva religión, en la del dios Osiris, “gran dios y soberano de todos los dioses”. Sin embargo, no puede entrar de inmediato a esta religión, ya que su pobreza le impedía cumplir lo que era necesario para ingresar en ella. Se despoja de algunas alhajas y ropas y gana algo de dinero, y con lo que obtenía también por su oficio de abogar causas en lengua romana, se le admite entonces en la nueva religión. Debido a que ya había hecho su profesión y su ordenación un par de veces, Lucio comenzaba a dudar si realmente lo hacía bien y ponía en tela de juicio también su propia fe.

Entonces se le aparece una persona en otro sueño y le asegura que debe de alegrarse por lo que se le pide y se le ofrece, ya que a pocos se les concede tal don, debe sentirse bienaventurado, pues de lo que va a recibir son autores los dioses y son ellos quienes lo mandan.
Así que más convencido, realizó de nuevo su entrada y su profesión, cumpliendo con éxito lo que para ella se requería. Por último se le aparece también en sueños el dios Osiris, quien lo invita y persuade para formar parte del colegio de los sacerdotes para que “[…] tomase cargo de patrocinar y ayudar en las causas y pleitos de los que poco pueden […]”[6]; y haciendo esto, Lucio concluye afirmando “[…] me ejercitaba y servía en mis oficios y cargos, perseverando en ellos con mucho placer y alegría.”[7]



Bibliografía: Apuleyo, Lucio. La metamorfosis o El asno de oro, [trad. Diego López de Cortegana] Madrid: 1948. (Versión en PDF)



[1]  Lucio Apuleyo, La metamorfosis o El asno de oro,  trad. Diego López de Cortegana (Madrid, 1948), 186.
[2]  Apuleyo, El asno de oro, 187.
[3]  Apuleyo, El asno de oro, 193.
[4]  Apuleyo, El asno de oro, 197.
[5]  Apuleyo, El asno de oro, 200.
[6]  Apuleyo, El asno de oro, 203.
[7]  Apuleyo, El asno de oro, 203.

Apuleyo, “Metamorfosis”, X libro.



Esta obra nos relata una historia, que nos envuelve y  transporta a la idea del autor. El libro décimo nos hace estar atentos a lo que va aconteciendo en la historia, a través de relatos que son muy interesantes.
 En la primera parte del libro nos cuenta que un caballero lleva al asno a residir en una ciudad, en la cual sucedió un acontecimiento: una mala mujer, por amor y pasión, le pide a su hijastro  tener relaciones sexuales para satisfacer su deseo, la madrasta se expresa de la siguiente manera: “tus ojos, que entraron por los míos a lo íntimo de mis entrañas, mueven un cruel entendimiento en mi corazón, por lo cual te ruego que hagas mancilla de quien por tu causa, y no te espante que pecas contra tu padre… te ruego, porque lo que nadie sabe no se puede decir que es hecho”.[1]
En general este relato se expresa de la siguiente manera: La madrastra ardía en fiebres por desear a su hijastro, pero ella temía que lo rechazara. La mujer hizo que su marido se ausentara de casa y exigió la satisfacción de su deseo a su hijastro, pero se dio cuenta de que sus tentativas eran nulas, por tanto se propuso matarle. Envió a su esclavo por un veneno y lo mezcló en su vino, que por error  bebió el hijo menor. La malvada madrastra acusó del envenenamiento a su hijastro porque él no había accedido a sus provocaciones. En el juicio, el médico que preparó el veneno advirtió que sospechando de las intenciones del esclavo, no le dio veneno sino una droga somnífera. Ciertamente el joven envenenado despertó, por lo que la madrastra fue desterrada y el esclavo asesinado.
La madrasta, va en búsqueda de su satisfacción personal tanto que se enamora de su hijastro,  y le pide tener relaciones más íntimas. Pero ésta encendió en ira por la no correspondencia del hijastro, que la hace idear la muerte del mismo. Su ira se acaba cuando sus planes de envenenamiento resultan frustrados, siendo ella expulsada y su esclavo condenado a muerte.   
Después nos habla de cómo el asno fue vendido a un cocinero y un panadero. Aquel caballero que me había comprado, sin que nadie me vendiese, y me hizo suyo sin que por mí diese precio alguno… vendiome a dos siervos hermanos, sus vecinos, por once dineros”[2], y que  un día comieron buenos manjares, un caballero tomó al asno y lo encargó a uno de sus criados, quien le enseñó técnicas “… a mí diome a otro su criado muy privado suyo y rico… primeramente me enseñó a estar a la mesa sobre el codo; después también me enseñó a luchar y a saltar, alzadas las manos, y porque fuese cosa maravillosa, me enseñó a responder a las palabras por señales”.[3]
Posteriormente el asno relata el estado de su señor, y cómo vino a la ciudad de Corinto, tuvo contacto con una mujer que por aquella noche alquiló al asno para tener relaciones con él y lo expresa con estas palabras : “ella se deleitó y maravilló tanto, que poco a poco se enamoró maravillosamente de mí, y no tomando medicina ni remedio alguno para su loco amor y deseo, ardientemente deseaba estar conmigo y ser otra Pasifae de asno, como fue la otra del toro… ella concertó con aquel que me tenía a cargo que la dejase una noche conmigo y que le daría gran precio por ello”.[4]  
La noticia de que un asno tuviera tan refinado gusto y paladar llegó a oídos del príncipe. Desde entonces, Lucio fue la máxima atracción, mientras que se saturaba de manjares y vino. Una rica dama vio las circunstancias del asno y se las arregló para satisfacer  el apetito sexual que le había despertado el animal. Tal acontecimiento zoofílico se presentaría en público, lo que superó el orgullo de Lucio.
Lo que interesa de este relato es que la mujer al igual que en la  narración en la primer parte buscan una manera de satisfacerse  y de saciar el deseo que los acecha, tal vez con el fin de ser felices, o de un capricho pasajero pero en esta ocasión con un animal.
En el último capítulo,  cuenta la solemne fiesta que se celebraba en Corinto,  y cómo estando listo el teatro, el asno, que iba a participar en el acto sexual frente al público, huyó sin que nadie se diera cuenta. Esto fue por lo que huyó: “la vergüenza que tenía de echarme públicamente con una mujer, y también haber de juntarme con una hembra tan sucia y malvada… así, que poco a poco comencé a retraer los pies furtivamente, y cuando llegué a la puerta de la ciudad, que estaba cerca de allí, eché a correr cuanto pude muy apresuradamente, y andadas seis millas, en breve espacio llegué a Zencreas”.[5]
En conclusión, tomando las mismas palabras del libro, “has de saber que no lees fabulas de cosas bajas, sino tragedias de alto y grandes hechos y que has de subir de comedias a tragedias”. [6] De cierta manera sí lo es, los textos son historias de hechos y acontecimientos que relatan, desastre, y desesperación, que son consecuencias de deseos vanos surgidos por personas que no encuentra la satisfacción en lo que tienen.



Bibliografía:
Lucio Apuleyo, La metamorfosis o el asno de oro, [traducido por Diego López de Cartagena], Madrid, Ed. Espasa Calpe, 1949 (versión en pdf).


[1] Lucio Apuleyo, La metamorfosis o el asno de oro, [traducido por Diego López de Cartagena], Madrid, Ed. Espasa Calpe, 1949 (versión en pdf). Pág. 156
[2] Ibíd. Pág. 171
[3] Lucio, op. cit.  Pág.173
[4] Ibíd. Pág. 175
[5] Ibíd. Pág. 184
[6] Lucio, op. cit.  Pág. 164