jueves, 10 de enero de 2013

Lucio Apuleyo – El asno de oro – Libro XI


En el capítulo primero del libro XI, Lucio Apuleyo aparece aún como asno en uno de los varios sueños que contará en este último libro. Narra cómo se encuentra con la Luna, a la cual considera una “diosa soberana”. Dice que todas las cosas que respectan a la humanidad están regidas por su providencia y que la cantidad de cuerpos que existen, están a razón de si su tamaño aumenta o disminuye.
Comienza entonces con una serie de súplicas y de ruegos hacia la diosa, elogiándola de diversas maneras: haciendo referencia a sus obras y enunciando sus cualidades. De esta manera le pide encarecidamente que le quite la apariencia de asno y le devuelva la forma de hombre: “[…] basten ya así mismo los peligros, y quita esta cara maldita y terrible de asno, y tórname a mi Lucio y a la presencia y vista de los míos […]”.[1]

Después de la oración de Lucio, se presenta la diosa ante él y le hace una contestación a sus peticiones, no sin antes presentarse a ella misma así: “[…] madre y natura de todas las cosas, señora de todos los elementos, principio y generación de los siglos, la mayor de los dioses y diosas del cielo […]”[2]; y ella misma hace referencia a una serie de nombres con los que le conocen distintas comunidades y naciones, pero su verdadero nombre es la reina Isis. Cabe mencionar que se presenta de una manera muy personal y cercana, explicándole a Lucio lo que respecta a su religión y a la fiesta que hacen en su honor. Dicho esto le encomienda una misión con la que, una vez cumplida, podrá transformarse de nuevo en hombre; la misión consistía en caminar en la procesión que se realizaba en su fiesta, que besara la mano de uno de los sacerdotes y que comiera de las rosas que él portaba y de esta manera volverse hombre de nuevo.

En el segundo capítulo se narra la procesión que se hacía a la diosa Isis. Se hace referencia a las personas que participaban en dicha procesión y cuál era su comportamiento dentro de ella. Los hombres iban disfrazados de diferentes personajes, mientras que las mujeres hacían actos de gracia y de armonía. Había también algunos otros que tocaban instrumentos, encendían sus velas o cantaban a los dioses. Dentro de las personas que participaban en la procesión estaban los principales sacerdotes, los cuales iban portando sus vestiduras blancas. Lucio va pasando entonces entre todos ellos y cuenta las distintas cosas que ellos traen en sus manos. Uno de estos sacerdotes traía cargando la figura en oro de su diosa soberana y una corona de rosas de las cuales podía comer Lucio. Una vez que hubo llegado hasta él, como ya estaba advertido en un sueño también de la intención de la diosa para con Lucio, con notable amabilidad dio de comer las rosas al asno.

Entonces la diosa cumplió su promesa y al cabo de una hora, el asno se transformó de nuevo en un hombre. Lleno de asombro aquél sacerdote que le había dado a comer las rosas,  como agradecimiento a la gran diosa, le invitó a unirse a la religión que ellos profesaban diciéndole: “[…] y porque seas más seguro y mejor guardado, da tu nombre a esta santa milicia y religión, a la cual en otro tiempo no fueras rogado ni llamado como ahora; así que, oblígate ahora al servicio de nuestra religión, y por tu voluntad toma el yugo de este ministerio, porque cuando comenzares a servir a esta diosa, entonces tú sentirás mucho más el fruto de tu libertad.”[3] Por estas palabras, el favor que la diosa le había concedido y debido a la solemnidad y celebraciones de aquella religión, Lucio no puede dejar de pensar seriamente en formar parte de ella. Aquí termina el capítulo número dos.

El capítulo tercero comienza diciendo cómo la fama de Lucio crece estrepitosamente debido al favor y la gracia que había recibido por parte de la diosa. Junto con ello, tiene la posibilidad de retornar a su lugar de origen y de ver a los suyos que lo creían muerto. Crece en él entonces el deseo de poder formar parte de la religión de la diosa Isis y comienza a servirle en lo que puede, cuestionándose acerca de todo lo que implicaba formar parte de la religión, pues sabía que se requería de “gran abstinencia y castidad”.

Se describe entonces un segundo sueño en el que se le revela que un sumo sacerdote le entregará una bolsa llena de ciertas cosas que le enviaban de Tesalia y se despierta preguntándose qué significaba aquel sueño. Tiene grandes deseos de poder ingresar en la religión, de recibir el hábito y de recibir el orden para poder “intervenir en los secretos sacrificios”; incluso pide explícitamente a los sacerdotes que puedan ordenarlo cuanto antes, pues grande y profundo era su deseo, el cual lo llevaba a hacer grandes sacrificios y servicios. Los sacerdotes le explican que el orden sólo lo pueden recibir aquellos que han sido elegidos por la voluntad de la diosa, advirtiendo el peligro para los que quieran recibirlo sin haber sido llamados.

Para poder recibir el orden, Lucio debía de seguir los mandamientos y las normas que la diosa y su religión le pedían; entre las cosas que él tenía que cumplir, describe así algunas: “[…] me había de abstener, guardar y apartar de todos los manjares y actos profanos y seglares, por donde más derechamente pudiese llegar a los secretos purísimos de esta sagrada religión.”[4]
Tiene por entonces otro sueño, en el cual se le anuncia que podrá recibir el orden por parte del principal sacerdote, el cual tenía por nombre Mitra, y a quien también se le reveló la posibilidad de la ordenación. Dado esto, Mitra instruye a Lucio en los secretos de la religión, lo prepara para su profesión y lo hace ayunar de carne y vino por diez días.
Se narra en la instancia final, en el cuarto capítulo, cómo Lucio lleno de vestiduras recibe la estola olímpica y celebra la fiesta de su profesión, su entrada oficial a la religión. Las fiestas se celebraron con gran alegría y de forma muy solemne. Después Lucio tiene la posibilidad de retornar a su casa, pero antes hace otra oración a la diosa, para agradecerle por todos los beneficios recibidos. Canta su grandeza y hace alusión a que es toda poderosa y es omni-presente, al terminar la oración hace una especie de promesa: “[…] pero en lo que solamente puede hacer un religioso, aunque pobre, me esforzaré que todos los días de mi vida contemplaré tu divina cara y santísima deidad, guardándola y adorándola dentro del secreto de mi corazón.”[5]

Cuando Lucio estaba ya en casa de sus padres, un sueño de la diosa volvió a interrumpir su descanso. Se le vuelve a invitar a recibir otra vez la profesión y la consagración pero ahora en una nueva religión, en la del dios Osiris, “gran dios y soberano de todos los dioses”. Sin embargo, no puede entrar de inmediato a esta religión, ya que su pobreza le impedía cumplir lo que era necesario para ingresar en ella. Se despoja de algunas alhajas y ropas y gana algo de dinero, y con lo que obtenía también por su oficio de abogar causas en lengua romana, se le admite entonces en la nueva religión. Debido a que ya había hecho su profesión y su ordenación un par de veces, Lucio comenzaba a dudar si realmente lo hacía bien y ponía en tela de juicio también su propia fe.

Entonces se le aparece una persona en otro sueño y le asegura que debe de alegrarse por lo que se le pide y se le ofrece, ya que a pocos se les concede tal don, debe sentirse bienaventurado, pues de lo que va a recibir son autores los dioses y son ellos quienes lo mandan.
Así que más convencido, realizó de nuevo su entrada y su profesión, cumpliendo con éxito lo que para ella se requería. Por último se le aparece también en sueños el dios Osiris, quien lo invita y persuade para formar parte del colegio de los sacerdotes para que “[…] tomase cargo de patrocinar y ayudar en las causas y pleitos de los que poco pueden […]”[6]; y haciendo esto, Lucio concluye afirmando “[…] me ejercitaba y servía en mis oficios y cargos, perseverando en ellos con mucho placer y alegría.”[7]



Bibliografía: Apuleyo, Lucio. La metamorfosis o El asno de oro, [trad. Diego López de Cortegana] Madrid: 1948. (Versión en PDF)



[1]  Lucio Apuleyo, La metamorfosis o El asno de oro,  trad. Diego López de Cortegana (Madrid, 1948), 186.
[2]  Apuleyo, El asno de oro, 187.
[3]  Apuleyo, El asno de oro, 193.
[4]  Apuleyo, El asno de oro, 197.
[5]  Apuleyo, El asno de oro, 200.
[6]  Apuleyo, El asno de oro, 203.
[7]  Apuleyo, El asno de oro, 203.

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