lunes, 17 de junio de 2013



Layla y Majnún
(Nizami)


La historia de Layla y Majnún es una  obra célebre escrita por una de las grandes figuras de literatura persa, Nizami. Nacido, probablemente, en Azerbaiján, hacia mediados del siglo XII, talvez entre 1140 y 1146.
Narra que existía entre los beduinos de Arabia un gran señor, un sayyid que gobernaba la tribu de los Banú Amir. Este hombre respetable, además de ser muy exitoso y poderoso, era también muy bondadoso con los pobres, pero, no obstante todo lo que poseía, sufría la pena de no tener hijos. Durante muchos años rezó y clamó hasta que sus oraciones fueron escuchadas y Dios le concedió la dicha de ser padre de un hermoso niño, al que pusieron por nombre Qays.
Su padre lo envió a la escuela; lo confió a un docto maestro, privándolo de las cosas de los niños de su edad. Pronto, Qays se convirtió en uno de sus mejores discípulos, pues dominó las artes de leer y escribir. También estudiaban allí algunas mujeres procedentes de nobles familias de distintas tribus. Entre ellas, una hermosa muchacha; esbelta como un ciprés, sus ojos brillantes, semejantes a los de una gacela. Su rostro claro y su boca menuda que  emanaba dulzura de ella. Su nombre era Layla, que significa noche en árabe. El joven quedó prendado de ella; el autor dice que se ahogó en el océano del amor antes de saber que tal  cosa existía. Le dio su corazón antes de saber qué era lo que le daba; y Layla le correspondió. En ambos se había encendido el fuego, y el fuego se reflejaba en cada uno.  Narra que se volvieron ciegos y sordos a todo, a la escuela y al mundo. Se habían encontrado el uno al otro. Eran tan felices que no contaban las horas, los días, ni las leyes del mundo. (38)
Mientras los dos enamorados le daban la espalda al mundo, bebiendo el vino del olvido y gozando de un paraíso, los ojos del mundo se volvían hacia ellos. Layla y Qays empezaron a reparar en los dedos que los señalaban; a oír los reproches, las burlas, los cuchicheos a sus espaldas, a ver ojos de extraños  que los observaban, espiaban y seguían todo el tiempo.
Entonces, decidieron proteger su amor desnudo, ocultar su mutuo anhelo, a reprimir sus miradas y cerrar sus labios. Procuraron ser cautos, pero el alma de Qays era un espejo de la belleza de Layla; intentó apartar su mirada de ella pero su corazón ya no estaba en armonía con su razón.
El muchacho no veía salida, su corazón perdió el equilibrio y al no estar con ella se volvió loco de amor, y vagaba por las calles celebrando las bellezas de Layla, cantando canciones melancólicas de las que suelen cantar los desdichados. Cuando pasaba, la gente en torno suyo le gritaba “Mirad, viene el loco, viene Majnún…Majnún”, que quiere decir “loco”, pero eso, a él no le importaba. Sólo sufría a causa de su amada, pero ella ya estaba muy lejos de él (40).
Esta situación llegó a ser demasiado para la familia de Layla pues, el honor, no sólo de la familia, sino de la tribu se veía afectada. Le impidieron ver a Qays, la retuvieron en casa, la vigilaban atentamente y procuraban que Qays no tuviera ninguna oportunidad de verla. Layla tuvo que ocultar la tristeza de su corazón.  Aunque intentaba verla, esto era casi imposible, sólo algún encuentro breve y a distancia se les permitió a los enamorados.
Su desesperación lo volvía cada vez más desquiciado y continuó vagando por las montañas de Najd, cada vez con más frecuencia, conviviendo con las bestias del campo. Su padre lo buscaba desgarrado de tristeza. Lo encontró, y al enterarse del sufrimiento que experimentaba su hijo por una mujer, quiso, primero, llevarlo a la Meca a pedir a su Dios por la serenidad de su alma. Al no tener éxito,  decidió visitar la tribu a la que pertenecía Layla e ir en son de paz a hablar con su  padre para pedirle la mano de su hija, a cambio de todo lo que éste le pidiera, pues, no había nada más valioso para el anciano que la felicidad de su hijo.  El padre de Layla no aceptó, pues, ¿Cómo habría de aceptar como yerno a un loco como Majnún? Cabizbajo y sumamente triste se retiró el anciano del lugar.
Majnún se volvió a escapar. Esta vez fue peor; se confundía con las bestias del campo, ya no parecía humano.
Pasó el tiempo y un día conoció a un hombre  llamado Nawfal, príncipe de la garganta en donde se ocultaba, guerrero valiente, pero con un corazón noble para sus amigos, al salir a cazar se sorprendió de ver que aquél que era semejante a un animal, era el mismo Majnún. Lo llamó, lo hizo su amigo y lo llevó consigo para curarlo, además de prometerle que haría hasta lo imposible por conseguir  que su amada y él estuvieran juntos; si no era por la buena, sería entonces por la mala. Y así lo hizo. Una vez que, hablando con el padre de Layla no consiguió respuesta favorable, prosiguió a declararles la guerra. Empeoraron las cosas. la guera fue desgastante y no se logró nada. Majnún nunca estuvo de acuerdo.
Nuevamente, Majnún le dio la espalda al mundo y volvió a refugiarse en su guarida, con las bestias que ya eran su familia y que, además, le obedecían. Era como su rey. A veces lo visitaba algún conocido y lograban que regresara con los suyos, con su padre, pero él no soportaba mucho tiempo y volvía a su lugar.
Un día, su padre no resistió más y murió sin poder ver más a su hijo. Majnún, al enterarse, sufrió mucho, mucho, y lamentó no haber estado con su padre los últimos días de su vida.
Mientras tanto, por conveniencia o por seguridad, a Layla la comprometieron con un hombre muy  rico y poderoso Ibn Salâm. Ella aceptó casarse con él, pues, no podía ni debía rebelarse, su permanencia en la tribu estaba de por medio.
Él le ofreció todo lo que poseía, su reino, sus riquezas, su protección. Ella no podía ofrecerle nada. Se había prometido a sí misma, que se guardaría para su amado, para Majnún. Ibn Salâm  sabía que no podía, ni debía tocarla, pero se conformaba con tenerla cerca, con admirarla; porque a pesar de su rechazo, la amaba. No perdía las esperanzas de hacerla suya, y le insistía constantemente, e incluso, un día trató de tomarla por la fuerza y ella arremetió contra él. Ibn Salâm se arrepintió y ella lo perdonó. Pero, mientras los ojos de Ibn Salâm buscaban a Layla, los de ésta sólo deseaban ver nuevamente el rostro de su amado.
Majnún se enteró, por un visitante anciano que Layla se había casado con otro y, aunque la noticia pareció destrozarle el corazón, éste hombre le dio la buena nueva: Layla, por temor se había casado, pero lo seguía amando con todas sus fuerzas y se había guardado para él todo ese tiempo. Esto le dio paz a Majnún y fuerzas para seguir adelante. El anciano sirvió de mensajero entre los enamorados.
Layla, en una ocasión,  planeó una cita para verse con Majnún por medio del mensajero.  Valía la pena correr cualquier riesgo por unos instantes volver a escuchar la voz de su Majnún. Y así fue, sólo pudo escuchar sus poemas a diez metros de distancia, ninguno quiso ir más allá por temor a ser consumidos por el fuego que ardía dentro de ellos. Majnún huyó.
Ibn Salâm  cayó enfermo a causa del amor; de la desdicha de no poseer lo que era suyo. No aguantó más y murió. Ahora Layla era libre, libre para llorar, no a su esposo, al que le había tenido compasión, sino al que siempre había amado. Aprovechó la costumbre entre los Árabes de llorar y guardar luto a los esposos por dos años para desahogar todo lo que llevaba dentro y que no podía sacar.
Y así, como en el otoño se caen las hojas, los paisajes lucen secos y amarillentos; sucedió que a Layla le llegaron los años de madurez. Y, al ver que la muerte estaba cerca, confesó a su madre la causa de todo su dolor y el secreto de su amor. Le hizo varios encargos para el momento de su partida; entre ellos, que cuando Majnún vinera a verle, ya en la tumba, lo consolara y lo tomara cual si fuera su propio hijo.
 Cuando la muerte hubo sellado sus labios, la aflicción de su madre no conoció límites.
Sucedió que como Layla había predicho. Cuando Majnún se enteró de la muerte de su amada, corrió hacia donde estaba ella y al verle muerta se retorcía de dolor y exclamaba: “¡Oh flor mía, te marchitaste antes de florecer; tu primavera fue tu otoño; apenas vieron tus ojos este mundo!”.
Pasó el tiempo, no se sabe cuánto, pero Majnún se desvaneció y permaneció sobre la tumba de Layla muerto en vida. Las bestias lo custodiaban. Nadie supo en qué momento su alma expiró y volvió al polvo. Nadie lo molestó. Se reunió por fin con su amada.
Una vez que las bestias se fueron alejando una a una, la gente comenzó a visitar la tumba, llorando, desgarrándose las vestuduras y lamentándose por esa triste historia de amor.

                       

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