Alimentación en la Edad Media
Durante la Edad Media, las familias vivían de su ganado y de sus derivados (huevo, leche, carne), sobre todo, la clase campesina, así como de los productos de sus cacerías; siendo ésta una de las principales fuentes de alimentación[1]. Asimismo, se practicaba la pesca (en las zonas costeras, además de la carne, las clases altas disfrutaban en sus banquetes de distintas clases de pescado, en especial aquellos presentados y adornados con especias, ingrediente imprescindible en cualquier mesa de esta clase). (Molina). La horticultura, la ganadería silvestre, la ovina, el cultivo cerealista (el trigo) y la arboricultura (la vid y el olivo), eran otras fuentes de alimentación.
La población medieval heredó, de las culturas griega y romana, parte de las costumbres alimentarias, donde predominaban los productos de origen vegetal a base de gachas de harina (cocido de avena u otros cereales), pan, vino, aceite y hortalizas; ello complementado con un poco de carne que ellos mismos cazaban y, sobre todo, queso (generalmente de cabras y de cameros). De estos últimos consumían también su carne.
También heredaron, de la civilización romana, la elaboración de bebidas fermentadas obtenidas a partir de cereales (cerveza), de frutas del bosque (sidra) o de leche de yegua. También, era el vino -la bebida más consumida, pues el agua, al no estar tratada, podía provocar enfermedades-, el aceite y el vinagre, el pan -de distintos colores que correspondían a las diversas calidades-, la miel para endulzar los alimentos y la sopa, que era el plato más consumido y cocinado[2].(Molina)
Gracias a fenómenos como las peregrinaciones, las Cruzadas y la movilidad entre órdenes religiosas, en la Edad Media se introdujeron en España nuevas especias y productos como el jengibre, la canela, la nuez moscada, el azafrán o la pasta, que pudieron disfrutar sólo algunos privilegiados. Estos ingredientes se consideraban productos de lujo, ya que su transporte desde el lejano Oriente y África llevaba consigo costosos gastos. (Molina)
Para su conservación, los ciudadanos medievales, debían tratar los alimentos con sal o el secado. Así, algunos historiadores apuntan a que el gran gusto que se tenía en esta época por las salsas y las especias respondía a una necesidad de ocultar el sabor a veces casi putrefacto de los alimentos. Sin un sistema de refrigeración es lógico pensar en soluciones para no derrochar alimentos.
La clase social a la que se pertenecía marcaba la alimentación del grupo, especialmente en los siglos altomedievales. (Molina)
Los clérigos, fieles a la austeridad y la pobreza, comían los productos que les reportaban sus huertos, las tierras arrendadas y la caridad de los vecinos. La carne era escasa en sus mesas, no tanto por no poder pagarla, sino por las restricciones propias de la religión, como en tiempos de Cuaresma. (Molina)
En cuanto a las costumbres, gracias a Frugoni, reputada medievalista, hoy sabemos que el tenedor fue un invento de la Italia de la Edad Media. Un instrumento utilizado para poder comer adecuadamente la pasta, la gran herencia que hoy, comparando las recetas antiguas y las más modernas, no ha perdido un ápice de su original composición y textura. Antes de la generalización de esta herramienta, los alimentos se ingerían en su mayoría con las manos, a excepción de la sopa y los guisos, comida con las que se utilizaba cucharas, normalmente de madera. Asimismo, la invención de las panaderías pastelerías (Molina)
Existían, además, ciertas formas marginales de explotación de los bosques y de las ciénagas, pero la economía dominante marcaba las prácticas prioritarias de cultivo, prácticas que estaban revestidas, también de un carácter Ideológico. Por el contrario, en la cultura alimentaria de las poblaciones célticas y germánicas, los alimentos de origen animal tenían una importancia capital.
Estos pueblos practicaban -y promovían ideológicamente- una economía caracterizada, esencialmente, por la silvicultura y el pastoreo, basada, por tanto, en la explotación de los bosques y de los pastos naturales y no en las actividades de cultivo de la tierra.
La Alta Edad Media vio predominar un modelo «mixto» de régimen alimentario, en el que los cereales y las legumbres u hortalizas coexistían con la carne y el pescado, todos con el mismo grado de importancia, todos igualmente indispensables para asegurar la supervivencia cotidiana de la mayoría o el placer de la elite. Supervivencia o placer: la alternativa indica, evidentemente, la discriminación social. Pero, debe subrayarse que, en el curso de la Alta Edad Media, todo el mundo, tanto campesinos como señores podían beneficiarse todavía de la variedad y de la diversificación del régimen alimentario. Esto se explica por la confluencia de dos factores decisivos. Por una parte, los recursos medioambientales y alimentarios eran suficientemente abundantes (y variados) para una población que había comenzado a disminuir en el curso de la Antigüedad tardía, de manera que el menor número de personas que alimentar compensaba el nivel técnico elemental en el que se encontraba el sistema de producción.
Perfectamente coherentes y conscientes, estos dos modelos alimentarios se oponían el uno al otro, como signos de identidad y de diferenciación cultural: a la ideología de la civilización urbano-rural respondía la mitología del bosque y de la vida “salvaje», y a la tríada pan-vino-aceite, necesaria y más que suficiente para definir el espacio de la «civilización» en la que se desarrollaron los mundos griego y latino, equivalía, en el ambiente céltico y germánico, la epopeya del cerdo, concebido como el origen de la vida y como la esencia misma del alimento y de la nutrición. En apariencia, se pretendía resaltar la oposición entre «cultura» y «naturaleza», pero en realidad se trataba de la confrontación de dos culturas diferentes. En el curso de la Alta Edad Media, esta oposición persiste. Hay, sin embargo, cierto acercamiento, gracias a un doble proceso de integración -una especie de aculturación recíproca que comienza en el siglo V o VI y se completa en los siglos siguientes.
[1] Jacques Le Goff y Jean Claude Schmitt, Diccionario razonado del Occidente Medieval.
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