Esta es la
historia de Inocencio, un hombre inteligente y astuto que mediante el engaño y su
imagen de calidez logró unir a la cristiandad en una sola Iglesia. Para tal
propósito tuvo que “conciliar” y asesinar a musulmanes, herejes y príncipes
infieles. Todas sus acciones y atrocidades fueron justificadas por haber
logrado la libertad de la Iglesia Católica Romana de la invasión del Imperio
germano. No sólo logró convencer a la cristiandad de ser el sucesor de San
Pedro sino el representante de Jesucristo en la Tierra. Sin embargo, el poder
que concentró para consolidar el Estado Pontificio en Roma, fue el mismo que lo
llevó a su decadencia y a ser víctima de sus propios seguidores, los cuales promovieron
su muerte.
El sueño de Inocencio,
la novela histórica de Gerardo Laveaga, narra la vida de Lotario de Segni, un destacado
estudiante de teología de la Universidad de Bolonia, Italia, en el año 1198
a.c., quien cuestionaba a su magister, Huguccio
de Pisa, ¿Quién era más poderoso, el
Emperador o el Papa? Una pregunta difícil de contestar debido a que en ese
tiempo el emperador Enrique VI había mandado asesinar al Papa Gregorio VII y la
Iglesia Católica estaba a punto de ser absorbida por el Imperio germano.
Lotario, hijo
de una familia acomodada, vivió su vida en un dilema: asumir el cargo como
príncipe de la familia Segni o seguir con su carrera eclesiástica y entregarse
por completo a la Iglesia y al Dios todopoderoso. Durante su vida como
universitario conoce una hermosa y atractiva joven de nombre Bruna, la cual
estaba vinculada a los llamados cátaros del sur de Francia, quienes eran
considerados por la Iglesia como herejes. Lotario se enamoró de Bruna y con
ella experimento los placeres de la vida terrenal. No obstante, hubo una
ruptura de pareja luego de que Iglesia en su lucha contra la herejía arrasara
con poblados y asesinara a la familia de
Bruna. No fue la única mujer en la vida de Lotario, también otra dama de nombre
Otolina, tuvo su incidencia en su corazón y sus decisiones.
Tiempo
después, Lotario conoce a un monje erudito de nombre Ángelo, con el cual compartió vivencias en su
formación como diácono, así como aventuras con mujeres propias de jóvenes bien
parecidos. Ángelo tuvo una fuerte influencia en los pensamientos y acciones de
Lotario. Los textos de la Ética y la Metafísica de Aristóteles así como las Meditaciones de Marco Aurelio, que en
ese tiempo eran prohibidas por la Iglesia, formaban el repertorio de textos
clásicos de Ángelo, ávido lector de San Agustín. Sin embargo, luego de unos
años Ángelo falleció a cusa de un ataque de un lobo durante sus recorridos por los
bosques de Europa, pero su pensamiento y sus recuerdos quedaron para siempre en
la mente de Lotario.
Pasaron los
años y el Papa Clemente III; viejo, cansado y a punto de morir, veía como la
Iglesia Católica perdía territorio e influencia en Europa y su capacidad de
maniobra en la Guerra Santa en Medio Oriente. Era momento entonces de elegir a
otro Papa. Mientras tanto, Lotario ya contaba con una experiencia como asesor
del pontífice debido a sus vastos conocimientos, capacidad diplomática y de
interlocución con otros principados. Estas cualidades, los buenos resultados
obtenidos así como las aportaciones que la familia Segni otorgaba de manera
permanente a la Santa Sede, fueron puntos a favor para que Lotario fuera tomado
en cuenta como candidato a nuevo Papa. Antes de morir, Clemente III encomienda
a su sobrino (Lotario) la titánica tarea de salvar a la Iglesia Católica.
Lotario de Segni y Juan de Salerno son los candidatos que disputan el mando de
la Santa Sede. La pregunta fue: ¿Cómo reconstruir la autoridad de la Iglesia? Y
la mejor respuesta la tuvo Lotario: “la amenaza para la cristiandad no son los
musulmanes o infieles, sino la ambición de los príncipes cristianos”[1].
Con esta maniobra política y argumentativa, Lotario demostró a los Obispos de
todas las regiones de Europa que él cumplía a cabalidad con el perfil del nuevo
Pontífice. Fue así como Lotario de Segni se convirtió en Inocencio III, retomando
la memoria histórica de sus antecesores pontífices Inocencio I y II; y desde luego, como un
homenaje a su amigo Ángelo recordando sus palabras:
“Inocencio. Es un nombre engañoso. Una
careta de calidez. Además, el Papa que reinaba cuando Alarico saqueó Roma,
cuando más desorden hubo en el mundo, se llamaba Inocencio. La Iglesia se
desmoronaba, como ahora, y él consiguió que subsistiera a pesar de todo, que se
fortaleciera ante el embate de sus enemigos… Me gusta lo que representa. Luego
hubo otro Inocencio, igualmente astuto, pero menos espectacular, que se enfrentó
a un nuevo cisma. Inocencio es un nombre que conjura la desunión.”[2]
Siguiendo con
las enseñanzas de su magister, Inocencio
tenía claro que “el Derecho se ha concebido para justificar las decisiones del
más fuerte (…) y sólo es útil cuando las dos partes tienen la misma fuerza”[3],
en este caso era necesario equilibrar la fuerza de la Iglesia con la del
Imperio Germano. Para lograr este objetivo, Inocencio III hizo maniobras
políticas e intervino en la elección de principados a favor de Roma, reformó los Estatutos de la Iglesia; modificó el Credo
inculcando no sólo creer en un “solo Dios Padre Todo poderoso, creador del
cielo y de la tierra sino de todo lo visible e invisible”[4].
Todo esto con un solo fin: acumular aliados para abrir frentes de guerra contra
los cátaros, musulmanes y el desde luego, contra el emperador germano Felipe VII.
Según la
interpretación que Inocencio hizo de San Agustín, el pontífice no violó el quinto mandamiento: “No mataras” en las
masacres realizadas en Laguedoc, región del sudeste de Occitiana, Francia,
debido a que fue en nombre de Dios. Además,
Inocencio III “predicaba la existencia de un Dios, pero en la práctica
necesitaba dos: uno para justificar el bien y otro –el demonio- para justificar
el mal”[5].
Incluso el Papa llegó a decir que “los cátaros no estaban del todo equivocados
(…) lo cómodo, lo verdaderamente cómodo, sería que Dios existiera. Sólo tendría
que ponerse en sus manos. Dejárselo todo a Él. Pero el problema, lo sabía era
suyo. No del diablo, ni de Dios”[6].
Después de
años de persecución, matanzas y guerra contra los enemigos de la Iglesia, Inocencio
logró recuperar los territorios de los Estados Pontificios y centralizar el
poder en Roma. Pero su ambición de unir a las iglesias de Occidente y de
Oriente, lo llevó a invadir Constantinopla, este hecho le trajo repercusiones y
contradicciones entre sus aliados, quienes se sentían utilizados por la Iglesia
y las maniobras del Obispo de Roma. Así comenzó
la decadencia de Inocencio III, entre disputas de poder de sus allegados.
Viejo, cansado
y enfermo, Inocencio III tenía alucinaciones y su conciencia no dejaba de
recordarle la traición a sus ideales de joven universitario, pero sobre todo la
traición a su entrañable amigo Ángelo, a quien juró luchar por un mundo mejor y
más justo. Inocencio III quiso “rectificar”
el camino recorrido por la Iglesia y remendar los abusos y errores cometidos en
nombre de Dios. Sin embargo, sus allegados más cercanos encabezados por su
sobrino Ugolino -un Obispo inteligente y astuto- consideraban que el Papa ya no
podía seguir al frente de la Iglesia y era necesario preparar su relevo por sus
incoherencias y alucinaciones. Un día después de muchos años, inesperadamente
volvió Bruna, la amante de juventud de Inocencio, ya no era la joven atractiva
y hermosa, pero seguía siendo la persona
más crítica contra la Iglesia y las acciones de Inocencio. Luego de las
reclamaciones al Papa, Bruna le dio de beber una sustancia diluida en agua
que lo durmió para siempre. El plan de Ugolino y su grupo se llevó a cabo con
éxito.
Finalmente,
Ugolino tomaría las riendas de la Iglesia Católica y estaba convencido de
seguir con la lucha cristiana. Fue entonces cuando recordó las palabras de
Inocencio III: “la verdad como platicamos hace tanto tiempo no existe. Por eso
tengo que inventarla todos los días para tantos desdichados. Ellos la necesitan
para alcanzar la felicidad”[7].