jueves, 1 de marzo de 2012

Felicidad griega y felicidad cristiana


El ideal de la vida humana ha tenido diferentes concepciones desde la Antigüedad. La poesía homérica permite afirmar que la antigua Grecia fue un mundo gobernado por el destino o por los dioses, en el que el sufrimiento y la incertidumbre formaron parte sustantiva en la vida del hombre. El destino y el capricho divino amenazaban las intenciones humanas, es decir, la felicidad quedaba en manos de la divinidad, a la que no se debía contrariar. El propósito fundamental de la vida del griego no consistía en labrar su propia vida sino en soportarla, y sólo aquellos que lo lograban podían considerarse afortunados y felices.
            Para los antiguos griegos, la felicidad es algo que sucede y sobre lo que no tenían control alguno. Sin embargo, a diferencia de otras culturas contemporáneas que eran gobernadas por monarcas poderosos, los griegos tendieron a gobernarse a sí mismos a través de la asamblea[1]. Fue en Atenas en donde por primera vez, el hombre se propuso pensar que podía perseguir y alcanzar la felicidad para sí mismo. Sócrates afirmaba que a través de su propia conducta moral, el hombre podría ejercer control sobre su vida y encontrar la felicidad, en consecuencia, la felicidad estaba al alcance del hombre. Sócrates inaugura una aspiración fundamental que desde entonces cautiva al ser humano.
En el caso de Platón se observa una convicción a una vida futura que sigue a la muerte, y por lo tanto, era menester procurar huir lo más pronto posible a la estancia con los dioses para asemejamos a ellos en sabiduría y justicia. El pensamiento platónico centrado en la idea del Bien[2], lleva al hombre a asemejarse lo más posible a Dios, armonía suprema, es decir, la contemplación del bien en la vida futura constituye la armonía del alma, la felicidad. Por su parte, para Aristóteles todas las cosas están encaminadas a un propósito, todo lo que hacemos persigue el bien y el bien supremo es la felicidad. Un buen ser humano vive conforme a la recta razón[3], conforme a la virtud, el buen ser humano es aquél que logra ser feliz, pues la felicidad es una “actividad del alma que expresa la virtud”[4]. La felicidad no consiste en el placer, sino en la prosperidad combinada con la virtud, si bien el placer contribuye a la felicidad, es decir, los bienes externos son componentes necesarios de la felicidad de una minoría.

Durante el helenismo, en el que la pólis clásica entra en crisis, opera una gran expansión del espíritu griego al mundo romano como elemento civilizador, y se constituye, a su vez, en el preámbulo del cosmopolitismo e ideales universalizadores de la romanidad y el cristianismo. Ante el desconcierto que originó la caída de la polis, la respuesta de los filósofos postaristotélicos fue su conformación como filosofías al margen de la ciudad, blindadas y orientadas a su utilidad sistemática para una vida feliz en la Tierra, la eudaimonía.
En un mundo helenístico que percibían ajeno, hostil y de inestables fronteras, las filosofías helenísticas no solo enseñaron a pensar sino a vivir, es decir, se afirmaron como saberes de salvación. Hacia fines del siglo IV a. de C., numerosas escuelas filosóficas competían abiertamente por encontrar partidarios, ofreciendo a cambio la posibilidad de obtener la felicidad en la Tierra, la eudaimonía era el objetivo de todas ellas. Zenón y Epicuro abordan esta cuestión, planteándola como alivio del dolor humano, ellos creen que el destino y la fortuna están bajo control del hombre. Estoicos y Epicúreos afirmaron que la felicidad es una posesión humana, adoptando como punto de partida el poner en armonía la naturaleza individual a la naturaleza general y el placer, respectivamente. Esta medida la ofrecieron a quién quisiera tomarla.
Epicureísmo y estoicismo si bien, surgen como sistemas filosóficos opuestos, coinciden en postular la función de la filosofía, no como teoría sino como praxis para conseguir la felicidad a través de la verdadera libertad y el conocimiento auténtico, pues sólo aquél que practica la filosofía con rigor ascético, puede ser de verdad dichoso y libre. Ambas corrientes asumieron con pesimismo la posibilidad de una sociedad justa, buscando la eudaimonía a través del individualismo, que constituyo un rasgo característico de la época. Epicuro se interesó más por la amistad y por su parte los estoicos hicieron un esfuerzo por recobrar su contenido social. Epicuro afirmaba: “Vana es la palabra de aquel filósofo que no remedia ninguna dolencia humana. Pues así como ningún beneficio hay de la medicina que no expulsa las enfermedades del cuerpo, tampoco lo hay de la filosofía si no expulsa la dolencia del alma[5]. Esta cita da cuenta de que el epicureísmo se constituyó en una filosofía esmerada en demostrar, a la vez que afirmarse, como una inagotable fuente de consuelo capaz de inspirar al hombre. La intención de la filosofía epicúrea es claramente práctica, en consecuencia, el ideal teórico y el saber se subordinaron al saber vivir.

Mucho antes de que los romanos conquistaran Grecia en el siglo II a. de C., llevaban tiempo admirando a los clásicos griegos, sin embargo el concepto romano de felicidad (felicitas) tiene un significado que incluye los placeres y poderes mundanos. Hacia comienzos del imperio, cuando Roma alcanzó la cima de su prosperidad y poder, la expresión fue más notoria, Felicitas fue consagrada Diosa. Bajo ésta condición, Roma vive una época dominada por las pasiones desenfrenadas, la ciudad es considerada depravada y en decadencia. Los cristianos por su parte, arremetían contra la idolatría de la satisfacción y placer terrenal, pues buscaban sustituir la efímera felicitas por una felicidad perpetua. El cuerpo de Cristo era lo que le permitiría a los hombres vivir como dioses.
En el imperio romano hubo una franca oposición a la conversión de la población al cristianismo, las masacres perpetradas a los primeros conversos le confirió una nueva y radical visión de la felicidad humana. A partir de entonces el sufrimiento terrenal será condición indispensable para alcanzar la felicidad al entrar al Cielo, promesa generosa que requiere seguir los pasos de Cristo, es decir, aceptar el sufrimiento para lograr el placer celestial. El martirio constituiría el máximo distintivo del favor divino, además de un rechazo al hedonismo de la felicitas romana.
            La conversión al cristianismo del emperador Constantino en el año 313, marcó el inicio del proceso por el que el cristianismo dejó de ser una secta perseguida, para constituirse en la religión oficial del imperio. En el año 410 d. de C., con el saqueo de Roma, época en que vive Agustín de Hipona, las ideas y credos compiten abiertamente en busca de adeptos. Para Agustín, la felicidad es un estado de plenitud que el que lo experimenta no carece de nada, ni alberga deseo alguno. Ser feliz es tener a Dios dentro del alma, disfrutar de él.[6] La felicidad es pues, un Don de Dios que sólo concede en el momento de la muerte, y a unos pocos elegidos, definiendo a nuestra vida mortal como “una especie de vida en la Tierra”.
El cristianismo que dominó buena parte del mundo occidental, persistió en la idea de acceder a la felicidad a través de la adherencia a la vida cristiana, es decir, la felicidad se encuentra fuera del mundo terrenal y está reservada para los seguidores de la doctrina, pues es un Don que se concede en el momento de la muerte.



BIBLIOGRAFIA
Aristóteles, Ética nicomaquea, Losada, Buenos Aires, 2003.
Copleston, Frederick, “San Agustín. Teoría moral”, en: Historia de la Filosofía, Vol. II de San Agustín a Escoto, [Trad. del inglés de Juan Manuel García de la Mora], 6ª ed., Ariel, Barcelona, 1981.
Epicuro, Frg. 221 Us. Citado en: Relancio-Menéndez,  Alberto, “La Física y la Ética en Epicuro y Lucrecio”, en: Seminario «Orotava» de Historia de la Ciencia, año VII.
Platón, República, 479a.
Vernant, Jean-Pierre, Los orígenes del pensamiento griego, [Trad. del francés de Marino Ayerra], [Trad. de la nueva introducción Carlos Gómez González], Paidós, Barcelona, 1992.


[1] Vernant, Jean-Pierre, Los orígenes del pensamiento griego, [Trad. del francés de Marino Ayerra], [Trad. de la nueva introducción Carlos Gómez González], Paidós, Barcelona, 1992, p. 153.
[2] Platón, República, 479a.
[3] Aristóteles, Ética nicomaquea, Losada, Buenos Aires, 2003, p. 52.
[4] Ibid. p. 43.
[5] Epicuro, Frg. 221 Us. Citado en: Relancio-Menéndez,  Alberto, “La Física y la Ética en Epicuro y Lucrecio”, en: Seminario «Orotava» de Historia de la Ciencia, año VII. p. 273.
[6] Copleston, Frederick, “San Agustín. Teoría moral”, en: Historia de la Filosofía, Vol. II de San Agustín a Escoto, [Trad. del inglés de Juan Manuel García de la Mora], 6ª ed., Ariel, Barcelona, 1981, p. 88.

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