Las palabras
«místico» y «misticismo» se usan ampliamente con diversos propósitos no
relacionados entre sí. En un sentido amplio, el adjetivo «místico» denota
cualquier experiencia que las personas puedan interpretar como un contacto
directo con una realidad espiritual no humana, tanto si se cree que se trata de
la presencia de Dios como si no. En un sentido más restringido, una experiencia
es mística si la persona objeto de ella siente que está en contacto directo con
Dios Este contacto, normalmente —al menos entre los místicos cristianos y
musulmanes— está impregnado por la más intensa emoción de amor y asociado con
un fuerte deseo de lograr una unión perfecta con El. [1]
Hablar de la vida mística tiene por fuerza que resultar más complicado incluso que hablar de Dios en términos especulativos y la mayoría de los más grandes místicos resaltaron repetidamente lo desesperantemente inadecuado del lenguaje de que disponían cuando trataban de describir lo que habían vivido en sus actos de unión. La experiencia de la unión mística es un fenómeno raro, pero, aun así, puede decirse que constituye el núcleo de la vida religiosa.
Dios, en lugar de ser concebido solamente en términos especulativos, como un fundamento eterno, infinito y viviente del ser, es conocido, o, mejor aún, sentido como tal en un «contacto» directo. La misma expresión «experiencia de lo Eterno e Infinito» indica la imposibilidad fundamental de describir adecuadamente la unión mística: ¿cómo puede, en efecto, lo Eterno e Infinito «darse» auténticamente en actos que no implican nociones abstractas?
Había por lo menos tres razones, teológica, institucional y moral, por las que la expresión literaria o filosófica del misticismo encontraba obstáculos —mayores en unas circunstancias históricas que en otras— cuando aspiraba a una morada reconocida en las Iglesias oficiales. Según las enseñanzas del cristianismo, igual que en todos los credos monoteístas, la brecha finita entre el Creador y las criaturas ha sido siempre crucial; ser aceptado por Dios o estar unido a El no podía abolir la distinción fundamental y uno no podía acercarse a Dios sin admitir esta distinción, no sólo como un hecho ontológico, sino como una actitud moral y emocional también. El camino hacia Dios es a través de la humildad, el arrepentimiento, el reconocimiento de la propia naturaleza pecadora y de la impotencia propia, con la conciencia de una distancia sin fin entre uno mismo y la perfección divina, una distancia que el amor puede vencer, pero nunca eliminar.
Decir, como dijo Eckhart, “Nosotros nos transformamos totalmente en Dios y nos convertimos en Él. De modo semejante a como en el sacramento el pan se convierte en cuerpo de Cristo; de tal manera me convierto yo en Él, que Él mismo me hace ser una sola cosa suya, no cosa semejante: por el Dios vivo es verdad que allí no hay distinción alguna”[2]En los actos de sumisión voluntaria a la dirección divina, la voluntad, y así la integridad de la persona, no es aniquilada ni sustituida por Dios, y el abismo entre el Creador y la criatura, lejos de cerrarse, se hace visible de modo mucho más espectacular. Esta es la principal razón teológica de la posición ambigua del misticismo en los credos monoteístas.
Un místico no
necesita intermediarios humanos, su comunicación con el Señor es directa y por
tanto puede imaginar —como lo hicieron muchos— que es libre de prescindir de la
ayuda de los ministros. Para un místico radical que cree que la única vía
apropiada hacia Dios es buscarle dentro del corazón de uno mismo y «gustarle»
en un encuentro sin mediadores, los sacerdotes y, en realidad, toda la
organización eclesiástica son una cuestión indiferente o que debe incluso ser
considerada como un impedimento para el contacto real. El místico ve y siente a
Dios en cualquier piedra o gota de agua y por ello no necesita un trozo de pan
especial, consagrado, para ganar acceso a El. Al gozar del amor divino como un
modo de su propia existencia, no tiene razón alguna para pedir perdón dentro
del marco institucional de la confesión.
En resumen, un místico radical, por el hecho mismo de su unión con Dios y sin necesidad de decirlo, pone en duda la legitimidad y la necesidad de la iglesia, cuando no la hace parecer claramente dañina.
La desconfianza
eclesiástica hacia el misticismo es comprensible: después de todo, cualquiera,
un lunático, un maníaco ávido de poder, un alma poseída por el demonio, puede
pretender estar ungido por Dios.
Aquellos cristianos que afirmaban tener un acceso privilegiado a vías directas de comunicación con Dios se convencían fácilmente a sí mismos de que no estaban ligados por las normas usuales de conducta. Podían recurrir, y algunos lo hicieron, a la aseveración de San Pablo de que estando en gracia, ya no estaban sujetos a la ley, y podían interpretar esta gracia como libertad.[3]
El místico no quiere conocer ni desear más que a Dios y cualquier lazo con las criaturas o interés por ellas es, a sus ojos, un acto de idolatría y una barrera en su camino de perfección.
Faltan los datos editoriales del texto de Eckhart
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