Michel de Montaigne fue un filósofo y escritor francés que vivió durante el siglo XVI d.C.. Nace en el año 1533 y 38 años después, en 1571, inicia su obra culmen, Ensayos, en la que el pensador expone una multiplicidad de temas muy diversos, los cuales pudo profundizar en mayor o menor medida cada uno. Con esta obra, en cada uno de sus argumentos se da él mismo a conocer, pues él considera que es él mismo la materia de su libro. Mediante esta obra se devela su interior, aquello que ocupaba su mente. El libro fue publicado por él el 1 de marzo de 1580. Los temas que expone realmente carecen de un orden o de sistematicidad, ya que fueron escritos propiamente por el secretario de Montaigne, que escribía lo que el filósofo le iba dictando conforme a él se le venían en mente las diversas ideas.
En el capitulo catorce del libro primero, despliega un tema relacionado con el bien y el mal, con la valoración que cada persona hace de los bienes y los males. Él sostiene que “el sentimiento de los bienes y de los males depende en gran parte de la opinión que de ellos tenemos”.[1] Es decir, normalmente cuando una persona considera algo bueno o algo malo, no es porque en sí, la cosa sea buena o mala, sino porque así cada persona concibe esa cosa, sea porque lo ha aprendido, sea por alguna experiencia, etc., en fin, sea cual sea la situación, según Montaigne, juzgamos que algo es bueno porque así tenemos la opinión de eso. Entonces propone que, siendo tan personal el juicio que de algo podemos hacer (como bueno o malo), dependiendo esto de nuestra voluntad, es posible que podamos verlo todo de manera positiva y así alcanzar una felicidad mayor. Este argumento parece lógico, al punto que el autor escribe: “si las cosas se nos doblegan a nuestro arbitrio, ¿por qué inquietarnos por ellas y no acomodarlas a nuestro provecho?”.[2]
Su cuestionamiento filosófico es del todo innovador, ya que no define el mal como una carencia (como anteriormente se había hecho), sino que ahora deja al libre arbitrio del hombre el considerar algo bueno o malo. “Lo que nosotros llamamos mal no lo es de por sí, o, al menos, no lo es cual lo pensamos, depende de nosotros darle otro sentido y otro aspecto, pues todo viene a ser lo mismo”.[3] Como ejemplo pone la muerte. Para algunas personas morir es la peor derrota, el peor de los males, no obstante, la muerte es algo natural para todas las personas, de hecho representa el culmen de nuestra vida, y así, no necesariamente es un mal, sino que, para otros, dependiendo el enfoque, puede significar el cese de los sufrimientos, el paso a nueva vida, incluso: un bien. Para Montaigne, requiere tan sólo un esfuerzo del alma ver las cosas de manera positiva, de modo que sirvan para alcanzar la felicidad. De todo es posible sacar provecho, es cuestión de ver como un bien aquello que se juzga. “Así, pues, el bienestar y la indigencia dependen de la opinión de cada uno”.[4]
Posteriormente, en el capitulo veinte expone que filosofar es prepararse a morir. Para él, el sentido de la vida es el placer, la felicidad que se alcanza en el goce. Ahora bien, en esta vida, nuestro mayor obstáculo para deleitarnos de la vida es el miedo a la muerte, así pues, “toda la sabiduría y razonamientos del mundo vienen a resolverse en este punto: en enseñarnos a no tener miedo a morir”.[5] De esta manera, advierte al lector, que es una tontería tener miedo a lo inevitable y que, por lo tanto, es debido disfrutar la vida y que, incluso el mismo esfuerzo por gozar de ella es agradable. Vencer el miedo a la muerte es simple, con base en lo primeramente expuesto, sólo es preciso considerarla como algo positivo, como un bien. En realidad la muerte es el solamente el fin de nuestra carrera, el objeto necesario de nuestras vidas.[6]
Dedica también un capítulo para hablar sobre la educación de los hijos. Al respeto, Montaigne manifiesta su asombro de cómo tanta diversidad de temperamentos, de pensamientos, de doctrinas y costumbres, terminan haciendo que los niños se den cuenta de la realidad del hombre: es un ser imperfecto, con una natural debilidad, es decir, que lo que aprende, de igual manera viene a ser lo que se le da a cada sujeto en su contexto (sociedad, cultura, época), y nuevamente viene a ser un factor subjetivo dependiente de la opinión personal. Así, si para una persona algo es valioso, eso aprenderá, en cambio, otra persona puede desestimar ese aprendizaje y pasarlo por alto.
Más adelante, en el libro segundo de su obra Ensayos se introduce en un tema de relevancia para la filosofía: la inconstancia de las acciones del hombre. El pensador francés sostiene que es evidente que las acciones del hombre “se contradicen de ordinario de tan extraña manera, que parece imposible que hayan salido de la misma tienda”.[7] Con esta metáfora, lo que intenta decir, es que no parece que sea la misma persona la que está haciendo la acción. Su texto es una dura crítica a las personas que no mantienen, a fuerza de voluntad, firmeza en su actuar, en sus propósitos, en sus ideales. Muchas veces se “etiqueta” a las personas de tal o cual manera, no obstante, Montaigne asegura que eso es absolutamente absurdo, ya que, decir que alguien es de tal manera solamente porque hizo tal otra acción no significa que así sea, ya que de un momento a otro puede cambiar radicalmente su forma de actuar, debido a esa inconstancia en el vivir. “En toda la antigüedad es difícil encontrar una docena de hombres que hayan seguido un plan de vida bien fijo y seguro, lo cual constituye el fin principal de la sabiduría”. [8]
En muchos otros temas más se explaya este filósofo, como en “el arte del platicar”, “la vanidad”, apologías o comentarios sobre otros pensadores, etc. La importancia de Montaigne, entre otras cosas más, radica en que pudo ofrecer a la filosofía de su época una continuidad en las reflexiones, es decir, que retoma temas de los que ya se había hablado, para enriquecer; por ejemplo, cuando habla sobre el carácter subjetivo del bien y el mal, etc. Michel de Montaigne es un personaje de importancia fundamental para la filosofía francesa del siglo XVI d.C., pues dará pie a muchas reflexiones más en siglos posteriores.
Bibliografía
Fernández, Clemente, Los filósofos del renacimiento, Ed. BAC, Madrid, 1990, pp. 290 – 327
[1] Fernández, Clemente, Los filósofos del renacimiento, Ed. BAC, Madrid, 1990, p. 293.
[2] Ibídem, p. 294.
[3] Ibíd.
[4] Ibídem, p. 297.
[5] Ibídem, p. 299.
[6] Es necesario porque no puede ser de otra manera, inevitablemente moriremos. Es parte de nuestra condición como seres humanos: vivir incluye que algún día moriremos. Por lo tanto, por qué tener miedo a lo ineludible y necesario, que es parte de nuestra naturaleza.
[7] Fernández, Clemente, Los filósofos del renacimiento, Ed. BAC, Madrid, 1990, p. 304.
[8] Ibídem, p. 305
Me parece adecuada la propuesta que realiza Montaigne sobre el bien y el mal, de que muchos de los juicios que hacemos, los realizamos desde nuestra forma de ser, y que si son desde nuestra manera de ser los podemos cambiar, ya que son subjetivos. También es muy acertado decir que los juicios se deben de realizar hacia las acciones del sujeto, y no al sujeto mismo. Realmente pensando positivo, las cosas serán buenas para cada uno, pero creo que es ingenuo creer que todo lo existente alrededor es bueno, porque hasta de cierta manera uno se estaría engañando, los sentidos errarían al igual que las percepciones, inevitablemente hay cosas buenas al igual que malas, e infiero que reconocer algo como malo, nos da la apertura para actuar, es decir, para ponernos en acción de cómo podríamos mejorar tal o cual situación, potenciarla para que pueda ser más perfecta, ya que todo lo existente no está en acto, hay la posibilidad de elevarse. Es positivo reconocer que hay mal, pero no con una simple pasividad, sino con una corresponsabilidad que nos abra hacia una acción, hacia algo.
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