Según la tradición apoyada en Gregorio de Niza, hay dos niveles de interpretación del poema salomónico: el del sentido literal y el del espiritual (mas sólo en el segundo puede percibirse la intención divina que posee el Cantar de los cantares). Actualmente, el cristianismo asume que, después de someter el texto a una óptica espiritual, se entiende que el esposo del Cantar es Cristo, mientras que la Iglesia es su mujer, su esposa.
Sin embargo, al asumir que el poema debe leerse como una metáfora, la Iglesia, sin preverlo, ha abierto para su doctrina un rumbo peligroso. ¿Por qué la aparición de lo divino debe prepararse mediante un manejo del lenguaje que interrumpa sus posibles significaciones inmediatas? Y además, ¿por qué el sentido religioso, si es que lo hay, tendría que ser dictado entonces por la voz erótica, profana?
“Cada una de las grandes religiones históricas ha engendrado - afirma Paz-, en sus afueras o en sus entrañas mismas, sectas, movimientos, ritos y liturgias en las que la carne y el sexo son caminos hacia la divinidad. No podía ser de otro modo: el erotismo es ante todo y sobre todo sed de otredad. Y lo sobrenatural es la radical y suprema otredad”[1].
El Cantar de los cantares debe presentarse como un caso en que el lenguaje, una vez más, se ha distanciado de sí mismo, o sea, que ha renunciado a cierta literalidad, se vuelve ceremonia, se erotiza. No se puede traducir tan sólo en la dichosa relación Iglesia-Cristo. Aún si ha querido hablarnos de esa relación, los términos en que se expresa nos permiten deducir que los esposos deben inventarse mutuamente, antes de hallarse (reencontrarse). ¿A qué me refiero?
“Levántate, amada mía, hermosa mía, y ven. // Paloma mía, que te escondes // en las grietas de las rocas, // en apartados riscos, // muéstrame tu rostro, déjame oír tu voz, // porque tu voz es dulce // y amoroso tu semblante”[2].
La unión de los amantes viene precedida por la habilidad y la disposición que tengan uno y otro para equiparar los bienes, las virtudes de su amado (o más bien, su belleza) con el mundo. Así, el objeto amado no se puede presentar si no se ha abierto ya antes un espacio no sólo propicio, sino propiciante: si el esposo dice que su esposa es “como lirio entre los cardos”[3] no sólo le anuncia a los lectores el ambiente en que se encuentra su mujer, contra el que se coloca o se compara su belleza, sino que la obliga a responder: “Como manzano entre los arbustos, // así es mi amado entre los jóvenes”[4].
Juntos, al llamarse, crean un mundo independiente de esta realidad, una otredad en la que sin embargo reconocen una cara apenas descubierta, nunca vista y más profunda de su amado. A la vez, descubren la otredad en ellos mismos (“Yo soy el narciso de Sarón// y el lirio entre los valles”[5]).
Ahora bien, la invitación a la amada también se acompaña de la descripción de una atmósfera, por ejemplo:
“Acaba de pasar el invierno, // y las lluvias ya han cesado y se han ido. // Han aparecido las flores en la tierra, // ha llegado el tiempo de las canciones, // se oye el arrullo de la tórtola // en nuestra tierra. // Las higueras echan sus brotes // y las viñas nuevas exhalan su olor. // Levántate, amada mía, hermosa mía y ven.”[6]
Es tan necesaria, para el buen amor, esta invención del otro (y del espacio en que aparece), que el Cantar concluye en el encuentro de ambos, cuando no tienen que imaginarse ya: si hay una divinidad presente en el poema, ésta se da en el ritmo en que descubren el terreno poético en que se aparece ora su amante, ora su voz llamándolos… y no en la identificación (grosera) de uno con el dios y otro con los creyentes: en el poema, casi habría que preguntarse quién es dios, si él o ella, porque son igual de necesarios; uno es el espejo al que se alude para que al cantarle, el otro pueda, al mismo tiempo, describir el brote de un pequeño mundo… y ambos se compelen a cantarse porque sólo así se reconocen: el lenguaje cede a su otra voz para ello: se transforma en obra de arte, ya no es sólo un instrumento comunicativo.
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