Agustín de Hipona, filósofo y teólogo, recorrió un camino, quizás como todo pensador, en búsqueda de la verdad. Él la encontró en el Dios cristiano. El libro octavo del texto titulado Las confesiones, aparece como la narración de un momento nuclear en su recorrido, pues es en él en donde expresa su llegada a la verdad. Comienza dando gracias y alabando a Dios pues fue misericordioso con él: “Habéis roto mis ataduras, voy a contar cómo las habéis roto”.[1] En aquellos momentos Agustín se encuentra sumido en una profunda crisis que acontece, sobre todo, a nivel interno, de conciencia. Se reconoce inmerso en una confusión. Todo parecía vacilar a su alrededor, “la misma vida (el Salvador) me gustaba, pero no me sentía con fuerzas para penetrar en su estrecho desfiladero”.[2] Dentro del caos en que se encontraba él percibió que Dios lo invitaba a ver a Simpliciano, quien desde su juventud servía al Señor. Agustín quería consultarle sus incertidumbres, con el objeto de que le revelase por qué método podía avanzar por el camino que conduce a la verdad.
Para estos momentos aborrecía ya la vida disoluta que había llevado, sumisa de los placeres y de su apetito de honores y riquezas. Sin embargo, a pesar de repudiar expresamente tales perversiones, considera que el lazo que aún le ataba estrechamente era la mujer. Argumenta que con la vida conyugal tendría que preocuparse de los inconvenientes que implica, los cuales no se sentía con humor de soportar. En su corazón él lo sabe: “ya había encontrado la perla preciosa, y tenía que comprarla al precio de todos mis bienes, y aún vacilaba”.[3] Fue, pues, al encuentro de Simpliciano, que había sido para Ambrosio, el obispo de entonces, un padre en la gracia. Aquél hombre se puso a evocar sus recuerdos de Victorino: un anciano sabio, que había leído un gran número de obras filosóficas y que había sido adorador de ídolos y, sin embargo, “inclinó su frente bajo el oprobio de la cruz”.[4] Es decir, Simpliciano le narró la conversión que Victorino tuvo del paganismo al cristianismo. Cuando hubo terminado el relato de la conversión, Agustín manifiesta que ardía en deseos de imitar a aquel hombre converso.
“Después de oírlo, yo suspiraba por un descanso igual, esclavo como era de los hierros que me encadenaban, no por voluntad ajena, sino por mi propia voluntad, que también era de hierro. El enemigo tenía en sus manos mi voluntad, y con ella había forjado una cadena que le servía para atarme. Pues es la voluntad perversa la que crea la pasión, es la sumisión la que crea la costumbre, y es la no resistencia a la costumbre la que crea la necesidad”.[5]
Asegura entonces que hay en él dos voluntades, la antigua y la nueva, la una carnal y la otra espiritual, que luchaban entre sí. “El alma manda al cuerpo, y es obedecida inmediatamente. El alma se manda a sí misma, y encuentra resistencia”.[6] Él afirma que, en todo hombre, hay dos voluntades (o más) que lidian juntas. Todas esas voluntades combaten entre ellas, hasta que se forme una selección que oriente y unifique la voluntad.
Era su propia voluntad la que le había impulsado hacia donde no quería ir, sin embargo, considera que no puede alegar que el conocimiento de la verdad era todavía incierto en él, pues reconoce que por doquier Dios le hacía ver la verdad de sus palabras. Posteriormente narra cómo se llevó a cabo su conversión. Cierto día, Alipio y él recibieron la visita de un tal Ponticiano, un africano. La conversación con aquél hombre se deslizó hacia las anécdotas que relató sobre Antonio, el monje egipcio, y reveló poco a poco a ese gran hombre que era desconocido tanto para Alipio como para el propio Agustín.
“Ésta fue la narración de Ponticiano. Y Vos, Señor, mientras él hablaba me volvíais hacia mí mismo y me colocabas ante mi propia figura, para que viese cuán feo era”.[7] Para ese momento habían transcurrido ya cerca de una docena de años desde que leyera El Hortensio de Cicerón. Entonces recuerda aquellas iniquidades que antaño cometiera: “en el mismo umbral de la adolescencia, os había pedido la castidad. Había dicho: - ¡Dame la castidad, la continencia, pero no me la deis en seguida! –“.[8] Agustín pues, se encuentra desnudo ante sí mismo, bajo los reproches de su conciencia. Se oía interiormente y en él se llevaba a cabo una intensa batalla, un jaloneo constante entre su voluntad que lo inclinaba a la verdad, a Dios mismo, y su voluntad que lo inducía a mantenerse en sus vicios.
Así pues, en medio de la querella que se agitaba en su interior, se precipitó sobre Alipio y le externó su sentir a gritos: “¿Qué significa lo que acabas de oír? Los iletrados se yerguen, se apoderan del cielo a la fuerza, y nosotros, con toda nuestra ciencia sin corazón, no hacemos más que revolcarnos por la carne y la sangre”.[9] En la casa donde se encontraban había un pequeño jardín, ahí es donde en Agustín estaba ocurriendo tan tremendo conflicto. Alipio se hallaba ahí con él, pues percibía el movimiento interior que en su compañero sucedía.
En su confusión, Agustín se puso a llorar. Quería dar el paso ya hacia Dios, no obstante, lo retenían aquellas miserias de miserias, vanidades de vanidades, sus antiguas amigas. Por otro lado, en su interior resonaba un grito, impulsándolo a que se lanzara valientemente hacia el Salvador, que no tuviera miedo. “Toda esta discusión tenía lugar en mi corazón; y era un duelo entre yo y yo”.[10] Tendido bajo una higuera, estaba hecho un mar de lágrimas, mientras gritaba al Señor que se apiadara de él, pues quería dar ya el paso hacia Él. Fue entonces cuando, de pronto, escuchó una voz que repetía: “¡Toma, lee!¡Toma, lee!”.[11]
Se puso pronto de pie, la única interpretación que encontraba entonces era que una orden divina le indicaba que abriera el libro del Apóstol, y que leyera el primer capítulo sobre el cual se posaran sus ojos. Apresurado tomó el libro, lo abrió y leyó en voz baja: “No viváis en los festines, en los excesos de vino, ni en las voluptuosidades impúdicas, ni en las querellas y los celos; revestíos de Nuestro Señor Jesucristo, y no busquéis el modo de contentar a la carne en sus deseos”.[12] Narra Agustín que no quiso leer ya nada más, su corazón se sentía lleno de una luz que le daba seguridad, que disipó todas las tinieblas de su incertidumbre. Ya con el rostro serenado le contó todo a Alipio, quien había estado presente, pero a prudente distancia. En seguida fueron al encuentro de su madre y le contó lo que había ocurrido. Ella se llenó de alegría y comenzó a alabar al Señor. “Y su duelo era cambiado por Vos en una alegría mucho más abundante que la que ella esperaba”.[13]
Bibliografía
San Agustín, Las confesiones, Editorial Juventud, Barcelona, 1968, pp. 151-171
No pude evitar comentar mi propia publicación, es que es tan interesante el libro octavo que no me pude resistir. Me llamó bastante la atención cómo Agustín desarrolla el tema de las voluntades. Él argumenta que una persona tiene dos e incluso más voluntades, es decir, para él, a la hora de decidir, por ejemplo qué vamos a desayunar, tenemos varias opciones: primero el jugo, o el café, o el yoghurt, o los huevos revueltos. Y todas esas opciones que tenemos, y a las cuales no sintamos atraídos o impulsados, es lo que Agustín llama "voluntades". Yo creo que más que "voluntades" son "posibilidades de actuar" sobre las que nosotros decidimos según el criterio de nuestra conciencia moral: aquello que juzgamos mejor o más bueno es lo que haremos.
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