miércoles, 8 de febrero de 2012

Libro IX de las "confesiones" de san Agustín, breve descripción.


A lo largo de esta descripción veremos cómo Agustín comienza a dejar ciertas actividades para iniciarse en algunas nuevas que le permitan acercarse más a Dios, su vida dará un giro total puesto que también recibirá el bautismo con el cual sellará su conversión, ya más adelante sufrirá la pérdida de su madre suceso que da pie a que escriba sobre ello con gran sentimiento y llanto. Iniciemos por dirigir nuestra atención hacia un suceso particular en la vida de nuestro personaje, un suceso nada fácil sin duda alguna, se trata del momento en que abandona la cátedra de retórica para dedicarse a escribir libros con referencia a Dios.

También determiné, habiendo considerado delante de Vos, que me convenía dejar la cátedra de retórica que regentaba, pero no luego al punto y arrebatadamente, sino irme poco a poco retirando de aquella ocupación, en que con mi lengua hacia comercio de locuacidad.[1]

Aquí Agustín pretende dejar de enseñar retórica, sin embargo se encuentra con que muchos de los padres de sus alumnos no están de acuerdo con tal idea pues quieren que él continúe enseñando, por tanto decide no dejarla de manera arrebatada y de una vez por todas sino poco a poco, ante ello comienza a ser menos elocuente dentro de su arte ya que bien sabe que sus alumnos no subordinan su conocimiento a las obras de Dios sino que tienden a ser falaces en beneficio propio sin pensar jamás en hacer el bien.

Después de llegado el tiempo señalado y habiendo sufrido una enfermedad, por fin Agustín deja la cátedra de retórica y se dirige a Milán a casa de un amigo suyo llamado Verecundo quien le sede una casa de campo para que pudiera vivir ahí durante un tiempo durante el tiempo en que aguardase el bautismo

Por otro lado, Agustín relata cómo comienza a escribir libros disfrutando, según narra, de los salmos que prefiere a las soberbias doctrinas de los “cedros” como llama a los filósofos de entonces, aquí surge una oración en la cual se lamenta porque considera todo lo aprendido cual vanidad y mentira, es por eso que dirige unas palabras a su modo de vida anterior:

Y yo que fui por tanto tiempo ignorante, que amé la vanidad y busqué la mentira, por eso me estremecí todo al oír aquellas palabras por acordarme muy bien de que yo había sido tal como aquellos a quienes se dirigían. Porque en aquellos fantasmas que yo había abrazado en lugar de la verdad, no había otra cosa que vanidad y mentira.[2]

Posteriormente Agustín consulta al obispo Ambrosio sobre qué libros leer como preparación al bautismo, el libro electo fue el de Isaías, pero debido a la poca familiaridad que Agustín tenía con aquellos libros los tomó por difíciles y decidió continuar su lectura más tarde cuando aquellos textos le fueran familiares. Así después de un tiempo retorna a Milán, a su lado iban Alipio y Adeodato, quienes también se disponían a recibir el bautismo en la iglesia, lugar y momento que Agustín recuerda gratamente bajo una imagen de gozo y lagrimas.

Cabe resaltar que Agustín vive en un periodo en el que la emperatriz Justina, madre del joven emperador Valentiniano, había mandado perseguir al obispo Ambrosio, por lo que muchos fieles cristianos velaban en la catedral al cuidado de su obispo, aquí a pesar de estar ya bautizado Agustín se reconoce aún inexperto en lo que concierne a la fe, por lo que simplemente se conmovía ante tales hechos como él mismo narra. Así en medio de esta situación se encuentra con un amigo de nombre Evodio quien al igual que él era un converso, después de que su amigo vivió un tiempo con él, llegaron al acuerdo de regresar al África para realizar lo que es propio de los cristianos y dedicarse a las cosas de Dios, partieron entonces al sitio planeado, para ello hubo que realizar una parada en Ostia donde aguardaban el barco que los llevara a su destino, sin embargo es en este lugar donde Mónica, la madre de Agustín fallece, todo esto lo recuerda Agustín con gran sentimiento y narra cómo su madre era una buena educadora, esposa y cristiana, pero lo que recuerda con especial atención es un coloquio que sostuvo con ella acerca del reino de los cielos, para él fue un encuentro magnífico al que cataloga de sublime, sin embargo es en uno de esos momentos en los que conversaba con su madre cuando ella le anuncia su partida de este mundo, posteriormente y víctima de unas fiebres, como describe Agustín, Mónica muere dejando a Agustín y su hermano en medio de gran amargura, narra nuestro personaje este episodio con profunda tristeza en donde se percibe comprendido únicamente por Dios y trata de mitigar su dolor elaborando una serie de discursos que poco le servirán, sin embargo cuando logra desvanecer su sufrimiento eleva a Dios una oración por su madre al tiempo en que reconoce en ello la voluntad de Dios, concluyendo así el volumen IX de las confesiones.

Al mismo tiempo que yo cerraba sus ojos al cadáver, se iba apoderando de mi corazón una tristeza grande, que iba a resolverse en lágrimas… así viendo yo que quedaba yo desamparado de tan grande consuelo como de ella recibía, mi alma estaba traspasada de dolor y pena, y parecía que mi vida se despedazaba; pues la mía y la suya no hacían más que una sola[3]

Pues aunque mi madre fue vivificada en Cristo, y también mientras vivió en este mundo tuvo una conducta tan justificada, que su fe y sus costumbres dan motivo de que se alabe vuestro santo nombre… Perdonadla, Señor, perdonadla, os ruego y no entréis con ella a juicio.[4]

Bibliografía

De Hipona Agustín, Confesiones, IX, Éxodo, México, D.F. 2005



[1]De Hipona Agustín, Confesiones, IX, Éxodo, México, D.F. 2005 p. 220

[2] Ibidem p. 226

[3] Ibidem p. 243

[4] Ibidem p. 246-247

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