lunes, 30 de abril de 2012

De la Vida Feliz (De Beata Vita). San Agustín


De la vida feliz[1], es un texto de juventud, escrito durante unas vacaciones otoñales en el año 386 d. de C., en el Casiciaco, una finca de un amigo cercano, cuando Agustín recién se había convertido al cristianismo. Forma parte de los diálogos en los que inicia una nueva vida intelectual y moral, es el inicio de su lucha por la fe, frente a las asechanzas de las pasiones y contra los enemigos de la fe: heréticos y paganos. Agustín había peregrinado por los vericuetos que ese mundo en descomposición le ofrecía; en su búsqueda, no obtuvo lo que esperaba del maniqueísmo, no pudo hallar la verdad hasta que consiguió librarse de las pasiones, la soberbia, la vanagloria y los apetitos carnales. En el Casiciaco, Agustín se refugia en una tensa quietud que le servirá de preparación para la gran batalla. En esta obra se advierte un optimismo que, en obras posteriores de contenido filosófico superior, desaparecerá para dar lugar a una concepción del hombre y de una vida más rigurosa[2].
La felicidad constituye el centro de este diálogo, tema que a su vez, constituyó el centro mismo de la especulación moral en todo el pensamiento antiguo, pues toda la ética griega y romana es eudaimonista. La obra se conforma de treinta y seis apartados distribuidos en cuatro capítulos, en el primer capítulo, Agustín lo dedica a Teodoro, para mostrarle las adversidades de que se libró al refugiarse en el puerto de la filosofía cristiana, puerto desde el cual se adentra en la región y tierra firme de la vida dichosa, no obstante, en la mayoría de casos, no bastan la razón y la voluntad, sino que hace falta alguna tempestad que empuje al hombre a tan codiciada tierra[3].
Según esto, hay tres clases de hombres que, como navegantes, pueden acogerse a la filosofía. La primera es la de los que llegando a la edad de la lucidez racional, con un pequeño esfuerzo y leve ayuda de los remos, cambian de ruta y se refugian en apacible puerto. La segunda clase es la de aquellos que engañados por la bonanza, se internaron en alta mar lejos de su patria, con frecuente olvido de la misma. Pero algunos, por no haberse alejado mucho, no necesitan golpes tan fuertes para el retorno. Tales son los que por fortuna, por las torturas y por ansiedades, instigados por el ocio mismo, se han visto constreñidos a refugiarse en la lectura de libros muy doctos y sabios, y al contacto con ellos ha despertado su espíritu. La clase intermedia, en la que Agustín traza su propia semblanza personal, es la de los que en el umbral de la adolescencia o después de haber rodado mucho por el mar, ven señales, y en medio del oleaje recuerdan su añorada patria, y sin detenerse, emprenden el retorno, o retenidos por algunos halagos, dejan pasar la oportunidad de la buena navegación y siguen perdidos largo tiempo, con peligro de su vida. No obstante, en la embocadura del puerto hay un soberbio afán de gloria que es preciso evitar mediante la humildad.
Agustín relata las vicisitudes espirituales de su navegación accidentada y de la utilidad de los sermones de algunos sacerdotes y de los libros de Plotino para liberarse de sus errores y tempestades. Manifiesta que en la filosofía navega como en un puerto, pero que es de tal magnitud, que no excluye todo riesgo de error, que no se encuentra aún en un terreno firme, es decir, está dudoso y vacilante cuestiones del alma[4].
En el segundo capítulo afirma que constamos de cuerpo y alma, que el alimento del alma es el conocimiento, que hay dos clases de alimento: saludables y útiles, y morbosos y destructores. Siendo esto así, para celebrar su cumpleaños, desea no solo un convite corporal, sino también espiritual, pues hay que desear con más gusto las viandas del espíritu que las del cuerpo, lo cual se logra teniendo sanos los ánimos, es decir, es precisa la salud del alma[5]. Todos deseamos ser felices, no obstante nadie puede ser feliz si le falta lo que desea, como tampoco es feliz quien lo reúne todo a la medida de su afán. Lo que debe procurar un hombre para ser feliz es algo permanente y seguro, no sujeto a la suerte o el azar. Y, puesto que Dios es lo eterno y permanente, luego entonces, es feliz el que posee a Dios[6]. Quiénes tienen a Dios y son los verdaderamente dichosos son los que viven bien, el que hace lo que Dios quiere y el que tiene el alma limpia del espíritu inmundo. De esta forma, Agustín anuncia que la contienda con los académicos está terminada, argumentando que sólo es feliz aquel a quien le falta lo que desea, que nadie busca lo que no quiere hallar y que si los académicos buscan la verdad es porque quieren poseerla. Pero no la hallan, es decir, no poseen lo que desean y, por tanto, son infelices. Pero nadie es sabio sin ser feliz. Por lo tanto, los académicos no son sabios. No obstante, si no se admite el argumento anterior, hay que admitir alguno de estos absurdos: o que es feliz aquel que carece ese bien tan estimable -la verdad- que busca con afán, o que los académicos no desean la verdad, o que el infeliz es sabio. Los académicos son caducarios (trastornados)[7].
En el tercer capítulo, recapitula las opiniones sobre el hombre feliz, es decir, del que tiene a Dios, del que cumple con la voluntad divina y vive bien, de tal manera que vivir bien es hacer lo que a Dios le agrada, pues Dios habita en los corazones puros. Por lo tanto, no tener el espíritu inmundo significa vivir castamente y libre de todo pecado, estar vuelto a Dios, atenerse a él y vivir bien. Dios quiere que el hombre lo busque, y el que lo busca vive bien y no tiene espíritu impuro. Pero, el que busca a Dios, no lo tiene aún. Hay que rectificar, por consiguiente, la conclusión anterior, es feliz, no el que tiene a Dios, sino el que lo tiene propicio. El que ha encontrado a Dios y lo tiene propicio es feliz; el que lo busca lo tiene propicio, pero aún no es feliz; quien se aleja de Dios por sus vicios y pecados, ni es feliz, ni lo tiene propicio[8]. Es decir, el que no es feliz es desgraciado (miser); si todo indigente (egens: padecer necesidad) es infeliz, por tanto todo infeliz es indigente, es decir, infelicidad (miseria) e indigencia (penuria) son la misma cosa[9].
En el último capítulo, replantea el punto anterior expresando que, el hombre feliz es el que no necesita nada, es decir, el que no es indigente, sin embargo, por no haber término medio, no podemos deducir que todo el que no padezca indigencia es feliz, si bien, es indudable que quien padece necesidades (indigente) es infeliz, pero tratándose del sabio hay que excluir algunas necesidades corporales, pues el alma, donde radica la felicidad, está libre de ellas, es decir, el sabio no teme a la muerte, ni a los dolores; no los desdeña, pero los evita[10]. Al discutir si todo infeliz es indigente, se puede objetar que hombres ricos sin necesidad, tendrían el temor a perder sus bienes por un giro de la fortuna, pero para Agustín, el temor no es una necesidad, la necesidad consiste en no tener, y no en el temor de perder lo que se tiene, si bien, la más miserable indigencia es la falta de sabiduría. Por lo tanto la indigencia del alma es la estulticia, opuesta a la sabiduría. Luego entonces, todo no necio es sabio, por lo que todo necio es desdichado y todo desdichado necio. Por lo tanto, toda necesidad es miseria y toda miseria necesidad, es decir, indigencia y necesidad se identifican, concluyendo en que quien no tiene indigencia es sabio y feliz. La estulticia significa indigencia, y ésta equivale a pobreza. En otras palabras, el necio es vicioso y la estulticia es resumen de todos los vicios[11].
Agustín enfatiza en que la indigencia y la plenitud son dos conceptos que se oponen, es decir, sí la indigencia es estulticia, la sabiduría será plenitud. Cicerón, que coincide con estas apreciaciones, agrega los términos “moderación” y “templanza” como sinónimas de plenitud, pues modestia viene de templanza, y donde nada falta ni sobra, hay plenitud. Abundancia y opulencia implican indigencia, pues tanto lo poco como lo demasiado carecen de medida. De tal manera que sabiduría es plenitud, pues en la plenitud hay medida y la medida del alma está en la sabiduría. Podemos pues, identificar la infelicidad (miseria) con la indigencia, por lo tanto, ser feliz es no padecer necesidad, es decir, ser sabio. Entonces sabiduría no es otra cosa que moderación y uno comete excesos por la lujuria, por ambición, por soberbia, etc.; o bien se limita por la avaricia, el miedo, la tristeza, la codicia, etc[12].
Llamamos sabiduría a la sabiduría de Dios, es decir, la sabiduría no es sino la verdad, pero la medida suprema es también medida verdadera, es decir, no hay verdad sin medida ni medida sin verdad y quien llega a la suprema medida por la verdad es feliz. Esto es tener a Dios en el alma, es gozar de Dios. En consecuencia, ya no es el hombre o la razón la medida de todas las cosas sino esa suprema medida es Dios. Se puede seguir pensando que es feliz el sabio, pero la sabiduría ya no consiste en el atenimiento a sí mismo, a sus propias fuerzas. La sabiduría se ha desplazado del hombre a Dios. Otro tanto se puede decir de la verdad, que ya no está en las cosas sino en tener a Dios en el alma. Es así que de Dios procede toda la verdad que expresamos, por lo que sólo es beata vita la plena saciedad de las almas, es decir, el conocer piadosa y perfectamente por quién somos conducidos a la verdad. Esta es la vida feliz, perfecta, a la que podemos ser llevados por una fe firme, una alegre esperanza y una caridad ardiente. El diálogo termina con una acción de gracias y con la recomendación final de observar y amar en todo la medida, como condición de la vuelta a Dios[13].

En el corazón del hombre anida un deseo que mueve todo: el de la vida feliz. Todos los hombres quieren ser felices, y hacen cuanto pueden para conseguirlo. Este axioma fue el resorte de toda su dialéctica, su vida comenzó a girar en torno a este principio, que también fue el tema o aspiración central de la antigua filosofía[14]. En la vida feliz, Agustín enlaza la felicidad y la verdad, porque no quería una felicidad falsa y aparente, sino sólida y real, por eso en su polémica contra los académicos quiso cerciorarse de la posibilidad de alcanzar la verdad y la sabiduría para ser feliz. No hay ni puede haber felicidad en el error. Los partidarios de la Academia decían que el hombre no puede hallar la verdad y que debe contentarse con buscarla o con una probable posesión de la misma. Toda la espiritualidad quedaba viciada en su raíz con esta filosofía; sin verdad y certeza no hay vida espiritual posible, no hay determinación de una meta final y de un camino seguro. El que no conoce la patria, no se dirigirá hacia ella, y el que no sabe el camino que lleva allí, tampoco. Estas dos certezas eran necesarias para emprender el nuevo rumbo de la existencia. Y ésta era la verdadera sabiduría cristiana, que es una sabiduría de navegantes, que en Dios tienen a quien los guía hacia los secretos de la verdad.
Al articular la felicidad con la verdad, la posibilidad de logar tal fin trasciende a todas las virtudes naturales y es fruto del auxilio celestial, de tal manera que, con ello, Agustín ha roto la unidad de la especulación teológica clásica, que descansaba en la idea que el fin estaba ya incluido en el concepto de la naturaleza y que debía ser logrado o realizado por la potencia natural del hombre. Agustín pretende que este fin sólo puede ser logrado por un auxilio divino. Así en el más profundo deseo humano —el de la vida feliz— late la necesidad y aspiración a un auxilio divino que lo haga capaz de conseguirlo. Estos dos deseos de felicidad y de ayuda preparan ya el suelo para la futura teología de la gracia. Lo que sí conservó Agustín de las antiguas escuelas filosóficas fue la relación entre la bienaventuranza y el bien moral que debe realizarse para llegar a conseguirlo. Agustín enlazó fuertemente la ética y la vida feliz, tal como lo exigían las Escrituras, cuya tendencia a la felicidad se concreta en términos de purificación, conversión y participación[15].
Las diferentes escuelas filosóficas intentaron determinar el contenido del concepto de felicidad, no obstante, aunque todas coinciden en que el fin supremo de la vida está en alcanzar la eudaimonía y que nosotros hemos traducido inadecuadamente como felicidad, el intento de unificar esa pluralidad de significaciones, ha fracasado, es decir, en cada época, en cada comunidad, grupo humano e individuo pueden sentir la felicidad como algo esencialmente distinto. El eudemonismo no es privativo del pensamiento antiguo, sino que es adoptado también por el cristiano e igualmente por otras formas de ética moderna, como el utilitarismo inglés, en el que asume un carácter de eudemonismo social).
La actitud moral del hombre griego y el del cristiano aparecen separados por diferencias profundas e irreductibles, tal vez la disparidad esencial entre la ética cristiana y todas las morales de la antigüedad llamadas de salvación, se resume en que en éstas lo que se trata de salvar es al hombre dentro del mundo, mientras que el asunto de la moral cristiana está en la salvación del alma. Por otra parte, mientras que para el griego la vida humana transcurre dentro de un orden cósmico o natural, para el cristiano ese orden externo queda al margen y subordinado al orden interior del sujeto espiritual, al orden del alma, que, como imagen que es de la divinidad, se inserta en el mundo sobrenatural, en el reino de Dios. El concepto griego de eudaimonía perdura en el pensamiento cristiano. La función contemplativa adquiere gran importancia La vita beata es pura contemplación de Dios.
De la vida feliz proporciona una base para explicar y entender el nacimiento de Agustín a la fe cristiana, su conversión al cristianismo y su desarrollo intelectual.


BIBLIOGRAFIA

Capánaga, Victorino, “La dialéctica de la conversión”, en Agustín de Hipona. Maestro de la conversión cristiana, Biblioteca de Autores Cristianos, Madrid 1974,  pp. 476.
San Agustín, De la vida feliz, [Trad. del latín Ángel Herrera Bienes, Prólogo Antonio Rodríguez Huescar], Ed. Aguilar, Buenos Aires, 1980, pp. 92.
San Agustín, “Libro IX, Capítulo IV”, en Las confesiones, [Edición crítica y anotada por el Padre Ángel Custodio Vega], 7ª ed., Biblioteca de Autores Cristianos, Madrid, 1979, pp. 612.


[1] San Agustín, De la vida feliz, [Trad. del latín Ángel Herrera Bienes, Prólogo Antonio Rodríguez Huescar], Ed. Aguilar, Buenos Aires, 1980, pp. 92.
[2] San Agustín, “Libro IX, Capítulo IV”, en Las confesiones, [Edición crítica y anotada por el Padre Ángel Custodio Vega], 7ª ed., Biblioteca de Autores Cristianos, Madrid, 1979, pp. 352-359.
[3] San Agustín, De la vida feliz… p. 47.
[4] Ibid. pp. 50-51.
[5] Ibid. p. 59.
[6] Ibid. pp. 63-65.
[7] Ibid. pp.68-69.
[8] Ibid. pp. 73-74.
[9] Ibid. p. 77.
[10] Ibid. p. 81.
[11] Ibid. pp.83-86.
[12] Ibid. pp.88-89.
[13] Ibid. pp. 90-92.
[14] Capánaga, Victorino, “La dialéctica de la conversión”, en Agustín de Hipona. Maestro de la conversión cristiana, Biblioteca de Autores Cristianos, Madrid 1974,  p. 191.
[15] Ibid. p. 194.

No hay comentarios:

Publicar un comentario

Por favor deja un comentario útil, constructivo y documentado