martes, 15 de mayo de 2012

Hombres-lobo, aparecidos y vampiros. Figuras del imaginario medieval.


En la Edad Media, la filosofía estableció un claro compromiso simbólico para vincular la razón con la fe; la verdad que iluminaba la fe corrió a cargo de la filosofía, es decir, al mundo medieval lo caracterizó una vertiente eminentemente simbólica. Un tema común a la gran diversidad de culturas medievales lo constituyó la simbología animal, siendo preciso señalar que, si bien, el simbolismo animal fue un reflejo de la mentalidad medieval hacia los animales, también reflejó la mentalidad hacia el hombre mismo, por lo que un aspecto interesante de ese simbolismo es esclarecer la asociación entre hombres y animales, por cierto, dominado por el miedo y el sentimiento de culpa, pero también por el deseo del hombre de ejercer el control sobre la naturaleza. El simbolismo animal nos revela la actitud medieval, en donde los aspectos científicos del animal poco importaron, pues dichos intereses se vieron eclipsados por las necesidades de la fe cristiana; pero reales o ficticios, sirvieron para enseñar y moralizar. A través de la simbología se fue formando la mentalidad del hombre medieval. Le Goff afirma que el pensamiento simbólico medieval, no era más que la forma elaborada del pensamiento mágico del que estaba imbuida la mentalidad común. Así, los símbolos harían referencia a una realidad superior, y sagrada con la que se tendría que contactar[1]. El lenguaje simbólico, se constituyó en un recurso para la sumisión a Dios. El código para enlazar con Él, era dominar los signos.  
Diversas figuras de animales formaron parte importante del imaginario medieval. En el presente artículo se revisan tres de las más representativas, el hombre-lobo u hombre-oso para las culturas escandinavicas, aparecidos y vampiros. En el abordaje del hombre-lobo, el tema central es el de la metamorfosis, a partir de una idea doble; la del regreso de la tumba o de la muerte[2]. El tema del hombre-lobo tiene algo de arquetípico, puesto se trata de un devorador, en la que la conversión implica una vuelta a lo natural, a la animalidad, al salvajismo, a la libertad, a la liberación del instinto sexual. El hombre-lobo medieval muestra dos lecturas: una clerical dominada por lo demoníaco y otra laica en que predominan los rasgos positivos. Sus orígenes son remotos y se le relaciona a cultos paganos y ritos totémicos. El origen mitológico del hombre-lobo está presente en la historia griega de Licaón, Rey cruel de Arcadia que en una comida sirvió a Zeus carne de un niño que antes degolló. Zeus lo convirtió en lobo dejando restos de su condición humana, que lo condenó a perseguir rebaños, asaltar, matar.
El relato más antiguo que describe al hombre-lobo se encuentra en el Satiricón de Petronio, que documenta casi todos los motivos asociados a las historias de licantropía. La transformación tiene lugar en la noche, a la luz de la luna, de manera que la metamorfosis simboliza un ritual de iniciación. Cabe precisar que la herida propinada al hombre-lobo es conservada por el hombre y que en este relato se encuentra ausente una frontera acuática, que es común que el hombre-lobo cruce al retornar. Más allá de la metamorfosis es claro que el hombre convertido en lobo conserva su condición humana y las heridas sufridas son una forma de probar que el lobo es un hombre metamorfoseado y respecto a la ropa, parecería ser una suerte de imagen del cuerpo al que pertenece para poder incorporarse a éste y reanimarlo. Si bien el cuerpo contiene más de un espíritu, significa que tiene más de un yo, y si bien éstos pueden desdoblarse, ya desprovisto de espíritu, el cuerpo moriría. La idea del doble parece subyacer a toda historia de licantropía, siendo posible apreciar como los clérigos cristianos, aun no pudiendo evitar describir los componentes de la duplicidad del yo, lo enmascararon detrás de la metamorfosis[3].
La metamorfosis implicada por un lado degrada al hombre en animal y por el otro atribuirle a fuerzas distintas a Dios la capacidad de modificar la sagrada obra de Éste. Las metamorfosis fueron tenidas o bien por imposibles, producto del sueño o fantasías absurdas a veces inducidas por brujas o hechiceros, o bien por posibles, como obra del diablo. Las conversiones en lobos, asociados a rituales paganos condenados por el cristianismo, reforzaron la asociación de la licantropía con el demonio y el pecado. San Agustín es la primera de las repetidas referencias cristianas a lo largo de la Edad Media, en la Ciudad de Dios analiza el problema de las metamorfosis de los animales a partir del mundo clásico, en donde intenta explicar la metamorfosis asociada a sueños y fantasías, pero con la necesaria intervención de los demonios[4].
En el contexto pagano europeo de siglos ulteriores, en que las metamorfosis eran admitidas con facilidad, los clérigos y cristianos acabaron aceptando la realidad de éstas como obra del demonio o de quienes podían servirle de intermediarios. La línea de demonización medieval del hombre-lobo, se continuó con una visión ulterior, renacentista, en la que el hombre-lobo suele ser descrito como poseso, como agente del demonio. Asimismo, se recreó también la idea agustiniana de que los metamorfoseados soñaban con ser lobos mientras los diablos se ocupaban de cometer fechorías que los primeros creían luego haber cometido. En el pensamiento clerical acerca de la metamorfosis hay una línea de rechazo moral desde Agustín hasta el renacimiento[5]. Al lado de la lectura clerical, hallamos una lectura laica, en las que el hombre-lobo es descrito como un personaje bueno, sin relación con el demonio. De manera tal que, de haber intervención de la brujería en su metamorfosis, es por obra de un ser malvado que quiere dañarlo. A veces la licantropía era impuesta como penitencia a las personas por algún religioso cristiano.
Con las figuras de aparecidos y vampiros lo que está en el centro es el tema de la muerte y la posibilidad de que los muertos regresen, ya solos, ya invocados, para causar males, para asesinar humanos. El temor a la muerte y el miedo a que los muertos regresen forman parte de todas las culturas, el culto que cualquier sociedad rinde a sus muertos expresa, tras el respeto que les manifiesta, el temor que siente por ellos; y los rituales asociados a ese culto tiene que ver con el esfuerzo por evitar que vuelvan, por conservarlos en el Más Allá o lejos del área en que la vida cotidiana continúa, detrás de lo cual se revela la resistencia que los humanos de cualquier época a aceptar la muerte como algo natural. Dentro del dogma cristiano, la idea del Purgatorio logró dar una solución aceptable, pero sólo a partir de los siglos XII-XIII. En el mundo germánico, los arqueólogos han descubierto huellas del temprano culto a los muertos y probables temores a su vuelta: mutilación, decapitación, atados, o enterrados bajo piedras, clavados con estacas; así como de procedimientos para confundir a la hora de enterrarlos. Se tenía a los muertos por impuros y peligrosos y hasta se creía que seguían viviendo en sus tumbas. El temor se acentuaba en los condenados a la pena capital, suicidas, mutilados, accidentados, quemados y sobre todo de insepultos, ello porque su condición dificultaba su permanencia en el Otro Mundo y los hacía candidatos a regresar a éste a causar dificultades.
Los primeros Padres de la Iglesia cristiana intentaron, aunque sin mucho éxito, combatir esas creencias. Tertuliano los trató como pura ilusión; para él se trataba de fantasmas e ilusiones. Agustín habla de apariciones que se muestran en sueños o de otra forma a los vivos, señala que las apariciones son reales, pero que los muertos no participan en ellas. Gregorio Magno habla de que los aparecidos son siempre almas en pena, que expían sus faltas cerca del lugar en que las cometieron y que se muestran o se insinúan a los vivos, demandando oraciones para expiar sus pecados. Siglos después de Gregorio Magno se diría que con autorización divina, los ángeles caídos entran en los cadáveres y los animan, lo que se evita enterrando a los difuntos en tierra consagrada y, a finales del siglo XII, para la Iglesia todo aparecido es un poseso. Los aparecidos poseen siempre connotación negativa, ya se trate del cristianismo o de culturas paganas, de manera que no es agradable el encuentro con un muerto, no sólo por el temor y respeto a la muerte, sino también porque el encuentro puede ser preludio de la propia muerte. Los aparecidos no suelen ser por lo general los mejores muertos, los que vuelven son los desadaptados, conflictivos, los que no fueron sepultados, los que quieren venganza o justicia[6].
Los ritos funerarios constituyeron una vía preventiva para evitar que los muertos vuelvan, la garantía de que permanezcan en el Más Allá. Algunas sagas escandinavas narran prácticas rituales, como cerrarle los ojos y boca al muerto y taparle las fosas nasales al inicio del ritual para evitar que el alma escape y permanezca en este mundo. Punto importante es la vela nocturna y los cánticos en alta voz, para evitar que algún espíritu viniese a apoderarse del cuerpo. Otra práctica en el mundo germánico fue quemar la ropa de cama y la ropa del difunto, pues de no hacerlo el muerto regresa. Conviene distinguir a los aparecidos vistos por el cristianismo y los que se describen en las sagas y el folklore vinculado a las tradiciones paganas del mundo nórdico. Los aparecidos cristianos son formas demoniacas en pena que traen algún mensaje de ultramundo, algún anuncio de muerte o castigo divino, esto las hace menos interesantes y más estereotipados.
Resultan de mayor interés los aparecidos de la tradición nórdica pagana o cristianizada, sobre todo porque no se trata de espíritus sino de muertos-vivos, de cuerpos animados. El interés de los aparecidos paganos se acentúa al conocer las razones de su regreso, habitualmente se trata de motivos personales. Ellos se les aparecen a quienes más les temen, rondan alrededor de granjas, acosando o agrediendo vecinos, atacando al ganado. Se muestran casi siempre de noche, entre el frío y la niebla. No hay formas pacíficas de deshacerse de ellos, solo desaparecen cuando se emplean rituales que implican siempre una presión para forzarlos a no volver. Si pese a los rituales continúa apareciendo, es preciso agredirlos; de no tener éxito, hay que matarlos en definitiva, abriendo sus tumbas para decapitarlos, incinerarlos, y dispersar sus cenizas. En el mundo pagano, los aparecidos han sido clasificados en muertos: recalcitrantes, invocados y aparecidos propiamente dichos. Los primeros se niegan a integrar al mundo de los muertos y los últimos son los que regresan de manera voluntaria a menudo con aviesas intensiones.
Los aparecidos propiamente cristianos, son casi siempre almas en pena que traen algún mensaje religioso del Más Allá, un anuncio de muerte o castigo, pero no siempre son espectros, a veces son cuerpos animados. Ocurre cuando un santo los invoca y revive, o cuando el diablo ocupa o anima sus cuerpos, pues los aparecidos corrientes son sombras, espíritus, almas en pena o fantasías producto de sueños o de incitaciones del demonio. El imaginario cristiano medieval está lleno de relatos de aparecidos que sirven para testimoniar la fuerza del cristianismo y el poder taumatúrgico de algunos santos. Los Hechos apócrifos de los apóstoles y las vidas de santos de los primeros cristianos están llenos de relatos en que se invoca a los muertos para dar testimonio de la superioridad del cristianismo, empleado como mecanismo para convertir paganos.
Dentro de las figuras del imaginario medieval, los vampiros cobraron menor importancia, siempre se trató de un aparecido voluntario, de vocación maléfica que lo hace definir como un muerto-vivo demonizado y succionador de sangre. Un muerto que revive, que se niega a morir y que por la noche sale de su tumba para atacar en su cama al hombre, mujeres y niños por igual, para succionar su sangre, ocasionándoles sofocación y deficiencia total de sus espíritus, es decir, agrede a los vivos para robarles la vida, pues es la única forma de continuar viviendo. Las reseñas de vampiros suelen asociar la vida, sangre y muerte; dan cuenta de la antigua idea de que con la pérdida de sangre se va la vida y que el alimentarse de sangre devuelve la vida a los que han muerto. Aunque es probable que la tradición del vampirismo sea bastante vieja, lo cierto es que sólo en tiempos tardomedievales o modernos se van perfilando los rasgos peculiares del vampiro que hoy conocemos. Los vampiros suelen retornar a sus tumbas antes del amanecer y se les combate con rituales religiosos, usando crucifijos o exorcismos, lo cual revela su condición demoníaca. El entierro en suelo no consagrado era considerado causa frecuente de apariciones o vampirismo, si bien, contribuía también la condición previa a la muerte de individuo rechazado por la Iglesia, los excomulgados. Por otra parte, la aparición de vampiros se asoció con el presagio de peste y epidemias, o como causa de las mismas, era común que los muertos de peste resucitaran luego como vampiros; una característica del vampiro medieval era su pestilencia[7].
Durante el Medioevo Occidental, los animales, con toda su carga simbólica, servían perfectamente a los planes divinos y ejemplificaban la moral y el dogma, los animales y sus mensajes en la cultura medieval son el reflejo de la voluntad divina, sean estos animales naturales o fantásticos. Gracias al estudio de la simbología animal, se nos revela la propia concepción de la vida de estos siglos, en donde el hombre no distingue, o no quiere distinguir, entre lo real y lo ficticio. Dominado en extremo por una concepción religiosa del mundo, sabe que el componente clave de aquella creencia es la fe, es decir, aquello que no se ve, pero que, sin embargo, existe. Ver no es necesario para creer y esto se demuestra en la tendencia verdaderamente irremediable, o el interés que demuestra el hombre medieval, por los animales fantásticos y monstruosos, que no se ven, pero que, a buen seguro existen, o al menos, existe lo que simbolizan. El mundo real es un reflejo del mundo divino, los símbolos son la clave para interpretar aquel, al que no se llega con facilidad, es decir, hay cierta proclividad a fantasear la realidad[8].


BIBLIOGRAFIA

Acosta, Vladimir, La humanidad prodigiosa. El imaginario antropológico medieval. Tomo II, Monte Ávila Editores Latinoamericana, C.A., Venezuela, 1996, pp. 303.
Le Goff, Jacques, La civilización del Occidente Medieval, [Trad. Godofredo González], Paidós, Barcelona, 1999, pp.345.
Morales, Ma. Dolores, “El simbolismo animal en la cultura medieval”, en Espacio, Tiempo y Forma, Serie III, H. Medieval, t. 9, 1996.
San Agustín, La Ciudad de Dios, Capítulo XI [Introd. de Francisco Montes de Oca]. Obtenido de la red mundial el 1° de octubre del 2008. http://www.librosclasicos.org/


[1] Le Goff, Jacques, “La civilización medieval”, en: La civilización del Occidente Medieval, [Trad. Godofredo González], Paidós, Barcelona, 1999, pp.154.
[2] Acosta, Vladimir, La humanidad prodigiosa. El imaginario antropológico medieval. Tomo II, Monte Ávila Editores Latinoamericana, C.A., Venezuela, 1996, pp. 10-11.
[3] Ibid. pp. 11-15
[4] San Agustín, La Ciudad de Dios, Capítulo XI [Introd. de Francisco Montes de Oca], pp. 266-267. Obtenido de la red mundial el 1° de octubre del 2008. http://www.librosclasicos.org/
[5] Ibid. pp. 341-343.
[6]Acosta, Vladimir, La humanidad prodigiosa… pp. 29-31.
[7] Ibid. pp. 49-51.
[8] Morales, Ma. Dolores, “El simbolismo animal en la cultura medieval”, en Espacio, Tiempo y Forma, Serie III, H. Medieval, t. 9, 1996, pp. 245.

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