lunes, 30 de abril de 2012

De la Vida Feliz (De Beata Vita). San Agustín


De la vida feliz[1], es un texto de juventud, escrito durante unas vacaciones otoñales en el año 386 d. de C., en el Casiciaco, una finca de un amigo cercano, cuando Agustín recién se había convertido al cristianismo. Forma parte de los diálogos en los que inicia una nueva vida intelectual y moral, es el inicio de su lucha por la fe, frente a las asechanzas de las pasiones y contra los enemigos de la fe: heréticos y paganos. Agustín había peregrinado por los vericuetos que ese mundo en descomposición le ofrecía; en su búsqueda, no obtuvo lo que esperaba del maniqueísmo, no pudo hallar la verdad hasta que consiguió librarse de las pasiones, la soberbia, la vanagloria y los apetitos carnales. En el Casiciaco, Agustín se refugia en una tensa quietud que le servirá de preparación para la gran batalla. En esta obra se advierte un optimismo que, en obras posteriores de contenido filosófico superior, desaparecerá para dar lugar a una concepción del hombre y de una vida más rigurosa[2].
La felicidad constituye el centro de este diálogo, tema que a su vez, constituyó el centro mismo de la especulación moral en todo el pensamiento antiguo, pues toda la ética griega y romana es eudaimonista. La obra se conforma de treinta y seis apartados distribuidos en cuatro capítulos, en el primer capítulo, Agustín lo dedica a Teodoro, para mostrarle las adversidades de que se libró al refugiarse en el puerto de la filosofía cristiana, puerto desde el cual se adentra en la región y tierra firme de la vida dichosa, no obstante, en la mayoría de casos, no bastan la razón y la voluntad, sino que hace falta alguna tempestad que empuje al hombre a tan codiciada tierra[3].
Según esto, hay tres clases de hombres que, como navegantes, pueden acogerse a la filosofía. La primera es la de los que llegando a la edad de la lucidez racional, con un pequeño esfuerzo y leve ayuda de los remos, cambian de ruta y se refugian en apacible puerto. La segunda clase es la de aquellos que engañados por la bonanza, se internaron en alta mar lejos de su patria, con frecuente olvido de la misma. Pero algunos, por no haberse alejado mucho, no necesitan golpes tan fuertes para el retorno. Tales son los que por fortuna, por las torturas y por ansiedades, instigados por el ocio mismo, se han visto constreñidos a refugiarse en la lectura de libros muy doctos y sabios, y al contacto con ellos ha despertado su espíritu. La clase intermedia, en la que Agustín traza su propia semblanza personal, es la de los que en el umbral de la adolescencia o después de haber rodado mucho por el mar, ven señales, y en medio del oleaje recuerdan su añorada patria, y sin detenerse, emprenden el retorno, o retenidos por algunos halagos, dejan pasar la oportunidad de la buena navegación y siguen perdidos largo tiempo, con peligro de su vida. No obstante, en la embocadura del puerto hay un soberbio afán de gloria que es preciso evitar mediante la humildad.
Agustín relata las vicisitudes espirituales de su navegación accidentada y de la utilidad de los sermones de algunos sacerdotes y de los libros de Plotino para liberarse de sus errores y tempestades. Manifiesta que en la filosofía navega como en un puerto, pero que es de tal magnitud, que no excluye todo riesgo de error, que no se encuentra aún en un terreno firme, es decir, está dudoso y vacilante cuestiones del alma[4].
En el segundo capítulo afirma que constamos de cuerpo y alma, que el alimento del alma es el conocimiento, que hay dos clases de alimento: saludables y útiles, y morbosos y destructores. Siendo esto así, para celebrar su cumpleaños, desea no solo un convite corporal, sino también espiritual, pues hay que desear con más gusto las viandas del espíritu que las del cuerpo, lo cual se logra teniendo sanos los ánimos, es decir, es precisa la salud del alma[5]. Todos deseamos ser felices, no obstante nadie puede ser feliz si le falta lo que desea, como tampoco es feliz quien lo reúne todo a la medida de su afán. Lo que debe procurar un hombre para ser feliz es algo permanente y seguro, no sujeto a la suerte o el azar. Y, puesto que Dios es lo eterno y permanente, luego entonces, es feliz el que posee a Dios[6]. Quiénes tienen a Dios y son los verdaderamente dichosos son los que viven bien, el que hace lo que Dios quiere y el que tiene el alma limpia del espíritu inmundo. De esta forma, Agustín anuncia que la contienda con los académicos está terminada, argumentando que sólo es feliz aquel a quien le falta lo que desea, que nadie busca lo que no quiere hallar y que si los académicos buscan la verdad es porque quieren poseerla. Pero no la hallan, es decir, no poseen lo que desean y, por tanto, son infelices. Pero nadie es sabio sin ser feliz. Por lo tanto, los académicos no son sabios. No obstante, si no se admite el argumento anterior, hay que admitir alguno de estos absurdos: o que es feliz aquel que carece ese bien tan estimable -la verdad- que busca con afán, o que los académicos no desean la verdad, o que el infeliz es sabio. Los académicos son caducarios (trastornados)[7].
En el tercer capítulo, recapitula las opiniones sobre el hombre feliz, es decir, del que tiene a Dios, del que cumple con la voluntad divina y vive bien, de tal manera que vivir bien es hacer lo que a Dios le agrada, pues Dios habita en los corazones puros. Por lo tanto, no tener el espíritu inmundo significa vivir castamente y libre de todo pecado, estar vuelto a Dios, atenerse a él y vivir bien. Dios quiere que el hombre lo busque, y el que lo busca vive bien y no tiene espíritu impuro. Pero, el que busca a Dios, no lo tiene aún. Hay que rectificar, por consiguiente, la conclusión anterior, es feliz, no el que tiene a Dios, sino el que lo tiene propicio. El que ha encontrado a Dios y lo tiene propicio es feliz; el que lo busca lo tiene propicio, pero aún no es feliz; quien se aleja de Dios por sus vicios y pecados, ni es feliz, ni lo tiene propicio[8]. Es decir, el que no es feliz es desgraciado (miser); si todo indigente (egens: padecer necesidad) es infeliz, por tanto todo infeliz es indigente, es decir, infelicidad (miseria) e indigencia (penuria) son la misma cosa[9].
En el último capítulo, replantea el punto anterior expresando que, el hombre feliz es el que no necesita nada, es decir, el que no es indigente, sin embargo, por no haber término medio, no podemos deducir que todo el que no padezca indigencia es feliz, si bien, es indudable que quien padece necesidades (indigente) es infeliz, pero tratándose del sabio hay que excluir algunas necesidades corporales, pues el alma, donde radica la felicidad, está libre de ellas, es decir, el sabio no teme a la muerte, ni a los dolores; no los desdeña, pero los evita[10]. Al discutir si todo infeliz es indigente, se puede objetar que hombres ricos sin necesidad, tendrían el temor a perder sus bienes por un giro de la fortuna, pero para Agustín, el temor no es una necesidad, la necesidad consiste en no tener, y no en el temor de perder lo que se tiene, si bien, la más miserable indigencia es la falta de sabiduría. Por lo tanto la indigencia del alma es la estulticia, opuesta a la sabiduría. Luego entonces, todo no necio es sabio, por lo que todo necio es desdichado y todo desdichado necio. Por lo tanto, toda necesidad es miseria y toda miseria necesidad, es decir, indigencia y necesidad se identifican, concluyendo en que quien no tiene indigencia es sabio y feliz. La estulticia significa indigencia, y ésta equivale a pobreza. En otras palabras, el necio es vicioso y la estulticia es resumen de todos los vicios[11].
Agustín enfatiza en que la indigencia y la plenitud son dos conceptos que se oponen, es decir, sí la indigencia es estulticia, la sabiduría será plenitud. Cicerón, que coincide con estas apreciaciones, agrega los términos “moderación” y “templanza” como sinónimas de plenitud, pues modestia viene de templanza, y donde nada falta ni sobra, hay plenitud. Abundancia y opulencia implican indigencia, pues tanto lo poco como lo demasiado carecen de medida. De tal manera que sabiduría es plenitud, pues en la plenitud hay medida y la medida del alma está en la sabiduría. Podemos pues, identificar la infelicidad (miseria) con la indigencia, por lo tanto, ser feliz es no padecer necesidad, es decir, ser sabio. Entonces sabiduría no es otra cosa que moderación y uno comete excesos por la lujuria, por ambición, por soberbia, etc.; o bien se limita por la avaricia, el miedo, la tristeza, la codicia, etc[12].
Llamamos sabiduría a la sabiduría de Dios, es decir, la sabiduría no es sino la verdad, pero la medida suprema es también medida verdadera, es decir, no hay verdad sin medida ni medida sin verdad y quien llega a la suprema medida por la verdad es feliz. Esto es tener a Dios en el alma, es gozar de Dios. En consecuencia, ya no es el hombre o la razón la medida de todas las cosas sino esa suprema medida es Dios. Se puede seguir pensando que es feliz el sabio, pero la sabiduría ya no consiste en el atenimiento a sí mismo, a sus propias fuerzas. La sabiduría se ha desplazado del hombre a Dios. Otro tanto se puede decir de la verdad, que ya no está en las cosas sino en tener a Dios en el alma. Es así que de Dios procede toda la verdad que expresamos, por lo que sólo es beata vita la plena saciedad de las almas, es decir, el conocer piadosa y perfectamente por quién somos conducidos a la verdad. Esta es la vida feliz, perfecta, a la que podemos ser llevados por una fe firme, una alegre esperanza y una caridad ardiente. El diálogo termina con una acción de gracias y con la recomendación final de observar y amar en todo la medida, como condición de la vuelta a Dios[13].

En el corazón del hombre anida un deseo que mueve todo: el de la vida feliz. Todos los hombres quieren ser felices, y hacen cuanto pueden para conseguirlo. Este axioma fue el resorte de toda su dialéctica, su vida comenzó a girar en torno a este principio, que también fue el tema o aspiración central de la antigua filosofía[14]. En la vida feliz, Agustín enlaza la felicidad y la verdad, porque no quería una felicidad falsa y aparente, sino sólida y real, por eso en su polémica contra los académicos quiso cerciorarse de la posibilidad de alcanzar la verdad y la sabiduría para ser feliz. No hay ni puede haber felicidad en el error. Los partidarios de la Academia decían que el hombre no puede hallar la verdad y que debe contentarse con buscarla o con una probable posesión de la misma. Toda la espiritualidad quedaba viciada en su raíz con esta filosofía; sin verdad y certeza no hay vida espiritual posible, no hay determinación de una meta final y de un camino seguro. El que no conoce la patria, no se dirigirá hacia ella, y el que no sabe el camino que lleva allí, tampoco. Estas dos certezas eran necesarias para emprender el nuevo rumbo de la existencia. Y ésta era la verdadera sabiduría cristiana, que es una sabiduría de navegantes, que en Dios tienen a quien los guía hacia los secretos de la verdad.
Al articular la felicidad con la verdad, la posibilidad de logar tal fin trasciende a todas las virtudes naturales y es fruto del auxilio celestial, de tal manera que, con ello, Agustín ha roto la unidad de la especulación teológica clásica, que descansaba en la idea que el fin estaba ya incluido en el concepto de la naturaleza y que debía ser logrado o realizado por la potencia natural del hombre. Agustín pretende que este fin sólo puede ser logrado por un auxilio divino. Así en el más profundo deseo humano —el de la vida feliz— late la necesidad y aspiración a un auxilio divino que lo haga capaz de conseguirlo. Estos dos deseos de felicidad y de ayuda preparan ya el suelo para la futura teología de la gracia. Lo que sí conservó Agustín de las antiguas escuelas filosóficas fue la relación entre la bienaventuranza y el bien moral que debe realizarse para llegar a conseguirlo. Agustín enlazó fuertemente la ética y la vida feliz, tal como lo exigían las Escrituras, cuya tendencia a la felicidad se concreta en términos de purificación, conversión y participación[15].
Las diferentes escuelas filosóficas intentaron determinar el contenido del concepto de felicidad, no obstante, aunque todas coinciden en que el fin supremo de la vida está en alcanzar la eudaimonía y que nosotros hemos traducido inadecuadamente como felicidad, el intento de unificar esa pluralidad de significaciones, ha fracasado, es decir, en cada época, en cada comunidad, grupo humano e individuo pueden sentir la felicidad como algo esencialmente distinto. El eudemonismo no es privativo del pensamiento antiguo, sino que es adoptado también por el cristiano e igualmente por otras formas de ética moderna, como el utilitarismo inglés, en el que asume un carácter de eudemonismo social).
La actitud moral del hombre griego y el del cristiano aparecen separados por diferencias profundas e irreductibles, tal vez la disparidad esencial entre la ética cristiana y todas las morales de la antigüedad llamadas de salvación, se resume en que en éstas lo que se trata de salvar es al hombre dentro del mundo, mientras que el asunto de la moral cristiana está en la salvación del alma. Por otra parte, mientras que para el griego la vida humana transcurre dentro de un orden cósmico o natural, para el cristiano ese orden externo queda al margen y subordinado al orden interior del sujeto espiritual, al orden del alma, que, como imagen que es de la divinidad, se inserta en el mundo sobrenatural, en el reino de Dios. El concepto griego de eudaimonía perdura en el pensamiento cristiano. La función contemplativa adquiere gran importancia La vita beata es pura contemplación de Dios.
De la vida feliz proporciona una base para explicar y entender el nacimiento de Agustín a la fe cristiana, su conversión al cristianismo y su desarrollo intelectual.


BIBLIOGRAFIA

Capánaga, Victorino, “La dialéctica de la conversión”, en Agustín de Hipona. Maestro de la conversión cristiana, Biblioteca de Autores Cristianos, Madrid 1974,  pp. 476.
San Agustín, De la vida feliz, [Trad. del latín Ángel Herrera Bienes, Prólogo Antonio Rodríguez Huescar], Ed. Aguilar, Buenos Aires, 1980, pp. 92.
San Agustín, “Libro IX, Capítulo IV”, en Las confesiones, [Edición crítica y anotada por el Padre Ángel Custodio Vega], 7ª ed., Biblioteca de Autores Cristianos, Madrid, 1979, pp. 612.


[1] San Agustín, De la vida feliz, [Trad. del latín Ángel Herrera Bienes, Prólogo Antonio Rodríguez Huescar], Ed. Aguilar, Buenos Aires, 1980, pp. 92.
[2] San Agustín, “Libro IX, Capítulo IV”, en Las confesiones, [Edición crítica y anotada por el Padre Ángel Custodio Vega], 7ª ed., Biblioteca de Autores Cristianos, Madrid, 1979, pp. 352-359.
[3] San Agustín, De la vida feliz… p. 47.
[4] Ibid. pp. 50-51.
[5] Ibid. p. 59.
[6] Ibid. pp. 63-65.
[7] Ibid. pp.68-69.
[8] Ibid. pp. 73-74.
[9] Ibid. p. 77.
[10] Ibid. p. 81.
[11] Ibid. pp.83-86.
[12] Ibid. pp.88-89.
[13] Ibid. pp. 90-92.
[14] Capánaga, Victorino, “La dialéctica de la conversión”, en Agustín de Hipona. Maestro de la conversión cristiana, Biblioteca de Autores Cristianos, Madrid 1974,  p. 191.
[15] Ibid. p. 194.

viernes, 13 de abril de 2012

Marción. El Evangelio del Señor.

En cuatro solitarias fuentes, Flavio Josefo (37-aprox. 95 d.C.); Plinio el joven (aprox. 62-133 d.C.); Tácito (aprox. 55-120 d.C.); Suetonio (aprox. 69-140 d.C.),  es llenado el cántaro de los historicistas: aquellos tristes apologistas de la existencia de Jesús. Esas cuatro pilas son el fundamento, la fortaleza para decir que hubo una vez, un Cristo que respiró y bebió el aire y el agua de este mundo. En la obra de estos cuatro historiadores parece haber menciones de Jesús.  Por otro lado, Wheless, Taylor y Lander afirman, que los pasajes de Josefo sobre Jesús son fraudulentos, interpolaciones del obispo Eusebio, nada más. Warburton de Gloucester (1698-1779) dice de ellas que son “una indecente falsificación, y muy estúpida, además”[i]. Todo esto, de creerlo, nos deja tres menciones, tres brevísimas menciones donde descansa toda la teoría del Jesús histórico.  No hay referencias talmúdicas o judías. No hay evidencias físicas ni arqueológicas. Pablo omite hablar de los lugares donde Jesús vivió y padeció y no menciona ningún evangelio. Y es que en esta vorágine “positiva” el mismo Pablo histórico ha sido refutado.  Contra aquella, la postura historicista, una teoría paralela ha sido ensayada: La teoría del Jesús mítico.
Antes del Cristo carnal y semita, antes de Pedro “la roca”, antes de las genealogías que remontan a David, de las ignorantes referencias geográficas, antes de Juan, Mateo, Lucas y Marcos, antes del repudio a la comprensión cosmológica del mundo, y de la censura al zodiaco, fue el evangelio del señor.
“El argumento es como sigue: había en la antigua India un gran sabio llamado Deva Bodhisatoua. Entre otras cosas escribió un relato mitológico de Krishna, nombre algunas veces deletreado  Chrishna”[ii]. El relato a grosso modo dice así:”Krishna, hijo terrenal de un carpintero que nació de la Virgen Devaki el 25 de diciembre. Su nacimiento fue señalado por una estrella en oriente al que asistieron ángeles y pastores, a la vez que le regalaban especias. Una vez nacido, fue perseguido por un tirano que ordeno la matanza de miles de niños. Krishna sobrevivió y al crecer hizo milagros y maravillas, resucitando a los muertos y sanando a los leprosos, los sordos y los ciegos. Castigó al clero acusándolo de ambición e hipocresía. Usaba parábolas para enseñar a la gente la caridad y el amor. Vivió en la pobreza y amaba a los pobres. Murió aproximadamente a los treinta años crucificado entre dos ladrones mientras el sol se oscurecía. Resucito de entre los muertos y ascendió al cielo a la vista de todos los hombres. Sus discípulos le otorgaron el título “Jezeus”, o  “Jeseus”, que significa “esencia pura”. Krishna: “el que carga con los pecados” “el Hijo de Dios”, “el Dios Pastor”, volverá para juzgar a los muertos y entrará en combate con el príncipe del mal que desolará la tierra”[iii]… “Alrededor del año 38 o 40 d.C., Apolonio encontró esta historia en Singapur mientras viajaba por Oriente. La consideró tan importante que la tradujo a su propia lengua, supuestamente el samaritano. Al hacerlo, introdujo varios cambios según su propia comprensión y filosofía. A su vuelta lo llevó a Antioquía, y allí murió. Unos treinta años después, otro samaritano, Marción, lo encontró. Hizo también una copia con aún más cambios. Ésta fue llevada a Roma alrededor del año  130 d.C., donde fue traducida al griego y al latín. [iv]
Así pues, tenemos los aparentes orígenes del evangelio del Señor.
El evangelio del Señor.
Escrito por el cristiano Marción, décadas antes de los evangelios canónicos, este relato es la semilla del cristianismo apostólico. Nunca pretendió ser histórico; antes mítico y alegórico en él hallaron los cristianos “ortodoxos” no otra cosa que confusión y desacierto. En el evangelio del señor respira la metáfora gnóstica. La llama india donde se calentó la sopa cristiana. Y en él, a su vez, crepita el antiguo mito que no cesa: aquel del dios nacido el 25 de diciembre de una virgen, que murió en la cruz y resucitó al tercer día. Este fuego que ha alumbrado por milenios el viejo cuento de Attis, Buda, Baco, Horus, Cristo. El evangelio del señor a diferencia digamos, del de Juan. No huele a mundo. Emana una lumbre inmaterial, lejana. En sus líneas camina un Cristo que no es de carne, ¿cómo serlo?, es impensable un Dios de carne gnóstico. El relato marcionista no es, ni nunca pretendió ser, más que un mito. Bien comprendieron esto docetistas y maniqueos. El evangelio del señor recrea el mito de un dios etéreo, incorpóreo, metafísico, que repite la leyenda del crucificado agregando la representación gnóstica del mundo. No hay nada más que eso. Este arquetípico Dios fue después carnalizado, hecho judío, más tarde antijudío… y lo demás ya lo sabemos. En el evangelio del señor, por citar un ejemplo, encontramos: “Se ha dicho, el Hijo del Hombre debe sufrir muchas cosas, y ser asesinado, y después de tres días elevarse de nuevo”, contrastemos con este pasaje de Lucas 9,22: “El Hijo del Hombre tiene que padecer muchas cosas, y ser desechado por los ancianos, y sumos sacerdotes, y escribas, y ser entregado a la muerte, y al tercer día resucitar”[v]. Archaya continúa la comparación:
Por ejemplo, en Marcos 1,16 se lee: “…y pasando por la ribera del mar de Galilea, vio a Simón y a Andrés…” Casi todos los comentaristas están de acuerdo en que las palabras “por el mar de Galilea” fueron añadidas por Marcos. Están colocadas de forma muy poco gramatical para la sintaxis griega…Marcos, entonces ha interpolado una referencia a un lugar en un texto en el que no existía…[vi] 

El ansia historizadora de estos “cristianos ortodoxos” fue implacable. Hoy Cristo habita entre la negación total del ateo y la afirmación espiritual e histórica del cristiano. La empresa fue lograda. El otro Jesús,  el gnóstico, fue oscurecido para siempre en la profunda noche de los tiempos.
Bibliografía
Archaya S, La conspiración de Cristo, [Trad. Cristóbal Cobo Quintas] Ed. Valdemar 2ª Ed. Madrid, 2006.


[i] Archaya S, La conspiración de Cristo, [Trad. Cristóbal Cobo Quintas] Ed. Valdemar 2ª Ed. Madrid, 2006. P.99.
[ii] Ibíd. p. 200. 
[iii] Ibíd. pp. 200-201.
[iv] Ibíd. p. 202.
[v] Ibíd. p.79.
[vi] Ibíd. p.81.


miércoles, 11 de abril de 2012

El Bosco, introducción a sus obras




Hieronymus Van Aken (1450?-1516), conocido como El Bosco o Jerónimo Bosch, fue un pintor holandés, que firmó sus obras con el nombre de su aldea natal, Hertogenbosch conocida como Den Bosch, de ahí tomó el nombre. El hecho que utilizara un seudónimo quizá se debía a su voluntad de diferenciarse de su familia; esta  se dedicaba al arte, se supone que aprendió las técnicas de la pintura en el taller familiar. La vida de Hieronymus se reduce a muy poca cosa; la Cofradía de Nuestra Señora, de la que Bosch era miembro nos da a conocer, mediante sus archivos, que trabajó como pintor en Hertogenbosch, de 1480-1516, donde pasó toda su vida. Su obra está fuertemente marcada por ese apego a la tradición medieval, mejor conservada en el ambiente rústico de la provincia, que en las grandes ciudades imbuidas de espíritu moderno (renacentista).


En 1463, un terrible incendio, que comenzó dos pasos de la casa del Bosco, destruyó gran parte de la ciudad; en esa época Hieronymus era todavía un niño y las impresiones de terror y de asombro que experimentó ante ese inmenso brasero, influyeron poderosamente en un alma sensible y ardiente, ya que toda su obra aparece obsesionada por los braseros, las llamas y las humaredas rojizas[1].


 “Su obra todavía enigmática en muchos aspectos, refleja el mundo interior del ser humano, cosa que no se realizaba en su época. Mientras que la mayoría de los pintores se dedicaban a observar el paisaje para plasmarlo, El Bosco utilizaba una serie de elementos que entonces resultaban muy sorprendentes”.[2]


Tachado su arte de enigmático y obsceno, creó un mundo extraño, mundo imaginario, que no había aparecido en las pinturas, pero sí en los sermones y en las obras literarias. Se liberó de sus sueños tormentosos mediante sus cuadros. Su pintura es de carácter moralista, didáctica y en ella refleja todos los vicios de su inquietante época, la del paso de la Edad Media al Renacimiento, que llevó consigo una subversión de valores importantes y la relajación de las costumbres que afectó a toda la sociedad laica y clerical.[3]


“El Pintor Oscuro “


Para que exista lo fantástico en el artista es necesario que haya una ruptura con lo real, una intensa participación en otro mundo, pero, la identificación del artista con ese mundo debe ser absoluta; y  transmitida  al espectador de manera inmediata; tal como sucede en el Bosco. Su universo fantástico, tiene su soporte esencial en la metamorfosis: la alianza íntima del hombre, el animal, el vegetal e incluso del objeto inanimado. Abundan ejemplos de esos seres, más o menos híbridos en la belleza como en la fealdad. Los seres metamorfoseados aparecen junto a objetos aislados que, por su excesivo tamaño, o por sus transformaciones aumentan la extrañeza del conjunto.  Estos elementos no nacieron espontáneamente de la imaginación, ya que buen número de ellos derivan de la iconografía de la época, y, en particular de la simbólica medieval[4].

En la Edad Media, la iglesia predicaba iconográficamente a la población, que el mundo era una lucha constante entre Dios y el Diablo, que se debatían por llevar al hombre a su terreno, por lo tanto, el mundo que crea el Bosco está lleno de seres imposibles e introduce numerosos elementos simbólicos y ocultos que aun no se han podido interpretar del todo, ya que, la complejidad de los símbolos que utiliza dificulta a menudo la comprensión de sus obras.

Protagonista de sus cuadros es la Humanidad que incurre en el pecado y es condenada al infierno. Todos los hombres que pintó Hieronymus Bosch, están afectados de locura, necedad, egoísmo frenético o crueldad, están condenados al infierno por su inconsciencia. En sus primeras obras pintó el extravío de los hombres, en su aspecto más elevado, mostrándonos tontos y gente que había perdido el juicio, por ejemplo:



“El prestidigitador”

Es la escena que representa a un charlatán, que ha colocado una mesa delante de una pared que se está desmoronando, los espectadores observan fascinados, ya que, el charlatán hace surgir de la boca del anciano, una rana o un sapo[5]; mientras, a sus espaldas, un cómplice del prestidigitador le corta la bolsa del dinero. El charlatán queda a la derecha, llevando una cesta en la que asoma una lechuza[6]. Debajo del anciano, un niño lo contempla divertido, lo que aludiría a un proverbio: quien escucha a los ilusionistas pierde el dinero y se gana la mofa de los chiquillos.



“La extracción de la piedra”


En esta obra nos muestra la locura y le credulidad humana  ya que en tiempos del Bosco, la extracción de la piedra era un ejemplo de curanderismo, mediante el cual, supuestamente se curaba al paciente de su estupidez. Aparece un falso doctor con un embudo[7] en la cabeza, que extrae la piedra de la cabeza  de un señor, aunque realmente es un tulipán. Su bolsa de dinero es atravesada por un puñal. Están  presentes en la obra, un fraile con un cántaro de vino y  una monja que lleva un libro cerrado en la cabeza, tal representación, podría apuntar al anticlericalismo del Bosco, influido por las corrientes religiosas pre-reformistas en Flandes. Una condena más abierta a aquellos que formaban parte de las órdenes religiosas se puede observar en:

“La Nave de los locos”


El bote de extraña construcción, lleva un árbol como mástil que ondea una bandera rosa con una media luna[8],  en el follaje aparece la lechuza, una calavera que representa la muerte que contempla la escena,  y una de las ramas que esta partida es usada como timón. Una monja y un fraile franciscano, distraídos en comer un pedazo de comida que cuelga de un hilo; no se dan cuenta que un ladrón les va a robar lo poco que les queda sobre la mesa, estos religiosos con un laúd[9], cantan juntos, lo que tiene ciertas asociaciones eróticas, ya que hombres y mujeres de las ordenes monásticas debían permanecer separados. Entres los vicios monásticos, la Lujuria y la Gula tenían preeminencia desde hacía mucho tiempo; y, durante el siglo XV, estás y otras acusaciones eran dirigidas con frecuencia contra las órdenes religiosas. En el cuadro también se observa gente en el agua, un embudo invertido que sería la locura, un ave asada como la gula, un cuchillo como símbolo fálico o del pecado de la ira. Un hombre vomitando por los efectos del alcohol y un bufón está sentado en el cordaje de la derecha.

La nave era una metáfora predilecta durante la Edad Media, por ejemplo una imagen popular era, la nave de la iglesia, tripulada por los prelados y el clero, que lograba que su carga de almas cristianas llegara sana y salva al puerto del Cielo[10]


Alegoría de la Lujuria y la Gula


La relación íntima entre la Lujuria y la Gula, dentro del sistema moral de Medievo, fue expresada también en un fragmento de una pintura de la Universidad de Yale. La Gula la personifica los nadadores del ángulo superior izquierdo, reunidos alrededor de un gran barril de vino sobre el que está sentado un campesino gordo, otro personaje nada cerca de la orilla y un pastel de carne le tapa los ojos, a la derecha una pareja de enamorados dentro de una tienda están bebiendo vino.

Durante la Edad Media, los moralizadores repetían a su audiencia que la Gula y la embriaguez conducen a la Lujuria. Y una de las preocupaciones de la iglesia de este tiempo era la preparación para el Juicio Final, y enseñaban  a los creyentes que tipo de conducta debían seguir para ser incluidos en los bienaventurados; advirtiendo a los pecadores sobre el terrible castigo que les aguardaba sino seguían el camino del Bien, mostrándoles con detalles espeluznantes  los terribles tormentos que iban a pasar. El Bosco, como hombre de la época, tuvo ese gusto del cilicio y de la muerte, y gracias a su imaginación pintó la más extraordinaria colección de torturas que pueda imaginar un verdugo, pues nada era demasiado para apartar al pueblo de la herejía. En este tríptico las representaciones del Juicio Final, del paraíso y del infierno eran las consecuencias de una larga tradición desarrollada en el Medievo

El Juicio Final


Esta obra, pintada para Felipe el Hermoso, es la única fechada, 1504, en el panel central se representa el Juicio Final, las tablas laterales representan el paraíso y el infierno.  Este tríptico abarca todos los seres, como un evento que termina con la historia de la humanidad. La mayor parte del cuadro está ocupada por las escenas de tortura, por ejemplo: los condenados que serán asados o hervidos en una caldera,  la mujer presa del hombre-dragón, los hombres desnudos empalados en el árbol espinoso; escenas de heridas, mutilaciones atroces. Se le da mucha importancia a las armas, al metal, a las substancias metalizadas. En la forja infernal, los condenados son herrados, moldeados sobre el yunque; el hombre se convierte, en materia prima de experiencias monstruosas[11].

Para el Bosco el pecado y la locura son condiciones universales de la humanidad, el fuego es el destino en común, el pintor desarrolló más aún esta visión profundamente pesimista de la naturaleza humana en otros dos trípticos: El carro de heno y El Jardín de las Delicia, relacionados al El Juicio Final en cuanto formato.


“El carro de heno”

Muestra a la humanidad que se entrega al pecado sin considerar las leyes divinas, ni considerar el destino que Dios les tiene preparado. El Bosco enfoca uno de los pecados capitales; “La Avaricia”; esta los lleva a la discordia, a la violencia y al crimen, aspectos que están representados en el espacio abierto que hay delante del carro. La Avaricia también lleva a los seres a engañar y a defraudar como el señor con el sombrero de copa alta, que es un farsante y está acompañado de un niño. En el ángulo inferior derecho, unas monjas introducen heno   dentro de un gran saco; mientras son vistas por un fraile glotón.

 La repetición de ciertos temas en las obras del Bosch,  hace que tomen valor de símbolos: los temas del abismo, temas fálicos, y el arma blanca en especial; presentan la necesidad que tuvo Bosch durante toda su vida, de liberarse de sus angustias. Al igual florecen ciertas imágenes de refugio ligadas a lo órfico[12]. En la imagen del huevo, matriz del mundo, símbolo de la Madre, existe un paralelismo con el mándala[13], surgido del inconsciente, que aparece a veces en los sueños neuróticos.  


Tablero de los Siete Pecados Capitales y las Cuatro Postrimerías

El hombre de la edad Media, corrupto por el pecado de Adán, luchaba débilmente por sus inclinaciones perversas, con probabilidad de hundirse al nivel de las bestias que de elevarse al de los ángeles, esto inspiró al Bosco la reinterpretación de en las Bodas de Canaán, y el Tablero de los Siete Pecados Capitales y las Cuatro Postrimerías. En este, se presenta la condición y el destino humano mediante una serie de imágenes circulares, la imagen central formada por anillos concéntricos representa el ojo de Dios, cuya pupila emerge Cristo, con sus heridas, alrededor de la pupila están inscritas las palabra “Atención, atención, Dios ve”. Y lo que ve, está representado,” Los siete pecados”, mediante pequeñas escenas. El concepto de Dios espía del género humano durante el Medioevo, era un elemento disuasivo contra el pecado[14].

Las bodas de Canaán

Aquí, claramente se expresa la complejidad del pensamiento del Bosco, ya que, por un lado se presenta una alegoría moralizadora sobre la búsqueda del hombre de los placeres de la carne, a expensas de su bienestar espiritual y, por el otro, el ideal monástico de una vida alejada del mundo y dedicada a la contemplación de Dios.

Bosch, cuando pintó los extravíos de los hombres, sus debilidades y su miseria, buscó ilustrar pensamientos o doctrinas que su época y ambiente preferían. En las Tentaciones de San Antonio, el Jardín de las Delicias, los diversos Infiernos y los Juicios Finales se expresa una profunda angustia metafísica y de origen neurótico, íntimamente unido e indisociable; donde el hombre busca liberarse.


Las Tentaciones de San Antonio
                                         

Los que sedujo al pintor en esta escena, fueron las tentaciones simbolizadas de muchas maneras (cuchillo mellado, escalas, el jarro del diablo, piezas de armadura, pequeños demonios-grillos y un cerdo) a que estuvo sometido el santo, provocando en él ese estado de crisis que afectaba al propio Bosch. El combate interior es lo que le interesa y le atrae, donde el hombre se mide con su fe. San Antonio está acurrucado, debajo de un árbol hueco que tiene un techo de paja, delante un arroyo donde hay figuras demoniacas.

El bosco pinta en la vida de los santos una vía para la salvación del género humano siendo un modelo de imitación que se debe seguir, otro ejemplo son las tablas con la Pasión de Cristo,  a través de la meditación sobre las penas sufridas por Cristo, para rescatar al género humano del pecado universal.

La Coronación de Espinas

“Estos cuatro verdugos pueden estar representando los cuatro tipos de temperamento: el flemático y el melancólico en lo alto y el sanguíneo y el colérico en la parte inferior. Arriba a la izquierda, un soldado romano pone la corona de espinas, que parece una aureola por su posición. Arriba, a la derecha, otro verdugo, con rostro más compasivo, apoya su mano en el hombro de Jesús; su animalidad queda subrayada por el collar de perro que luce. Las dos figuras de la parte inferior tienen expresiones más crueles y llenas de odio. El de la izquierda tiene pintado en la toca roja una estrella y una media luna, lo que aludiría a su pertenencia a una religión opuesta al Cristianismo: la media luna del Islam y una estrella amarilla del judaísmo.” [15]



Cristo cargando la Cruz


Esta fue la última obra que pintó el Bosco sobre el tema, aquí Jesús está acompañado por la Verónica, figura apócrifa, también se observa una turba clamorosa con caras alteradas y deformes, estos no son hombres sino demonios, encarnaciones perfectas de todos los deseos y pasiones que jamás hayan podido mancillar el alma. El rostro de Jesucristo y de  Verónica denotan  singular serenidad parecen estar sumidos en alguna visión interior.[16]

Estas son algunas pinturas de Hieronymus Bosch, que en España ha gozado de un particular interés, debido principalmente a los extraño de su iconografía, este interés por la creación del artista, es el perfecto broche que cierra una Edad Media cargada de negros horrores.

Este artista extraño, sigue envuelto en su complejidad y en su misterio, pocos pintores han sido objeto de juicios tan contradictorios sobre su obra, juicios que varían según las tendencias artísticas y filosóficas del momento.

El museo del Prado de Madrid, posee hoy en día varias de las obras más famosas de El Bosco, gracias a que el rey Felipe II de España, compró muchas de ellas; más de medio siglo después de la muerte del pintor, debido a su  pasión obsesiva por el artista, se puede considerar,  el punto de arranque de la pasión que sintió la aristocracia española por el pintor. Tal vez Felipe II halló placer en buscar su lado mórbido y erótico, el gusto por lo macabro, y una suerte de perversión mística que concordaba con su modo de ser.[17]


[1] M. Gauffreteau-Sévy, Hieronymus Bosch “El Bosco”, 2a. ed., Ed. Labor, S.A., España, 1969, pp. 17
[2] 1000 Biografías, en Grandes personajes, SPES Editorial, S.L., 1ª. ed., España, 2003, p. 127.
[3] El Renacimiento, en Historia del Arte 3, Ed. ESPASA CALPE, S.A., España, 2005, p. 678.
[4] Op cit, M. Gauffreteau- Sévy, pp. 67-68.
[5] Castelli, Enrico, Lo demoniaco en el arte, su significado filosófico, Ediciones Siruela, S.A., España, 2007, pp. 213-218.  Sapo: Figuración del diablo, símbolo de codicia y del sortilegio.
[6] Idem,  Lechuza, símbolo de la herejía.  .
[7]  Idem. Embudo: Emblema de la inmoderación y de la prodigalidad. Puede ser también emblema fálico. 
[8] Media luna: Símbolo de la vanidad y también de la vida sublunar ( la alternancia del crecer y el decrecer). A menudo representaciones del diablo.
[9] El laúd y el bol con cerezas tienen connotaciones eróticas,  http://es.wikipedia.org/wiki/La_Nave_de_los_locos
[10] Bosing, Walter, El Bosco, [Editado por Ingo F. Walther, Traducción: Lic. María Luisa Metz], Germany, 1989, p.30.
[11] Op cit, M. Gauffreteau- Sévy, p. 140.
[12] El onirismo es una actividad mental que se manifiesta en un síndrome de confusión que está especialmente caracterizado por alucinaciones visuales, que pueden indicar una disolución parcial o completa con la consciencia o la realidad. http://es.wikipedia.org/wiki/Onirismo
[13] Los mándalas son diagramas o representaciones esquemáticas y simbólicas del macrocosmos y el microcosmos, utilizados en el budismo y el hinduismo. Estructuralmente, el espacio sagrado (el centro del universo y soporte de concentración), es generalmente representado como un círculo inscrito dentro de una forma cuadrangular. http://es.wikipedia.org/wiki/M%C3%A1ndala
[14] Op. cit. Bosing, Walter, pp.25-26.
[15] http://es.wikipedia.org/wiki/La_coronaci%C3%B3n_de_espinas_%28Bosco,_Londres%29
[16] Op. cit. Bosing, Walter, pp. 77-78.
[17] Ibid. p.12.