De
la vida feliz[1], es
un texto de juventud, escrito durante unas vacaciones otoñales en el año 386 d.
de C., en el Casiciaco, una finca de
un amigo cercano, cuando Agustín recién se había convertido al cristianismo. Forma parte de los diálogos en los que inicia una nueva vida intelectual
y moral, es el inicio de su lucha por la fe, frente a las asechanzas de las
pasiones y contra los enemigos de la fe: heréticos y paganos. Agustín había
peregrinado por los vericuetos que ese mundo en descomposición le ofrecía; en
su búsqueda, no obtuvo lo que esperaba del maniqueísmo, no pudo hallar la
verdad hasta que consiguió librarse de las pasiones, la soberbia, la vanagloria
y los apetitos carnales. En el Casiciaco,
Agustín se refugia en una tensa quietud que le servirá de preparación para la
gran batalla. En esta obra se advierte un optimismo que, en obras posteriores
de contenido filosófico superior, desaparecerá para dar lugar a una concepción
del hombre y de una vida más rigurosa[2].
La felicidad constituye el centro de este diálogo, tema que a su vez, constituyó
el centro mismo de la especulación moral en todo el pensamiento antiguo, pues toda
la ética griega y romana es eudaimonista.
La
obra se conforma de treinta y seis apartados distribuidos en cuatro capítulos,
en el primer capítulo, Agustín lo dedica a Teodoro, para mostrarle las
adversidades de que se libró al refugiarse en el puerto de la filosofía
cristiana, puerto desde el cual se adentra en la región y tierra firme de la
vida dichosa, no obstante, en la mayoría de casos, no bastan la razón y la
voluntad, sino que hace falta alguna tempestad que empuje al hombre a tan
codiciada tierra[3].
Según esto, hay tres clases de hombres que, como navegantes,
pueden acogerse a la filosofía. La primera es la de los que llegando a la edad
de la lucidez racional, con un pequeño esfuerzo y leve ayuda de los remos,
cambian de ruta y se refugian en apacible puerto. La segunda clase es la de
aquellos que engañados por la bonanza, se internaron en alta mar lejos de su
patria, con frecuente olvido de la misma. Pero algunos, por no haberse alejado
mucho, no necesitan golpes tan fuertes para el retorno. Tales son los que por
fortuna, por las torturas y por ansiedades, instigados por el ocio mismo, se
han visto constreñidos a refugiarse en la lectura de libros muy doctos y
sabios, y al contacto con ellos ha despertado su espíritu. La clase intermedia,
en la que Agustín traza su propia semblanza personal, es la de los
que en el umbral de la adolescencia o después de haber rodado mucho por el mar,
ven señales, y en medio del oleaje recuerdan su añorada patria, y sin detenerse,
emprenden el retorno, o retenidos por algunos halagos, dejan pasar la
oportunidad de la buena navegación y siguen perdidos largo tiempo, con peligro
de su vida. No obstante, en la embocadura del puerto hay un
soberbio afán de gloria que es preciso evitar mediante la humildad.
Agustín relata las vicisitudes espirituales de su navegación accidentada
y de la utilidad de los sermones de algunos sacerdotes y de los libros de
Plotino para liberarse de sus errores y tempestades. Manifiesta que en la filosofía
navega como en un puerto, pero que es de tal magnitud, que no excluye todo
riesgo de error, que no se encuentra aún en un terreno firme, es decir, está dudoso y vacilante cuestiones del alma[4].
En el segundo capítulo afirma que constamos de cuerpo y alma, que el alimento
del alma es el conocimiento, que hay dos clases de alimento: saludables y
útiles, y morbosos y destructores. Siendo esto así, para celebrar su
cumpleaños, desea no solo un convite corporal, sino también espiritual, pues hay que
desear con más gusto las viandas del espíritu que las del cuerpo, lo cual se
logra teniendo sanos los ánimos, es decir, es precisa la salud
del alma[5]. Todos
deseamos ser felices, no obstante nadie puede ser feliz si le falta lo que
desea, como tampoco es feliz quien lo reúne todo a la medida de su afán. Lo que debe procurar un hombre para ser feliz es algo permanente y
seguro, no sujeto a la suerte o el azar. Y, puesto que Dios es lo eterno y
permanente, luego entonces, es feliz el que posee a Dios[6].
Quiénes tienen a Dios y son los verdaderamente dichosos son los que viven bien, el que hace lo que Dios quiere y el que tiene el
alma limpia del espíritu inmundo. De esta forma, Agustín anuncia que la
contienda con los académicos está terminada, argumentando que sólo es feliz
aquel a quien le falta lo que desea, que nadie busca lo que no quiere hallar y
que si los académicos buscan la verdad es porque quieren poseerla. Pero no la
hallan, es decir, no poseen lo que desean y, por tanto, son infelices. Pero
nadie es sabio sin ser feliz. Por lo tanto, los académicos no son sabios. No
obstante, si no se admite el argumento anterior, hay que admitir alguno de
estos absurdos: o que es feliz aquel que carece ese bien tan estimable -la
verdad- que busca con afán, o que los académicos no desean la verdad, o que el
infeliz es sabio. Los académicos son caducarios (trastornados)[7].
En el tercer capítulo, recapitula las opiniones sobre el hombre feliz,
es decir, del que tiene a Dios, del que cumple con la voluntad divina y vive
bien, de tal manera que vivir bien es hacer lo que a Dios le agrada, pues Dios habita
en los corazones puros. Por lo tanto, no tener el espíritu inmundo
significa vivir castamente y libre de todo pecado, estar vuelto a Dios,
atenerse a él y vivir bien. Dios quiere que el hombre lo busque, y el que lo
busca vive bien y no tiene espíritu impuro. Pero, el que busca a Dios, no lo
tiene aún. Hay que rectificar, por consiguiente, la conclusión anterior, es
feliz, no el que tiene a Dios, sino el que lo tiene propicio. El que ha
encontrado a Dios y lo tiene propicio es feliz; el que lo busca lo tiene
propicio, pero aún no es feliz; quien se aleja de Dios por sus vicios y
pecados, ni es feliz, ni lo tiene propicio[8]. Es
decir, el que no es feliz es desgraciado (miser);
si todo indigente (egens: padecer
necesidad) es infeliz, por tanto todo infeliz es indigente, es decir,
infelicidad (miseria) e indigencia (penuria) son la misma cosa[9].
En el último capítulo, replantea el punto anterior expresando que, el
hombre feliz es el que no necesita nada, es decir, el que no es indigente, sin
embargo, por no haber término medio, no podemos deducir que todo el que no
padezca indigencia es feliz, si bien, es indudable que quien padece necesidades
(indigente) es infeliz, pero tratándose del sabio hay que excluir algunas
necesidades corporales, pues el alma, donde radica la felicidad, está libre de
ellas, es decir, el sabio no teme a la muerte, ni a los dolores; no los
desdeña, pero los evita[10]. Al
discutir si todo infeliz es indigente, se puede objetar que hombres ricos sin
necesidad, tendrían el temor a perder sus bienes por un giro de la fortuna, pero
para Agustín, el temor no es una necesidad, la necesidad consiste en no tener,
y no en el temor de perder lo que se tiene, si bien, la más miserable
indigencia es la falta de sabiduría. Por lo tanto la indigencia del alma es la
estulticia, opuesta a la sabiduría. Luego entonces, todo no necio es sabio, por
lo que todo necio es desdichado y todo desdichado necio. Por lo tanto, toda
necesidad es miseria y toda miseria necesidad, es decir, indigencia y necesidad
se identifican, concluyendo en que quien no tiene indigencia es sabio y feliz.
La estulticia significa indigencia, y ésta equivale a pobreza. En otras
palabras, el necio es vicioso y la estulticia es resumen de todos los vicios[11].
Agustín enfatiza en que la indigencia y la plenitud son dos conceptos
que se oponen, es decir, sí la indigencia es estulticia, la sabiduría será
plenitud. Cicerón, que coincide con estas apreciaciones, agrega los términos
“moderación” y “templanza” como sinónimas de plenitud, pues modestia viene de
templanza, y donde nada falta ni sobra, hay plenitud. Abundancia y opulencia
implican indigencia, pues tanto lo poco como lo demasiado carecen de medida. De
tal manera que sabiduría es plenitud, pues en la plenitud hay medida y la
medida del alma está en la sabiduría. Podemos pues, identificar la infelicidad
(miseria) con la indigencia, por lo tanto, ser feliz es no padecer necesidad,
es decir, ser sabio. Entonces sabiduría no es otra cosa que moderación y uno
comete excesos por la lujuria, por ambición, por soberbia, etc.; o bien se limita
por la avaricia, el miedo, la tristeza, la codicia, etc[12].
Llamamos sabiduría a la sabiduría de Dios, es decir, la sabiduría no es
sino la verdad, pero la medida suprema es también medida verdadera, es decir, no
hay verdad sin medida ni medida sin verdad y quien llega a la suprema medida
por la verdad es feliz. Esto es tener a Dios en el alma, es gozar de Dios. En
consecuencia, ya no es el hombre o la razón la medida de todas las cosas sino
esa suprema medida es Dios. Se puede seguir pensando que es feliz el sabio, pero
la sabiduría ya no consiste en el atenimiento a sí mismo, a sus propias
fuerzas. La sabiduría se ha desplazado del hombre a Dios. Otro tanto se puede
decir de la verdad, que ya no está en las cosas sino en tener a Dios en el
alma. Es así que de Dios procede toda la verdad que expresamos, por lo que sólo
es beata vita la plena saciedad de
las almas, es decir, el conocer piadosa y perfectamente por quién somos
conducidos a la verdad. Esta es la vida feliz, perfecta, a la que podemos ser
llevados por una fe firme, una alegre esperanza y una caridad ardiente. El
diálogo termina con una acción de gracias y con la recomendación final de
observar y amar en todo la medida, como condición de la vuelta a Dios[13].
En el corazón del hombre anida un
deseo que mueve todo: el de la vida feliz. Todos los hombres quieren ser
felices, y hacen cuanto pueden para conseguirlo. Este axioma fue el resorte de
toda su dialéctica, su vida comenzó a girar en torno a este principio, que
también fue el tema o aspiración central de la antigua filosofía[14].
En la vida feliz, Agustín enlaza la felicidad y la verdad, porque no quería una
felicidad falsa y aparente, sino sólida y real, por eso en su polémica contra
los académicos quiso cerciorarse de la posibilidad de alcanzar la verdad y la
sabiduría para ser feliz. No hay ni puede haber felicidad en el error. Los
partidarios de la Academia decían que el hombre no puede hallar la verdad y que
debe contentarse con buscarla o con una probable posesión de la misma. Toda la
espiritualidad quedaba viciada en su raíz con esta filosofía; sin verdad y
certeza no hay vida espiritual posible, no hay determinación de una meta final
y de un camino seguro. El que no conoce la patria, no se dirigirá hacia ella, y
el que no sabe el camino que lleva allí, tampoco. Estas dos certezas eran
necesarias para emprender el nuevo rumbo de la existencia. Y ésta era la
verdadera sabiduría cristiana, que es una sabiduría de navegantes, que en Dios tienen
a quien los guía hacia los secretos de la verdad.
Al articular la felicidad
con la verdad, la posibilidad de logar tal fin trasciende a
todas las virtudes naturales y es fruto del auxilio celestial, de tal manera
que, con ello, Agustín ha roto la unidad de la especulación teológica clásica,
que descansaba en la idea que el fin estaba ya incluido en el concepto de la
naturaleza y que debía ser logrado o realizado por la potencia natural del
hombre. Agustín pretende que este fin sólo puede ser logrado por un auxilio
divino. Así en el más profundo deseo humano —el de la vida feliz— late la
necesidad y aspiración a un auxilio divino que lo haga capaz de conseguirlo.
Estos dos deseos de felicidad y de ayuda preparan ya el suelo para la futura
teología de la gracia. Lo que sí conservó Agustín de las antiguas escuelas
filosóficas fue la relación entre la bienaventuranza y el bien moral que debe
realizarse para llegar a conseguirlo. Agustín enlazó fuertemente la ética y
la vida feliz, tal como lo exigían las Escrituras, cuya tendencia a la
felicidad se concreta en términos de purificación, conversión y participación[15].
Las diferentes
escuelas filosóficas intentaron determinar el contenido del concepto de
felicidad, no obstante, aunque todas coinciden en que el fin
supremo de la vida está en alcanzar la eudaimonía y que nosotros hemos traducido
inadecuadamente como felicidad, el intento de unificar esa pluralidad de
significaciones, ha fracasado, es decir, en cada época, en cada comunidad, grupo
humano e individuo pueden sentir la felicidad como algo esencialmente distinto.
El eudemonismo no es privativo del pensamiento antiguo, sino que es adoptado
también por el cristiano e igualmente por otras formas de ética moderna, como
el utilitarismo inglés, en el que asume un carácter de eudemonismo social).
La actitud moral del hombre griego y el del cristiano aparecen separados
por diferencias profundas e irreductibles, tal vez la disparidad esencial entre
la ética cristiana y todas las morales de la antigüedad llamadas de salvación,
se resume en que en éstas lo que se trata de salvar es al hombre dentro del
mundo, mientras que el asunto de la moral cristiana está en la salvación del
alma. Por otra parte, mientras que para el griego la vida humana transcurre
dentro de un orden cósmico o natural, para el cristiano ese orden externo queda
al margen y subordinado al orden interior del sujeto espiritual, al orden del
alma, que, como imagen que es de la divinidad, se inserta en el mundo
sobrenatural, en el reino de Dios. El concepto griego de eudaimonía perdura en
el pensamiento cristiano. La función contemplativa adquiere gran importancia La
vita beata es pura contemplación de Dios.
De la vida feliz proporciona una base
para explicar y entender el nacimiento de Agustín a la fe cristiana, su
conversión al cristianismo y su desarrollo intelectual.
BIBLIOGRAFIA
Capánaga, Victorino,
“La dialéctica de la conversión”, en Agustín
de Hipona. Maestro de la conversión cristiana, Biblioteca de Autores
Cristianos, Madrid 1974, pp. 476.
San Agustín, De la vida feliz, [Trad. del latín Ángel
Herrera Bienes, Prólogo Antonio Rodríguez Huescar], Ed. Aguilar, Buenos Aires,
1980, pp. 92.
San Agustín, “Libro
IX, Capítulo IV”, en Las confesiones,
[Edición crítica y anotada por el Padre Ángel Custodio Vega], 7ª ed.,
Biblioteca de Autores Cristianos, Madrid, 1979, pp. 612.
[1] San Agustín, De la vida feliz, [Trad. del latín Ángel Herrera Bienes, Prólogo
Antonio Rodríguez Huescar], Ed. Aguilar, Buenos Aires, 1980, pp. 92.
[2] San Agustín, “Libro IX, Capítulo IV”, en Las confesiones, [Edición crítica y
anotada por el Padre Ángel Custodio Vega], 7ª ed., Biblioteca de Autores
Cristianos, Madrid, 1979, pp. 352-359.
[3] San Agustín, De la vida feliz… p. 47.
[4] Ibid.
pp. 50-51.
[5] Ibid.
p. 59.
[6] Ibid.
pp. 63-65.
[7] Ibid.
pp.68-69.
[11] Ibid.
pp.83-86.
[12] Ibid.
pp.88-89.
[13] Ibid.
pp. 90-92.
[14] Capánaga, Victorino, “La dialéctica de la
conversión”, en Agustín de Hipona.
Maestro de la conversión cristiana, Biblioteca de Autores Cristianos,
Madrid 1974, p. 191.
[15] Ibid.
p. 194.