viernes, 17 de mayo de 2013

Formas artísiticas de lo imaginario en la Edad Media


Formas artísticas de lo imaginario

Joaquín Yarza Luaces

 

Joaquín Yarza Luaces, catedrático de historia del arte, historiador del arte español y uno de los
grandes medievalistas hispanos, presenta en este libro trabajos de iconografía medieval, donde la presencia de lo fantástico y lo imaginario se pone de manifiesto. Entre los temas de los artículos reunidos en este libro, están lo fantástico, el Diablo, la muerte, la imagen de la mujer, ilustraciones de Beatos, san Miguel y la balanza, etcétera.

Para esta presentación me remitiré al tema de lo fantástico y al tema del diablo.

 

Reflexiones sobre lo fantástico en el arte medieval español

“Es muy difícil –considera el autor–, cuando se habla del mundo medieval, establecer criterios generales aceptablemente claros que permitan calificar [como fantástico] a lo artístico”[1]. Ello en razón de dos aspectos dominantes, uno de los cuales parece obligar a que todo lo religioso se considere fantástico, mientras que el otro lo impide; el primero es el “predominio del arte religioso que exige la representación material de lo que suele ser inmaterial”[2], y el segundo es el “sistema de trabajo que requiere el uso de modelos que se copian continuamente”[3].

Si se utilizan las historias del Antiguo y del Nuevo Testamento, al intentar expresar en imágenes el mundo de lo sagrado, su carácter “histórico” los dota de una cualidad de crónica de la cual está excluido lo fantástico. Por otra parte, cuando se pretende “materializar lo invisible y visualizar lo numinoso”[4] es mucho más difícil denominar o no como parte de lo imaginario a una obra.

Entre la imagen de Cristo y los evangelistas, tal y como se representan en el ábside central de la iglesia pirenaica de San Clemente de Taüll (arriba derecha) y en la portada del Sarmental de la catedral de Burgos (arriba izquierda), el autor estima que la primera es una obra fantástica y la segunda no. “El cristianismo habló de una realidad fenoménica engañosa y de otra, velada a los hombres, que es la auténtica”[5]; y se puede hablar de un “arte fantástico religioso, expresión de lo numinoso”[6] cuando el artista para recrear esa otra realidad, verdadera, buscaba el lenguaje más alejado de la realidad, así en San Clemente de Taüll. Por el contrario, cuando lo que se busca es acercar lo sagrado al hombre, cuando se enfatiza la humanidad del ser divino, “el sistema representativo está más cerca del ambiente en que el hombre se desenvuelve”[7], así en la catedral de Burgos.

A lo fantástico se le pueden atribuir diversas funciones o significados, “una contestación a los moldes rígidos”[8] en los cuales el artista suele moverse, “una intención lúdica”[9], “un deseo de evasión de la realidad”[10], un medio para representar al mal “como monstruo”[11].

Lo fantástico se halla en diversos ámbitos, como en la arquitectura –siendo la primera obra fantástica la catedral gótica del siglo XIII, asimismo el castillo-palacio tardomedieval–; la literatura –en la descripción de las obras arquitectónicas, por ejemplo–; en la arquitectura imaginada, como es el caso de dibujos de un “soberbio y complicado castillo”[12] en un folio entero en el manuscrito Fortalitium Fidei, de Alonso de Espina, ilustrado por García de San Esteban para el obispo Montora en 1464: “Las torres desbordan de ángeles con todos los atributos imaginables referentes a la pasión […] una enorme muchedumbre es dirigida por el papa, reyes, obispos, etc. […] La puerta se abre y el ejército cristiano se lanza contra los sarracenos”.

También hallamos lo fantástico en las ilustraciones de libros, como las miniaturas, letras iniciales, siendo temas constantes el dragón, vegetales, escudos, espectadores, aves, escenas bíblicas, en ocasiones letras iniciales están formadas por animales.

Los artistas medievales se valieron de múltiples medios técnicos y los significados y usos de lo fantástico también fueron múltiples, aunque la decisión de cuándo una obra debe ser considerada como fantástico esté abierta a debate.

 

Del ángel caído al diablo medieval

Se analiza la transformación del representante máximo del mal en el mundo cristiano, el diablo, “desde los gesticulantes demonios románicos del maestro Gislebertus en Autun, pasando por los filosóficos contemplativos de Nuestra Señora de París, reinventados en su mayoría por Viollet-le-Duc, y terminando en los seres monstruosos de cuerpo parcialmente metálico de un Bartolomé Bermejo, toda la figuración religiosa medieval se hace inquietante continuamente por la presencia de esa contrafigura de Dios, que es el Diablo”[13].

El diablo está presente en los textos cristianos desde la biblia, en los primero siglos del cristianismo no parece darse de él en la mayoría de los casos más que descripciones breves, lo cual es “explicable por su carácter inmaterial y porque no se vio la necesidad de dar detalles más o menos anecdóticos”[14], sectas antiguas sí dieron forma a seres superiores en sentido positivo y negativo; gnosticismo y maniqueísmo, por ejemplo, influyeron en el cristianismo y éste llegó a aceptar “un cierto dualismo que va a pervivir a lo largo de la Edad Media, brotando de forma ostentosa en ocasiones (catarismo)”[15].

Los espíritus más claros, como San Agustín, evitaban la anécdota porque creían que “en principio los diablos eran de naturaleza aérea, mantenida después de la caída”[16], mientras que por otro lado se iba desarrollando la literatura monástica, “el asceta, verdadero héroe cristiano, mantenía una lucha constante con el demonio, su enemigo, presente bajo las formas más insospechadas”[17], bajo apariencias engañosas, imágenes grotescas, figuras animales, mujeres atractivas, incluso ángeles de luz, siendo una de los más notables su aparición bajo la figura de un pequeño niño negro.

En el altomedievo, “en las artes plásticas la figura del demonio surge muy tempranamente, pero sin que durante mucho tiempo […] llegara a alcanzar un cierto protagonismo ni se creara una fórmula duradera y convincente”[18], ya durante los siglos IX y X “se desarrolla […] toda una rica iconografía que puede tipificarse. Por un lado, el mantenimiento de la tradición antigua, con un diablo que tiene aún mucho de ángel. Luego en relación posible con los textos que hablan de seres negros, porque representan las tinieblas, y la tradición del pequeño etíope, más los diablos burlones que se mofan de los monjes del desierto, surge la imagen dinámica del diablo bizantino repetido en Occidente y que muy posiblemente enlaza con el truculento monstruo románico”[19].

En los textos hispanos no se intenta ofrecer una descripción del diablo, mientras que en las fuentes escatológicas musulmanas “es de destacar la minucia con que se explican infierno y paraíso”[20], parece que de ahí derivó una influencia a los reinos occidentales sobre la descripción del diablo y el infierno en ilustraciones de épocas posteriores.

En el Comentario al Apocalipsis de Beato de Liébana se “hace patente la metamorfosis del demonio en un ser monstruoso a partir de una fecha no bien determinada pero que puede ser a mediados del siglo X.

En el Beato de Gerona, en el folio donde se muestra el descenso al infierno, por ejemplo, “es posible encontrar entre los monstruos que pueblan un notable infierno, la influencia […] de los «hádices» musulmanes”[21].

Para esta época, hay además del Diablo los diablos, seres infernales, “demonios de menor importancia en los que al color oscuro se une la buscada monstruosidad y el gesto animado que va a caracterizar los tiempos posteriores románicos”[22].

En ocasiones, el Diablo tiene doble cabeza, a veces con un nimbo de luz negra, con pies monstruosos, alas negras, existen también diablos de varias cabezas.

El demonio, “como ser de claras señales malignas, no se creó en el románico sino que ya entonces tenía una larga historia, tanto en Oriente como en Occidente. Y […] fue en los reinos cristianos españoles occidentales donde sufrió más transformaciones y presentó un mayor número de caras diferentes”[23].



[1] Yarza Luaces, Joaquín, Formas artísticas de lo imaginario, Anthropos, Barcelona, 1987, p. 15.
[2] Ibidem.
[3] Ibidem.
[4] Ibidem.
[5] Idem, p. 16.
[6] Ibidem.
[7] Ibidem.
[8] Idem, p. 18.
[9] Ibidem.
[10] Ibidem.
[11] Ibidem.
[12] Idem, p. 32.
[13] Idem, p. 47.
[14] Idem, p. 48.
[15] Idem, p. 49.
[16] Ibidem.
[17] Ibidem.
[18] Idem, p. 51.
[19] Idem, p. 53.
[20] Idem, p. 54.
[21] Idem, p. 56.
[22] Ibidem.
[23] Idem, p. 68.

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