miércoles, 30 de mayo de 2012

Abelardo y Eloísa, esbozo de su tragedia




La historia de estos dos personajes del siglo XII, nos remonta tal vez al inicio de lo que hoy conocemos como “novela romántica”; la tragedia que persigue a  Abelardo sin duda puede ser equiparable a la que Sófocles relata en su tragedia Edipo Rey. No empieza por terminar una desdicha de Abelardo, cuando la envidia de algún colega filosofo o teólogo, lo está asechando.
            Abelardo nace en 1079, cerca de Nantes, en Bretaña, Francia, de una familia noble recibe el nombre de Pedro.[1] Abelardo es su sobrenombre cuyo significado aun se desconoce. Algunos afirman, que el apodo le es dado por su madre aludiendo a su fascinante inteligencia, Abelardo seria en este caso una deformación de la palabra francesa (abeille: abeja). Otros afirman que dada su torpeza para las matemáticas, un profesor suyo le decía una oración en francés (habeo lardum: tengo enjundia), que por aberración dio habe lard, y luego Abelardo.
            Destinado a una carrera militar, pero arrastrado por la pasión del estudio, renuncia a su herencia y a sus derechos como primogénito para cultivar todas las ciencias conocidas en su época. Fue discípulo y luego rival de Guillermo de Champeaux y de Anselmo de Laon en filosofía y teología respectivamente[2]. A una muy corta edad Abelardo abre su propia escuela y ejerce brillantemente en varias ciudades.
Empecé a recorrer las provincias, yendo donde quiera que oyera decir  que se apreciaba ese arte, y discutiendo siempre, como digno émulo de los peripatéticos.[3]
            Abelardo se encuentra en el clímax de su gloria, y como se lee en la Carta a un Amigo es sumamente soberbio, y cree, y goza de una tremenda lujuria. Es aquí cuando conoce, seduce y luego se enamora de su alumna Eloísa, sobrina del canónigo Fulbert en cuya casa había sido recibido. La relación de éstos dura dos años, al cabo de los cuales el embarazo de Eloísa hace evidente la relación.[4] El tío de Eloísa, abarrotado de una fuerte cólera por la vergüenza que Abelardo trajo a su familia, busca una venganza y da a Abelardo la pero de las mutilaciones humanas “la castración”.
            Para ocultar su vergüenza y acallar las habladurías, Abelardo toma los hábitos y se retira a la abadía de San Dionisio, mientras Eloísa sigue los pasos de su amado y se retira al monasterio de Argenteuil. Una serie de persecuciones hacía Abelardo lo hacen cambiar constantemente de residencia, San Bernardo logra su condena y la de su obra en el concilio de Sens en el año de 1140. Posteriormente Pedro el Venerable abad de Cluny, lo arropa en su abadía y obtiene para él un perdón por parte de la Santa Sede. Como su salud empeora día tras día, es enviado al priorato de San Marcelo, pero los esfuerzos son en vano y muere ahí en el año de 1142 a los sesenta y tres años.
            Eloísa nace en Paris en 1101, es decir, veintidós años después que su amado. Fulbert se preocupó particularmente por la educación de su sobrina; la colocó en el monasterio de Argentiul, en cuya escuela la joven cursó el programa habitual en ese tipo de instrucciones. Al completar el ciclo de las artes liberales, sus ansias por perfeccionar su conocimiento contribuyeron a que Fulbert no dudara en confiarle a su sobrina al más ilustre de los maestros. Así es como Abelardo entra a la casa de Fulbert y a la vida de Eloísa.[5]
            Es aproximadamente doce años después de su conversión que, siendo Abad de San Gilda Abelardo escribe para consolar a un “amigo real o imaginario” o para sí mismo, la famosa historia calamitatum, que los traductores titularon lettre a un ami (carta a un amigo)[6]. Es por casualidad que esta carta llega a manos de Eloísa que entonces era abadesa de Paracleto (una congregación formada por Abelardo y de la cual era guía espiritual). No sobra mencionar que durante muchos años “la carta” fue el medio de comunicación por excelencia. En el siglo XII gozaba de un prestigio indiscutible, la utilizaron los apóstoles y los padres de la Iglesia para orientar a sus fieles y  los filósofos para expresar sus ideas.
            Abelardo inicia La carta a un amigo con estas palabrasabandoné definitivamente la corte de Marte para refugiarme en el regazo de Minerva”[7] sustituye las armas por la pluma, y como el mismo expresa se debe a que su padre tiene un particular afecto por éstas, y le brinda a todos sus hijos una educación en letras. La carta es en realidad una autobiografía, un relato en primera persona en el cual encontramos muchas de las características de la narrativa moderna; una manera en la cual Abelardo encuentra el desahogo de las penas que le invaden. En ella cuenta cómo es que se hace de enemigos a causa de la soberbia y cómo a causa de la lujuria es mutilado cruelmente. Resta decir que esta carta es sumamente conmovedora y esto provoca en Eloísa una pronta respuesta, la cual desemboca en una serie de cartas en las cuales se confrontaran primero los enamorados, para posteriormente unirse en el clímax del amor y del consuelo mutuo que encuentran en Jesucristo.
            La historia de estos dos enamorados termina en la tumba, cuando Eloísa muere un mayo de 1163 veintidós años después de la muerte de Abelardo, los mismos años que Abelardo le llevaba a su alumna. Por ultimo Eloísa pide a Pedro el Venerable obtener una prebenda de alguna diócesis para su hijo y así asegurar el futuro de su éste.

                                                         BIBLIOGRAFIA    
                         Peyrelongue, Ana (introducción y traduccion), Cartas de Abelardo y Eloísa, Editorial UAM, México D.F. 1988  


[1] Peyrelongue, Ana (introduccion y traduccion), Cartas de Abelardo y Eloísa, Editorial UAM, México D.F. 1988 
[2] Cf. Ibíd. P. 8
[3] Cf. Ibíd. P. 48.
[4] Cf. Ibíd. P. 9
[5] Cf. Ibíd. P. 11
[6] Cf. Ibíd. P. 20
[7] Cf. Ibíd. P. 48

domingo, 27 de mayo de 2012

La filosofía de Abelardo, un esbozo


Pedro Abelardo (Le Pallet 1079 - Charlons, 21 de abril de 1142). El trabajo filosófico de Abelardo, se sitúa en el siglo XII una época de intensa producción intelectual,  sobre todo en el ámbito filosófico, humanista y teológico.  Fueron tiempos de florecimiento cultural  y espiritual, pero en función de la fe y de la religiosidad, cabe poner atención a la importancia que se le dio a los cantares, a las abadías, a los monasterios, a las órdenes de caballeros cristianos,  a las primeras construcciones góticas,  a las universidades[1]. Eran pues tiempos donde la cultura, el intelecto y la razón apelaban a la fe y a la espiritualidad.  Estos fueron los tiempos donde Abelardo inició su brillante carrera filosófica, donde era inevitable iba a chocar contra los teólogos medievales mas importantes de ese momento.
   Abelardo aborda varios temas pertinentes al pensamiento medieval, pero se enfrenta de lleno al problema de los universales, que era el gran tema del momento en la filosofía medieval. Abelardo se opone con furia al realismo de Guillermo de  Champeaux, a quien, a pesar de haber sido su maestro, no duda en refutarlo duramente, también ataca la postura nominalista propuesta por Roscelino de Compiègne. Estas dos eran las principales posturas que pretendían dar respuesta al problema de los universales heredado desde los tiempos de Aristóteles y Platón, traídos al mundo medieval por Boecio.
   “Los universales no consisten sino en el fonema, son meras voces que a nada responden en la realidad ni en el pensamiento”[2]. Afirmaba la postura nominalista, negaba la existencia de los universales dando lugar solo a particulares, los universales solo eran considerados fonemas, solo sonidos, meras voces, para Abelardo los sonidos tenia significación ya que eran realidades mentales.
   Por otro lado, el realismo que afirmaba la posición de platón acerca de los universales, decía que había cosas existentes. Que existen en un mundo metafísico, de las cuales se decían otras cosas (nombres) pero que todas estas eran imágenes, referencias de la cosa real, de la cosa existente, hay círculos porque existe la circularidad.
   Abelardo refutó también esta postura sobre todo la propuesta por Guillermo de Champeaux, con su teoría de la identidad, "la especie es una e idéntica y su esencia se encuentra toda y de la misma manera en todos y en cada uno de los individuos[3]"  decía, ante lo cual Abelardo refutó mediante el argumento de la predicabilidad del universal, asegurando que solo los nombres se pueden predicar y que es ilógico afirmar un “hombre” a razón de otro, siendo también esto muy complicado de sostener en un plano de lo real. Refuto de igual manera la teoría de la indiferencia también perteneciente a Guillermo, quien abandono su primera tesis, aunque de igual modo abandono la segunda, tras esto se retiró de la enseñanza a causa de la brillantez de su propio discípulo.
   Ante estas contraposiciones quedaba la duda entonces de a que postura pertenecía Pedro Abelardo, o cual era la tesis que defendía. “Dos interpretaciones se han enfrentado: la de quienes han sostenido que Abelardo fue un conceptualista y que interpretó los universales como "concepciones del espíritu", y la de quienes han declarado que […]se mantuvo en el fondo, dentro de la misma corriente nominalista[4]…, y en cierto modo era así, para Abelardo lo real era singular. Para Abelardo un universal era un nombre, con un significado, relacionando la significación con lo significado. Pero después dijo que “son las cosas las que prestan fundamento al entendimiento para que predique de ellas una misma significación”[5], Abelardo siempre impuso la res a la vox, basando la universabilidad en la propiedad de la predicabilidad.
   Aunque el método que Abelardo utilizo era un tanto confuso y difícil, que se prestó a otro tipo de interpretaciones, porque  también se le llego a considerar un realista moderado. Su pensamiento fue avanzado y más profundo para su tiempo, aunque siempre quedara a discusión cual fue la postura que el defendió, nominalismo, realismo, conceptualismo; tuviera el nombre que fuera la postura de Abelardo significo un antecedente importante al pensamiento medieval.
   



[1] Abelardo, Pedro, Historia de mis desventuras, Centro editor de América Latina, Buenos Aires, pag. 4.
[2] Ibid, pag. 5.
[3] Idem.
[4] Ferrater Mora, José, Diccionario de Filosofía, Alianza, Madrid 1979, pag. 5.
[5] Op. Cit., pag.6.

viernes, 25 de mayo de 2012

Meditación sobre El jardín de las delicias, de Hyeronimus Bosch (II)

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Meditación segunda


Panel derecho: El infierno
Panel izquierdo: El jardín del Edén

Temporalidades discontinuas, mismas que sólo pueden ser relacionadas gracias al telescopio de Proust, que permite acercarse al objeto sin anular las distancias, conservándolas. Un panel lateral nos ofrece el origen, el otro, el final de la humanidad toda; y ambas, las experiencias que quedan fuera de la experiencia. Nadie puede referir el instante de su origen, así como nadie ha referido el momento de su muerte. En el origen, Dios Pantocrátor con Adán y Eva en el paraíso, el principio de un tiempo lineal cuyo destino es el final; y el final, con un catálogo de suplicios y castigos; con la civilización ardiendo en ruinas en el horizonte de una noche oscura. Así, origen y final son instantes privilegiados por ser los imposibles, los inexperienciables por excelencia. Un paraíso perdido, y un juicio por el que todos deberemos esperar; espera cuyo imperativo es no ser olvidada, y que desespera al creyente; desesperación que le hace idear sus propios suplicios, haciéndolo partícipe activo del levantamiento de los infiernos y sus habitantes. Sin embargo, ambos -origen y final- están muy presentes en el imaginario colectivo. El Bosco toma elementos y cánones de épocas ya pasadas para él -pasadas en el sentido que son tradiciones que ya no tienen el efecto de señalar cómo debe ser experimentado esto o aquello-, lo que le permite articularlo todo en formas nuevas para su época. Así, Dios Pantocrátor, cuya representación debía hacerse con él (¿o Él?) fuera del orbe de la creación, es decir, fuera del tiempo, está aquí dentro del paraíso. La mirada, la juventud y madurez, incluso su atuendo, están aún ahí, pero ya no su eternidad ni su magnitud superior con relación a su creatura favorita: el hombre. Pero son Adán y Eva los que conservan aún la desnudez y el gesto estático, que nos hacen saber inmediatamente que son ellos, eternos, incapaces de un gesto fluido porque están repletos de los tiempos, incapaces de ser otros ya. Por otro lado, está el final de la humanidad, en la cual están presentes también las convenciones de representación -y experimentación- de una forma de pensar. Seres monstruosos, torturas, castigos a aquellos que tuvieron poder -podemos ver a personas que, a diferencia de la gran mayoría que van desnudas, portan atuendos que los delatan como altos jerarcas militares y eclesiásticos-, y el fuego que consume todo lo que al hombre da seguridad. Todas son formas de la desesperación que imagina formas aún mas dolorosas de sí misma, y que no tienen el efecto de hacernos experimentar esas situaciones por anticipado, sino de producir miedo. Y con todo, el Bosco es original aquí también. Pero antes de hablar de esta originalidad que en este panel se hace presente con mayor intensidad que en el del Paraíso y que alcanza, en mi opinión, su expresión máxima en el panel central, el muy impenetrable y enigmático Jardín de las delicias, considero necesario pasar antes por ciertas consideraciones.
Miniatura jainita.

Ya en la meditación pasada reparé en las representaciones de múltiples personajes en esta obra del Bosco, mismos que se hallan en amplios paisajes. El gran formato fue también un elemento que saltó a mi vista y atrapó mi mirada. Todos estos, y otros mas, son elementos formales que constituyen una obra singular para Occidente, pero que tiene fuerte influencia del Oriente; y, para ser mas precisos, de la India. Debo entonces hablar de las miniaturas indias, y mas particularmente, las miniaturas que creó la religión jainita. Las miniaturas jainitas surgieron para ilustrar los pasajes mas importantes de los libros sagrados, y se hacían en cierto tipo de hoja de palma que obligaba a un formato mas horizontal y con los elementos estrictamente necesarios, pues el tamaño, y por lo tanto el espacio, no era mucho. Fue para el siglo XIV que el uso del papel, que venía de China, se hizo mas general, lo cual hizo no sólo que el formato se hiciera mas vertical que horizontal, sino que además contaron con mayor superficie. Así, las miniaturas comenzaron a poblarse de paisajes y multitudes de personajes. En ellos se presentaban los seres mitológicos, a los héroes y sus gestas, a los mundos y construcciones. Los jainitas, debido a la nueva conquista del Guajarat por parte de los musulmanes, dejaron de construir templos que serían destruidos por los conquistadores, y comenzaron a destinar sus riquezas a la creación de manuscritos ilustrados. La forma en que éstos pudieron llegar al Bosco -sobre el cual, por cierto, no existe registro alguno que nos hable sobre sus influencias-, fue muy probablemente vía el comercio, pues los jainitas tenían en gran estima esta actividad.

Ya hablé en esta meditación como en la anterior acerca de los cánones del arte bizantino y medieval que están aún presentes en la obra del Bosco, y se hace necesario también señalar lo obvio: sus temas y ciertos personajes también obedecen a tradiciones muy señaladas (por ejemplo Dios, Adán, Eva, el Paraíso, el día del Juicio, etcétera). El formato, la profusión de personajes, los paisajes, incluso los paneles -en muchas miniaturas indias se puede ver que sobre un mismo lienzo se representan escenas distintas, mismas que terminan dividiendo la superficie en partes iguales-, son resultado también de influencias. Con esto expuesto busco ahora, por vía del contraste, lo que hay de innovador, de nuevo, en la obra del Bosco.

Comencé este texto con una exploración de los dos paneles laterales, que son tal vez los mas accesibles debido a que en ellos se representan situaciones, momentos, e incluso algunos personajes con los cuales estamos, aún en nuestra época, familiarizados. Son representaciones de cosas, refereridas a un mundo ya dado. Las representaciones del Paraíso y del Juicio final, con sus personajes divinos y demoníacos, incluso las temporalidades que les son propias: el inicio y el final respectivamente, son, en el sentido platónico, copias de las ideas, y, mas allá de Platón, manifestaciones ideológicas. Con todo, en ambos podemos ver ciertos elementos novísimos. Abundaré ahora en ellos.

Algo que es común a los tres paneles que constituyen la obra son los elementos de formas y texturas orgánicas que se pueden ver en estos paisajes. Torres con formas que recuerdan falos, esferas que evocan globos oculares, orejas gigantes en medio de nada, hoyos que se abren en medio de la superficie, y un largo etcétera. Pero vayamos ahora a los personajes: aves gigantes, peces alados en los aires, hombres-pájaro, hombres y monstruos excretando heces o pedos-alados por sus anos, cerdos que coronan sus cabezas con tocados de monja, grifos, unicornios, órganos gigantes en medio del paisaje... todas, figuras de lo grotesco.
Gargantúa, según ilustración de Gustave Doré, 1873.

Mijaíl Bajtín, en su ensayo sobre la obra de Rabelais, centra su análisis sobre el lenguaje que usó en sus obras este erudito librepensador francés. Los personajes acciones, diálogos e ideas presentes en su Gargantúa y Pantagruel, son, nos dice, manifestaciones de la cultura popular de su época, es decir, elementos de uso corriente entre el pueblo, entre la masa, de su tiempo. Así, el lenguaje popular del hombre medieval le daba una experiencia del cuerpo distinta a la que le posibilitaba lo que Bajtín llama el lenguaje oficial, es decir, el lenguaje del poder. Los personajes Pantagruel y Gargantúa, éste padre de aquél, son gigantes que se distinguen, entre otras cosas, por su gran apetito. En las acciones y diálogos están presentes las excrecencias del cuerpo, los grandes apetitos, los juegos del lenguaje que remiten al fornicio y los órganos sexuales, las magnitudes variables de los gigantes (a veces Pantagruel es tan grande que un pueblo vive en su muela, y a veces lo suficiente como para que sea aún considerado un gigante y sin embargo entrar sin dificultad en un castillo), los órganos desproporcionados y otras cosas mas que aun para nuestra época son considerados manifestaciones de lo vulgar, del mal gusto. El análisis que hace Bajtín sobre el lenguaje usado por Rabelais en su obra nos revela una concepción del cuerpo, y por lo tanto una forma de experimentarlo, a la cual el filósofo ruso denominará el cuerpo grotesco.

Sobre lo grotesco, Bajtín nos dice:

“La exageración, el hiperbolismo, la profusión en exceso son, como es sabido, los signos característicos mas marcados del estilo grotesco.”1

También:

“...la mezcla de rasgos humanos y animales es una de las formas grotescas mas antiguas.”2

Sobre este particular, permítaseme abrir un paréntesis. Ya en la anterior meditación hablé sobre lo inútil de la empresa de leer esta obra del Bosco, y aquí algo mas para reforzar este argumento. Siguiendo lo que nos dice Hume acerca de sustancia

“...una colección de ideas simples que están unidas por la imaginación y poseen un nombre particular asignado a ellas.”3

Así, el Bosco nos deja ante un mundo nuevo, desnaturalizado, pues en las combinaciones rompe con la experiencia de sustancia aristotélica. Fin del paréntesis.

Volviendo a Bajtín, sobre el cuerpo grotesco nos dirá que es un cuerpo abierto por sus orificios (boca, ano, vagina, etcétera) y conectado al mundo por sus apéndices mas conspicuos (pene, nariz). Tiene que ver también con aquellas funciones no voluntarias, es decir, no sometidas a control consciente, del cuerpo, como son los pedos, la mierda, la orina, la saliva, el sudor, el inflamiento de los vientres, el hambre, la sed, el sexo. Es un cuerpo que se transforma, se combina, se vuelve doble. El cuerpo grotesco “absorbe el mundo y es absorbido por él”, nos dice Bajtín, en el cual lo importante es lo que rebasa los límites del cuerpo mismo e introduce al fondo de él. El cuerpo adquiere así una escala cósmica, mientras que el cosmos se corporaliza. Pico de la Mirandola nos dirá que el cosmos es el ámbito familiar del hombre, y que no es un ser hermético y acabado; es inacabado y abierto. La época de Rabelais y el Bosco -son contemporáneos- es la única en la historia europea en que la medicina ocupó el lugar central de todas las ciencias. La idea del macrocosmos y el microcosmos tiene en esta época una importancia absoluta. La medicina tiene su primera base en la filosofía, pero la segunda es la astronomía. Es el hombre de Pico, el cuerpo grotesco de Bajtín, el hombre conectado con el cosmos.

En cambio, el cuerpo que produce el lenguaje oficial -que mas tarde se desarrollará según Bajtín en el lenguaje propio de la burguesía, clase que en esta época comienza a tomar su forma definitiva- es uno que está perfectamente cerrado. Sus orificios, además de vergonzosos, sólo son de salida, no de entrada. Los apéndices no son ya relevantes en sí mismos a menos que confieran una singularidad a su poseedor (como tener una nariz prominente, que distinga a la persona que la lleva), y la sexualidad, en la medida que es algo involuntario, debe ser controlado por la conciencia, o como nos dice Foucault acerca de San Agustín, donde el control va ya no al acto sexual, mismo que se puede cancelar sacando de la ecuación al otro, sino en relación con uno mismo, es decir y en el caso de los hombres, la erección del pene, que se activa aun en contra de la voluntad del hombre, y que eso incluso debe ser controlado.

Pero abundando mas en el cuerpo grotesco, he de decir que dado que él está conectado con el mundo, el paisaje, también es grotesco. El paisaje grotesco tiene una topografía llena de alturas y depresiones, agujeros y abismos en los cuales existen otros mundos. Ahora podemos entender estas estructuras presentes en El jardín del Bosco, con sus torres fálicas, sus orbes abiertos, sus hoyos, en conjunto, sus irregularidades. Pero este paisaje grotesco no conecta con todos los personajes presentes en la obra. Dios, Adán, Eva, parecen ser ajenos al mundo, incluso los animales presentes en el Paraíso. Hay a sus pies un hoyo, con el cual no parecen conectarse al mundo, sino que evitan como un peligro.

Pero llevemos ahora la atención nuevamente a estos orbes que no se cierran, los cuales quedan abiertos por un orificio, y cuya semejanza con los globos oculares, si bien no es definitiva, no podemos pasarla por alto. Hay apéndices del cuerpo, órganos, que no son tomados en cuenta para el cuerpo grotesco, en cierta medida, porque son apéndices que están en control de la conciencia completamente. Así, piernas y brazos no son figuras importantes en el cuerpo grotesco, pero tampoco los ojos, y por la misma razón. Sin embargo, el Bosco juega aquí con ellos, y son grotescos en la medida que son órganos sin cuerpo, pero también porque han sido desterritorializados en el sentido deleuziano. La vista ha sido a lo largo de la historia el sentido privilegiado de la razón, del orden y del conocimiento. Aquí, estos ojos grotescos, no son ya los órganos del conocimiento, sino estructuras donde los cuerpos habitan. Es el ojo-grotesco que deviene así en la mirada-carne.

Como se habrán dado cuenta, he transitado periféricamente el panel central, al cual ya he calificado de inaccesible. Es el momento, inevitable ya, de abordarlo. Es el mas original de los tres. No se refiere a ningún sitio, sus personajes no pertenecen a ninguna tradición, y las acciones en ella son inéditas. No establece un puente narrativo en absoluto entre los otros dos páneles. La desnudez de sus personajes no es la desnudez primigenia del panel del Paraíso, ni la desnudez del castigo del panel del infierno. No hay arriba ni abajo con el cual se establezcan jerarquías, como sí lo hay en los otros dos paneles; incluso, hay cuerpos que están de cabeza, dislocando así los órdenes. Los cuerpos grotescos están presentes: pájaros gigantes, hombres-pájaro, peces alados, toques de los sexos entre hombres y mujeres, multitudes de cuerpos agrupados generando un efecto de indiferenciación en el espectador...

Sin embargo, es una imagen de muerte. Es la visión instantánea de un no-lugar, una imagen de lo distante, que mientras mas se ve, mas se aleja. Es, como dije ya al principio de esta disertación, el telescopio del cual habla Proust en uno de los pasajes de su obra En busca del tiempo perdido. O, lo que Odiseo siempre tendrá como perdido: su cercanía con las sirenas, las cuales le prometen que, de acercarse, le cantarán aquello que no podrá experimentar jamás: su muerte, con la cual vendrá el poder experimentar el canto de sus gestas como héroe una vez que su muerte haya acaecido, y las intensidades que éstas producirán en aquellos que las oigan. O como Orfeo, que pierde a Eurídice justo cuando decide anular la distancia entre él y ella al voltear a verla mientras aún están en el Hades. Su muerte, y, como nos dice Foucault en El pensamiento del afuera, la disolución del yo, para experimentar lo nuevo, lo imposible, lo inexperienciable.



1
Bajtín, Mijaíl. La cultura popular en la Edad Media y en el Renacimiento. 3a reimp. Madrid. Alianza Editorial. 2003. p. 273.
2Ibid., p. 284.
3Hume, David. Tratado de la naturaleza humana. Tomo I. México. Gernika. 1999. p. 30.


Bibliografía

Bajtín, Mijaíl. La cultura popular en la Edad Media y en el Renacimiento. 3a reimp. Madrid. Alianza Editorial. 2003.

Ferro Payero, María Jesús. La miniatura india en España. Tesis doctoral. Madrid. Universidad Complutense. 2002.

Foucault, Michel. El pensamiento del afuera. 4a ed., París, Pre-textos, 1997.

Foucault, Michel. Sexualidad y poder (y otros textos). Barcelona. Ediciones Folio. 2007.

Hume, David. Tratado de la naturaleza humana. Tomo I. México. Gernika. 1999.

Mirandola, Pico de la. De la dignidad del hombre. Madrid. Editora Nacional. 1984.


miércoles, 23 de mayo de 2012

Los Evangelios Gnósticos – La Controversia Sobre La Resurrección de Cristo




A decir verdad sobre Jesús y sus enseñanzas, siempre se ah tenido incertidumbre; ¡que es verdad y que es mentira¡ como podemos tomar las enseñanzas de Jesús o incluso si los Evangelios del Nuevo Testamento se deben ver en un sentido literal o netamente metafórico. A todo esto, un descubrimiento asombroso a puesto al mundo occidental y en particular ha la religión cristiana de vuelta hacia atrás, a vislumbrar su pasado y los cimientos de la institución de Pedro.
En diciembre del año de 1945 un campesino hizo un descubrimiento en el alto Egipto. Cerca de la región de Nag Hammadi, en una pequeña cueva, cuando el campesino se refugiaba, se topó con una jarra de barro que contenía trece papiros encuadernados en cuero. Estos papiros contenían conocimiento de los llamados cristianos gnósticos y se relataba otro tipo de enseñanza que Jesús había dejado al mundo. Entre los papiros se encontraban títulos tan controversiales como El Evangelio de la Verdad, El Evangelio de María, El Evangelio de Tomas, El Apocalipsis de Pablo, La Carta de Pedro a Felipe y El Apocalipsis de Pedro. 
            Los que escribieron e hicieron circular los textos no se consideraban a sí mismos herejes. Actualmente a estos cristianos se les conoce como gnósticos del griego gnosis, palabra que suele traducirse por conocimiento. Porque del mismo modo que a aquellos que dicen no conocer nada sobre la realidad última se les denomina agnósticos,  literalmente que no conocen, a las personas que si afirman conocer tales cosas se la llama gnósticas.[1]También podría traducirse por intuición, porque gnosis entraña un proceso intuitivo de conocerse a uno mismo. Y conocerse a uno mismo decían ellos, es conocer la naturaleza y el destino humano.
            Algunos afirman que los gnósticos, al interpretar la doctrina cristiana en términos de la filosofía griega, en cierto sentido se convirtieron en los “primeros teólogos cristianos”[2]. A esto actualmente la mayoría de los estudiosos coinciden en que lo que denominamos gnosticismo era un movimiento extendido que obtenía sus fuentes de varias tradiciones. No hay duda que los cristianos gnósticos expresaban ideas que los llamados cristianos ortodoxos (con esta palabra la autora se refiere a los cristianos de la Iglesia Romana, que apoyan la idea de la jerarquía, por designio divino ya que Jesús hablo con Pedro; y los obispos, sacerdotes y demás son sus sucesores) aborrecían. Por ejemplo, algunos de estos textos gnósticos se preguntaban sí todos los sufrimientos, trabajos y la muerte se derivan de los pecados humanos, los cuales, según los ortodoxos estropearon una creación que en principio era perfecta.[3]
            ¿Sera la resurrección, un símbolo simplemente o en realidad un dogma?, la visión de los cristianos gnósticos, se refiere a este suceso de la vida de Jesús como un suceso espiritual; dicen que no debe ser tomado en sentido literal, aunque por el contrario los ortodoxos afirman que los Evangelios dicen literalmente que Jesús resucitó al tercer día y que se les presento a los apóstoles. Aunque algunos de ellos al principio dudaron, Jesús les permitió tocarlo e incluso pidió que se le sirviera de comer para demostrar que no era un fantasma o una ilusión.
Quinientos años antes los discípulos de Sócrates habían afirmado que el alma de su maestro era inmortal. Pero lo que decían los cristianos era distinto y, en términos ordinarios, totalmente implausible[4]. Pero los cristianos gnósticos rechazaron la teoría de Lucas. Algunos gnósticos decían que la interpretación literal de la resurrección era la “fe de los necios”. El Evangelio de Felipe, expresa el mismo punto de vista y se burla de los cristianos ignorantes que interpretan la resurrección literalmente, “los que dicen que morirán y luego resucitaran están en un error[5]
Si las crónicas del Nuevo Testamento Podían servir de base para interpretaciones distintas, ¿Por qué los cristianos ortodoxos del siglo II insisten en interpretar literalmente la resurrección y rechazan todas las demás interpretaciones por considerarlas herejes?[6] Considera la autora puede tratarse de un problema político de aquellos tiempos.
Paradójicamente, que la doctrina de la resurrección de los cuerpos cumple también una función política esencial: legitimiza la autoridad de ciertos hombres que pretenden ejercer la dirección exclusiva de las iglesias como sucesores del apóstol Pedro. Ah partir del siglo II, la doctrina ah servido para validar la sucesión apostólica de obispos, base de la autoridad pontificia hasta nuestros días. [7] 
            ¿Cuál fue el vínculo entre el grupo reunido en torno a Jesús y la organización a escala mundial que, en plazo de ciento setenta años después de su muerte, se convirtió en una jerarquía de tres rangos: obispos, sacerdotes y diáconos?[8] Los cristianos de generaciones posteriores defendían la tesis de que dicho vínculo ¡era la pretensión de que el propio Jesús había vuelto a la vida! Los cristianos ortodoxos afirmaban que las apariciones posteriores a la resurrección, conferían autoridad a aquellos que las habían presenciado; y en consecuencia los que fueran sucesores de los apóstoles tenían el “derecho divino de la jerarquía”
            Los gnósticos a su vez reconocían implicaciones políticas en su teoría, se basaban en algunos escritos como el Evangelio de María. Este documento afirma que ah María Magdalena fue la primera en aparecérsele Jesús, incluso antes de tener contacto con los así llamados “Doce” (es decir los doce apóstoles, sustituyendo a Judas Iscariote). De esta manera los gnósticos confrontaban a los ortodoxos, apoyándose en decir que estos solo ofrecían a “los muchos” enseñanzas esotéricas; mientras que los gnósticos ofrecían su enseñanza a pocos y afirmaban que eran las enseñanzas secretas de Jesús.

BIBLIOGRAFIA

Pagels Elaine, 1988, Los Evangelios Gnósticos, México D.F., Editorial Critica
Meyer Marvin ed. 1986, Las Enseñanzas Secretas De Jesús, Barcelona, Editorial Critica.  



[1] Pagels Elaine, 1988, Los Evangelios Gnósticos, México D.F., Editorial Critica. Pp. 18
[2]Cf.  Ibíd. Pp. 30
[3]Cf.  Ibíd. Pp. 38
[4] Cf. Ibíd. Pp. 41 
[5]Cf.  Ibíd. Pp. 51
[6] Cf. Ibíd. Pp. 44
[7] Citax. Pagels Elaine, 1988, Los Evangelios Gnósticos, México D.F., Editorial Critica. Pp. 44
[8] Cf. Ibíd. Pp. 46

martes, 15 de mayo de 2012

Hombres-lobo, aparecidos y vampiros. Figuras del imaginario medieval.


En la Edad Media, la filosofía estableció un claro compromiso simbólico para vincular la razón con la fe; la verdad que iluminaba la fe corrió a cargo de la filosofía, es decir, al mundo medieval lo caracterizó una vertiente eminentemente simbólica. Un tema común a la gran diversidad de culturas medievales lo constituyó la simbología animal, siendo preciso señalar que, si bien, el simbolismo animal fue un reflejo de la mentalidad medieval hacia los animales, también reflejó la mentalidad hacia el hombre mismo, por lo que un aspecto interesante de ese simbolismo es esclarecer la asociación entre hombres y animales, por cierto, dominado por el miedo y el sentimiento de culpa, pero también por el deseo del hombre de ejercer el control sobre la naturaleza. El simbolismo animal nos revela la actitud medieval, en donde los aspectos científicos del animal poco importaron, pues dichos intereses se vieron eclipsados por las necesidades de la fe cristiana; pero reales o ficticios, sirvieron para enseñar y moralizar. A través de la simbología se fue formando la mentalidad del hombre medieval. Le Goff afirma que el pensamiento simbólico medieval, no era más que la forma elaborada del pensamiento mágico del que estaba imbuida la mentalidad común. Así, los símbolos harían referencia a una realidad superior, y sagrada con la que se tendría que contactar[1]. El lenguaje simbólico, se constituyó en un recurso para la sumisión a Dios. El código para enlazar con Él, era dominar los signos.  
Diversas figuras de animales formaron parte importante del imaginario medieval. En el presente artículo se revisan tres de las más representativas, el hombre-lobo u hombre-oso para las culturas escandinavicas, aparecidos y vampiros. En el abordaje del hombre-lobo, el tema central es el de la metamorfosis, a partir de una idea doble; la del regreso de la tumba o de la muerte[2]. El tema del hombre-lobo tiene algo de arquetípico, puesto se trata de un devorador, en la que la conversión implica una vuelta a lo natural, a la animalidad, al salvajismo, a la libertad, a la liberación del instinto sexual. El hombre-lobo medieval muestra dos lecturas: una clerical dominada por lo demoníaco y otra laica en que predominan los rasgos positivos. Sus orígenes son remotos y se le relaciona a cultos paganos y ritos totémicos. El origen mitológico del hombre-lobo está presente en la historia griega de Licaón, Rey cruel de Arcadia que en una comida sirvió a Zeus carne de un niño que antes degolló. Zeus lo convirtió en lobo dejando restos de su condición humana, que lo condenó a perseguir rebaños, asaltar, matar.
El relato más antiguo que describe al hombre-lobo se encuentra en el Satiricón de Petronio, que documenta casi todos los motivos asociados a las historias de licantropía. La transformación tiene lugar en la noche, a la luz de la luna, de manera que la metamorfosis simboliza un ritual de iniciación. Cabe precisar que la herida propinada al hombre-lobo es conservada por el hombre y que en este relato se encuentra ausente una frontera acuática, que es común que el hombre-lobo cruce al retornar. Más allá de la metamorfosis es claro que el hombre convertido en lobo conserva su condición humana y las heridas sufridas son una forma de probar que el lobo es un hombre metamorfoseado y respecto a la ropa, parecería ser una suerte de imagen del cuerpo al que pertenece para poder incorporarse a éste y reanimarlo. Si bien el cuerpo contiene más de un espíritu, significa que tiene más de un yo, y si bien éstos pueden desdoblarse, ya desprovisto de espíritu, el cuerpo moriría. La idea del doble parece subyacer a toda historia de licantropía, siendo posible apreciar como los clérigos cristianos, aun no pudiendo evitar describir los componentes de la duplicidad del yo, lo enmascararon detrás de la metamorfosis[3].
La metamorfosis implicada por un lado degrada al hombre en animal y por el otro atribuirle a fuerzas distintas a Dios la capacidad de modificar la sagrada obra de Éste. Las metamorfosis fueron tenidas o bien por imposibles, producto del sueño o fantasías absurdas a veces inducidas por brujas o hechiceros, o bien por posibles, como obra del diablo. Las conversiones en lobos, asociados a rituales paganos condenados por el cristianismo, reforzaron la asociación de la licantropía con el demonio y el pecado. San Agustín es la primera de las repetidas referencias cristianas a lo largo de la Edad Media, en la Ciudad de Dios analiza el problema de las metamorfosis de los animales a partir del mundo clásico, en donde intenta explicar la metamorfosis asociada a sueños y fantasías, pero con la necesaria intervención de los demonios[4].
En el contexto pagano europeo de siglos ulteriores, en que las metamorfosis eran admitidas con facilidad, los clérigos y cristianos acabaron aceptando la realidad de éstas como obra del demonio o de quienes podían servirle de intermediarios. La línea de demonización medieval del hombre-lobo, se continuó con una visión ulterior, renacentista, en la que el hombre-lobo suele ser descrito como poseso, como agente del demonio. Asimismo, se recreó también la idea agustiniana de que los metamorfoseados soñaban con ser lobos mientras los diablos se ocupaban de cometer fechorías que los primeros creían luego haber cometido. En el pensamiento clerical acerca de la metamorfosis hay una línea de rechazo moral desde Agustín hasta el renacimiento[5]. Al lado de la lectura clerical, hallamos una lectura laica, en las que el hombre-lobo es descrito como un personaje bueno, sin relación con el demonio. De manera tal que, de haber intervención de la brujería en su metamorfosis, es por obra de un ser malvado que quiere dañarlo. A veces la licantropía era impuesta como penitencia a las personas por algún religioso cristiano.
Con las figuras de aparecidos y vampiros lo que está en el centro es el tema de la muerte y la posibilidad de que los muertos regresen, ya solos, ya invocados, para causar males, para asesinar humanos. El temor a la muerte y el miedo a que los muertos regresen forman parte de todas las culturas, el culto que cualquier sociedad rinde a sus muertos expresa, tras el respeto que les manifiesta, el temor que siente por ellos; y los rituales asociados a ese culto tiene que ver con el esfuerzo por evitar que vuelvan, por conservarlos en el Más Allá o lejos del área en que la vida cotidiana continúa, detrás de lo cual se revela la resistencia que los humanos de cualquier época a aceptar la muerte como algo natural. Dentro del dogma cristiano, la idea del Purgatorio logró dar una solución aceptable, pero sólo a partir de los siglos XII-XIII. En el mundo germánico, los arqueólogos han descubierto huellas del temprano culto a los muertos y probables temores a su vuelta: mutilación, decapitación, atados, o enterrados bajo piedras, clavados con estacas; así como de procedimientos para confundir a la hora de enterrarlos. Se tenía a los muertos por impuros y peligrosos y hasta se creía que seguían viviendo en sus tumbas. El temor se acentuaba en los condenados a la pena capital, suicidas, mutilados, accidentados, quemados y sobre todo de insepultos, ello porque su condición dificultaba su permanencia en el Otro Mundo y los hacía candidatos a regresar a éste a causar dificultades.
Los primeros Padres de la Iglesia cristiana intentaron, aunque sin mucho éxito, combatir esas creencias. Tertuliano los trató como pura ilusión; para él se trataba de fantasmas e ilusiones. Agustín habla de apariciones que se muestran en sueños o de otra forma a los vivos, señala que las apariciones son reales, pero que los muertos no participan en ellas. Gregorio Magno habla de que los aparecidos son siempre almas en pena, que expían sus faltas cerca del lugar en que las cometieron y que se muestran o se insinúan a los vivos, demandando oraciones para expiar sus pecados. Siglos después de Gregorio Magno se diría que con autorización divina, los ángeles caídos entran en los cadáveres y los animan, lo que se evita enterrando a los difuntos en tierra consagrada y, a finales del siglo XII, para la Iglesia todo aparecido es un poseso. Los aparecidos poseen siempre connotación negativa, ya se trate del cristianismo o de culturas paganas, de manera que no es agradable el encuentro con un muerto, no sólo por el temor y respeto a la muerte, sino también porque el encuentro puede ser preludio de la propia muerte. Los aparecidos no suelen ser por lo general los mejores muertos, los que vuelven son los desadaptados, conflictivos, los que no fueron sepultados, los que quieren venganza o justicia[6].
Los ritos funerarios constituyeron una vía preventiva para evitar que los muertos vuelvan, la garantía de que permanezcan en el Más Allá. Algunas sagas escandinavas narran prácticas rituales, como cerrarle los ojos y boca al muerto y taparle las fosas nasales al inicio del ritual para evitar que el alma escape y permanezca en este mundo. Punto importante es la vela nocturna y los cánticos en alta voz, para evitar que algún espíritu viniese a apoderarse del cuerpo. Otra práctica en el mundo germánico fue quemar la ropa de cama y la ropa del difunto, pues de no hacerlo el muerto regresa. Conviene distinguir a los aparecidos vistos por el cristianismo y los que se describen en las sagas y el folklore vinculado a las tradiciones paganas del mundo nórdico. Los aparecidos cristianos son formas demoniacas en pena que traen algún mensaje de ultramundo, algún anuncio de muerte o castigo divino, esto las hace menos interesantes y más estereotipados.
Resultan de mayor interés los aparecidos de la tradición nórdica pagana o cristianizada, sobre todo porque no se trata de espíritus sino de muertos-vivos, de cuerpos animados. El interés de los aparecidos paganos se acentúa al conocer las razones de su regreso, habitualmente se trata de motivos personales. Ellos se les aparecen a quienes más les temen, rondan alrededor de granjas, acosando o agrediendo vecinos, atacando al ganado. Se muestran casi siempre de noche, entre el frío y la niebla. No hay formas pacíficas de deshacerse de ellos, solo desaparecen cuando se emplean rituales que implican siempre una presión para forzarlos a no volver. Si pese a los rituales continúa apareciendo, es preciso agredirlos; de no tener éxito, hay que matarlos en definitiva, abriendo sus tumbas para decapitarlos, incinerarlos, y dispersar sus cenizas. En el mundo pagano, los aparecidos han sido clasificados en muertos: recalcitrantes, invocados y aparecidos propiamente dichos. Los primeros se niegan a integrar al mundo de los muertos y los últimos son los que regresan de manera voluntaria a menudo con aviesas intensiones.
Los aparecidos propiamente cristianos, son casi siempre almas en pena que traen algún mensaje religioso del Más Allá, un anuncio de muerte o castigo, pero no siempre son espectros, a veces son cuerpos animados. Ocurre cuando un santo los invoca y revive, o cuando el diablo ocupa o anima sus cuerpos, pues los aparecidos corrientes son sombras, espíritus, almas en pena o fantasías producto de sueños o de incitaciones del demonio. El imaginario cristiano medieval está lleno de relatos de aparecidos que sirven para testimoniar la fuerza del cristianismo y el poder taumatúrgico de algunos santos. Los Hechos apócrifos de los apóstoles y las vidas de santos de los primeros cristianos están llenos de relatos en que se invoca a los muertos para dar testimonio de la superioridad del cristianismo, empleado como mecanismo para convertir paganos.
Dentro de las figuras del imaginario medieval, los vampiros cobraron menor importancia, siempre se trató de un aparecido voluntario, de vocación maléfica que lo hace definir como un muerto-vivo demonizado y succionador de sangre. Un muerto que revive, que se niega a morir y que por la noche sale de su tumba para atacar en su cama al hombre, mujeres y niños por igual, para succionar su sangre, ocasionándoles sofocación y deficiencia total de sus espíritus, es decir, agrede a los vivos para robarles la vida, pues es la única forma de continuar viviendo. Las reseñas de vampiros suelen asociar la vida, sangre y muerte; dan cuenta de la antigua idea de que con la pérdida de sangre se va la vida y que el alimentarse de sangre devuelve la vida a los que han muerto. Aunque es probable que la tradición del vampirismo sea bastante vieja, lo cierto es que sólo en tiempos tardomedievales o modernos se van perfilando los rasgos peculiares del vampiro que hoy conocemos. Los vampiros suelen retornar a sus tumbas antes del amanecer y se les combate con rituales religiosos, usando crucifijos o exorcismos, lo cual revela su condición demoníaca. El entierro en suelo no consagrado era considerado causa frecuente de apariciones o vampirismo, si bien, contribuía también la condición previa a la muerte de individuo rechazado por la Iglesia, los excomulgados. Por otra parte, la aparición de vampiros se asoció con el presagio de peste y epidemias, o como causa de las mismas, era común que los muertos de peste resucitaran luego como vampiros; una característica del vampiro medieval era su pestilencia[7].
Durante el Medioevo Occidental, los animales, con toda su carga simbólica, servían perfectamente a los planes divinos y ejemplificaban la moral y el dogma, los animales y sus mensajes en la cultura medieval son el reflejo de la voluntad divina, sean estos animales naturales o fantásticos. Gracias al estudio de la simbología animal, se nos revela la propia concepción de la vida de estos siglos, en donde el hombre no distingue, o no quiere distinguir, entre lo real y lo ficticio. Dominado en extremo por una concepción religiosa del mundo, sabe que el componente clave de aquella creencia es la fe, es decir, aquello que no se ve, pero que, sin embargo, existe. Ver no es necesario para creer y esto se demuestra en la tendencia verdaderamente irremediable, o el interés que demuestra el hombre medieval, por los animales fantásticos y monstruosos, que no se ven, pero que, a buen seguro existen, o al menos, existe lo que simbolizan. El mundo real es un reflejo del mundo divino, los símbolos son la clave para interpretar aquel, al que no se llega con facilidad, es decir, hay cierta proclividad a fantasear la realidad[8].


BIBLIOGRAFIA

Acosta, Vladimir, La humanidad prodigiosa. El imaginario antropológico medieval. Tomo II, Monte Ávila Editores Latinoamericana, C.A., Venezuela, 1996, pp. 303.
Le Goff, Jacques, La civilización del Occidente Medieval, [Trad. Godofredo González], Paidós, Barcelona, 1999, pp.345.
Morales, Ma. Dolores, “El simbolismo animal en la cultura medieval”, en Espacio, Tiempo y Forma, Serie III, H. Medieval, t. 9, 1996.
San Agustín, La Ciudad de Dios, Capítulo XI [Introd. de Francisco Montes de Oca]. Obtenido de la red mundial el 1° de octubre del 2008. http://www.librosclasicos.org/


[1] Le Goff, Jacques, “La civilización medieval”, en: La civilización del Occidente Medieval, [Trad. Godofredo González], Paidós, Barcelona, 1999, pp.154.
[2] Acosta, Vladimir, La humanidad prodigiosa. El imaginario antropológico medieval. Tomo II, Monte Ávila Editores Latinoamericana, C.A., Venezuela, 1996, pp. 10-11.
[3] Ibid. pp. 11-15
[4] San Agustín, La Ciudad de Dios, Capítulo XI [Introd. de Francisco Montes de Oca], pp. 266-267. Obtenido de la red mundial el 1° de octubre del 2008. http://www.librosclasicos.org/
[5] Ibid. pp. 341-343.
[6]Acosta, Vladimir, La humanidad prodigiosa… pp. 29-31.
[7] Ibid. pp. 49-51.
[8] Morales, Ma. Dolores, “El simbolismo animal en la cultura medieval”, en Espacio, Tiempo y Forma, Serie III, H. Medieval, t. 9, 1996, pp. 245.