miércoles, 18 de mayo de 2011

Theología germánica

Este texto, escrito en el siglo XIV, es de un autor desconocido. Martín Lutero, en 1518, se encarga de una edición del libro y queda entusiasmado proclamándose discípulo suyo. En este texto se encuentra, de un modo más rápido y popular, las doctrinas de Eckhart, Taulero y Suso. A continuación trataremos el fragmento que se encuentra en el libro Los místicos de occidente II.

El texto trata sobre el pecado. ¿Cuál es el verdadero pecado? Más aun ¿Cuál es el llamado pecado original? Y, a partir de eso, ¿Cuál es el comportamiento correcto? Sobre esto ronda la reflexión, sobre en qué consiste el pecado, y la respuesta resulta ser que el pecado vendría a ser el “yo”, el “mío”, el pecado es el egocentrismo, la propiedad. El pecado es la apropiación, la búsqueda de tener algo como “mío”, donde se desea lo cambiante, lo mutable, con lo cual el deseo se encuentra igualmente en una transformación interminable, siempre se está deseando algo, y de esta manera se aleja el hombre del Bien, de aquello eterno e inmutable, se aleja de Dios, cuya voluntad es la única a la cual el hombre debe atender.

Empieza el fragmento diciendo que “cuando la criatura se atribuye algún bien, como la existencia, la vida, la conciencia, el conocimiento y el poder, […] afirmando: yo soy esto o es cosa mía, la criatura se aleja de Dios”[1]. Vemos que el problema es afirmar que se posee algo que consideramos como un bien. Dicho problema cabe aclarar que no es el hecho de poseer el bien, o no poseerlo, sino de atribuírselo, de afirmar que se posee; el problema se presenta como vanidad, como arrogancia, como pretensión de ser algo superior, pero no por querer serlo sino por decir que se es.

De esta manera el diablo, el adversario, esa entidad que tiende a incitar al mal, es como se aleja de Dios pues “¿Qué otra cosa hizo el diablo […] sino que se arrogó ser también él algo y quiso ser algo y pretendió o presumió que algo era suyo o le era debido?”[2]. El diablo, dentro de la tradición judeo-cristiana, era un ángel de Dios, era su creación y su propiedad, pero no conforme con eso busca su individualidad, busca su “yo”, y con ello lo que le pertenece, lo que le es propio.

Este es el mismo problema con el que Adán se topa. El comer la manzana no es el pecado[3], la manzana representa algo, algo prohibido, algo que el mismo Dios le ha prohibido a Adán. El pecado viene con la desobediencia, el desobedecer a Dios, y comer, tomar para sí mismo, el fruto que se le había prohibido, que se le había negado. Lo que hace Adán es “«atribuirse» él el «yo», «mío», «para mí», […] si hubiese comido siete manzanas, pero no hubiese habido un «atribuirse», no habría caído”[4].

Esta manera de actuar no solo nos lleva al pecado, sino que, además, desvirtúa los bienes que se pudieran poseer ya que “cuanto menos se atribuye la criatura el conocimiento, tanto más perfecto se hace éste”[5], pues, el atribuírselo se está vanagloriando, lo cual degrada el bien y le quita perfección. Al atribuirse a sí mismo cualidades, bienes, como si uno las tuviera por sí mismo y no por obra de Dios, se vuelven dichas cualidades menos puras, más imperfectas.

El problema del atribuirse virtudes, el problema del “yo”, del “mío”, en pocas palabras, el problema de la individualidad, se desprende a partir de los dos distintos planos a los que el hombre atiende. Y es que al igual que:

El hombre interior de Cristo estaba, según el ojo derecho del alma, en perfecta participación de la naturaleza divina, en perfecto éxtasis, alegría y paz eterna: pero el hombre exterior, con el ojo izquierdo, en pleno sufrimiento, en toda turbación, miseria y trabajos.[6]

El alma del hombre también tiene dos ojos. Cristo padecía los estragos del ojo izquierdo, pero, no obstante, mantenía su ojo derecho en tranquilidad, esa es la manera de encontrar la paz, atender al ojo derecho, al interior.

Dos son los aspectos del hombre, el interior y el exterior, de a cuál se le dé mayor atención depende la felicidad y el correcto comportamiento del hombre. Y es que de los dos ojos del hombre, el derecho tiene “el don de mirar a la eternidad”, y el izquierdo “de mirar al tiempo y las criaturas”, y para que cada uno haga su trabajo el otro debe permanecer sin ejecutar su obra.

Lo que debe hacer el hombre es abandonarse, dejarse a sí mismo y tomar sólo la voluntad divina, la voluntad de Dios. Aunque en él permanece “un deseo, un estímulo a progresar y a acercarse al Bien divino; el deseo de un conocimiento cada vez más próximo, de un amor más cálido, de una alegría más luminosa, íntegra subordinación y obediencia”[7]. Pero este deseo ya no es propio del hombre, no es un deseo que venga directamente de él sino de Dios, “del mismo Bien eterno”.

Un hombre que se comporte de esta manera vive en una libertad tal que olvida el miedo al castigo, al infierno, e igualmente la esperanza al premio, al paraíso, pues vive de acuerdo con el Bien eterno por puro amor y obediencia. Con lo cual “el hombre en semejante obediencia sería una sola cosa con Dios; más aún: ese hombre sería Dios mismo”[8].

En conclusión, el pecado consiste en “la voluntad personal”, pero no es que en la voluntad se encuentre el pecado, sino en la proveniencia de la voluntad, es decir, de si ejecutamos la voluntad personal, desatendiendo a la voluntad eterna, al Bien eterno. Sencillamente:

“un hombre verdaderamente humilde e iluminado no pide a Dios que le revele sus secretos, ni se pregunta por qué Dios ordena, hace o no hace esto o aquello. Sino que […] solamente desea saber cómo puede aniquilarse y estar sin voluntad, de manera que la voluntad eterna viva y señoree en él sin impedimento de ninguna otra, y en él y por medio de él se cumpla”[9]

BIBLIOGRAFÍA

Zolla, Ellemire, Los místicos de Occidente, vol. II, Paidós, Barcelona, 1997, pp. 292-295.



[1] Zolla, Ellemire, Los místicos de Occidente, vol. II, Paidós, Barcelona, 1997, p. 292.

[2] Ibídem, p. 293.

[3] Cabe señalar que en la Biblia no se menciona que fruto es, sino que se refiere a él como “fruto prohibido”, lo cual le quita identidad y deja libre la importancia del fallo, no atribuyendo el error al objeto, al fruto, sino señalando el error en el hecho de comer y lo que eso signifique.

[4] Óp. Cit., p. 293.

[5] Ídem.

[6] Ídem.

[7] Ibídem, p. 294.

[8] Ídem.

[9] Ibídem, p. 295

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