Desde el primer capítulo, San
Agustín señala que llegar a la perfección de la justicia es una empresa grande y árdua pero que “Dios es nuestro
ayudador”,[1]
los cristianos romanos fueron perdonados por los bárbaros, quienes al nombre de
Cristo cesaron en su furia y no descargaron sobre aquellos que se encontraban
en los lugares de culto cristiano, sino
que mostrando así una misericordia más generosa aún, esto debieran atribuirlo a
los tiempos cristianos.[2] De
este hecho Agustín invita a tomar postura de gracias a hacia Dios y acudir sin
fingimiento a él.
Lo que
tuvo lugar en la destrucción de Roma, es fruto de una obra bélica, y con ello
la sangre, el dolor, el robo, la aflicción. Pero lo que con el tiempo se ha
realizado para dar lugar a las personas un lugar donde no se mate, ni se robe y
se libre de los enemigos cruentos, esto es obra de Cristo. “Quien no ve esto, está ciego; el que lo ve y
no lo alaba, es ingrato; y el que resiste al que lo alaba, imbécil”.[3] Tanto el bueno como el malo están bajo la
misericordia de Dios, ambos le piden y Dios les concede con mano liberal, y aunque estén bajo un mismo tormento, no por
eso es lo mismo la virtud y el vicio. La corrección debe de hacerse con caridad,[4]
pues aquel que sabe que uno está en el yerro y no lo dice por miedo a la carne,
a la muerte, se encuentra en un estado de culpabilidad aún más grande que el
malvado, y la caridad yace débil en él.
Los
bienes materiales no representan la riqueza que por encima de Cristo podría dar
una vida realmente feliz, y es que, quien vive amando aquello terreno que
considera sagrado, pronto descubrirá la amargura de su pecado: “Aquellos, empero,
más flacos que, aun cuando no los antepusieran a Cristo, estaban apegados a
esos bienes terrenales con alguna
cupididad, experimentaron al perderlos cuál fue la gravedad de su pecado al
amarlos”.[5]
La
mayor riqueza para un cristiano es amar el bien incorruptible, nadie por dar
testimonio y creer en él perdió la eterna
bienaventuranza prometida por Cristo.
Y mientras el hombre se pregunta cuál de las muertes le ha de
sobrevenir, San Agustín ve en una vida de sufrimientos, en la muerte la
coronación del cristiano: “…aquel
religioso mendigo, muerto entre las lenguas de los perros que le lamían, que la
de aquel impío rico, muerto entre púrpura y holanda, ¿qué daños causaron
aquellos horrendos géneros de muertes a los muertos que vivieron bien?”[6] Los cuerpos mortales de quienes ya
dejan este mundo no deben de ser “menospreciados y tirados”[7],
pues de muchos de ellos se ha servido el Espíritu para toda clase de obras
buenas.
Si bien ya se hablaba
del significado de la muerte para el cristiano como un medio también para
alcanzar la salvación, también San Agustín aborda este tema como camino que
puede llevar a la condena. En ningún caso es permisible la muerte para el
cristiano ni aún en el caso del suicidio, por muy santa razón que se tenga.
Hay
quienes prefieren darse propia muerte a tener pena o deshonra, inclusive cuando
sea el pecado del otro no el propio, pero “no cabe duda que el que se suicida
es homicida […] [y se hizo culpable] ya que aunque se mató por un pecado suyo,
lo hizo con otro pecado”[8].
Hay otras personas que han sufrido la violencia ajena respecto a su virginidad,
como Lucrecia, una matrona romana, pero aún así no es lícito tomar decisión
para terminar con la vida, pues “no despoja el cuerpo la violencia de la libido
ajena de su santidad, pues la conserva su perseverante continencia” y por ello
no se tiene culpa de la violación recibida (Lucrecia no tiene justificación,
pues se ha matado por escrúpulos y vergüenza de haber sido mancillada sin haber
perdido la castidad espiritual).[9]
En
síntesis “no existe autoridad alguna que conceda a los cristianos el derecho de
quitarse a sí propios la vida voluntariamente”: va contra el mandamiento divino
no matarás pues se atenta contra uno
mismo y a final de cuentas “el que se mata a sí mismo, no deja de matar a un
hombre”[10].
Hay algunos asesinatos que al parecer se pueden exceptuar de valorarse como
crímenes de homicidio, como el que quería realizar Abraham con Isaac o Sansón
al haberse sepultado con los filisteos: éstos pueden ser justificables porque
han sido ordenados por Dios (por ello son poco frecuentes).
En
algunos capítulos posteriores San Agustín nos habla acerca de aquella costumbre
de valorar tanto el honor que se prefería la muerte antes que perderlo, usual
entre los romanos del tiempo de la decadencia. Es evidente que la muerte
voluntaria no es válida para los cristianos y antes bien es una debilidad de
mente y del espíritu: sin importar que se haya perdido el honor, o que se haya
recibido alguna ofensa, en el fondo lo que impulsa a suicidarse es el temor a
enfrentar la vergüenza y cargar con ella durante la vida, contra la opinión de
admirar su grandeza de alma. El ejemplo de Catón que presenta nuestro autor es
evidente en este aspecto, incluso este famoso romano se contradice al perdonar
la vida de su hijo que había perdido en batalla y al darse muerte a sí mismo
sólo porque el César le había vencido. Hay quienes muestran mayor virtud, como
Régulo, que soportó con paciencia la tiranía de los hombres y de sus enemigos,
sus maltratos y esclavitudes por valorar el suicidio como detestable a quien
quiere conservar la vida dada por Dios.[11]
Ante
lo argumentado por nuestro filósofo podemos preguntar ¿por qué creer entonces
que algunos “santos” hayan obrado bien al darse muerte? Aún la causa que
parezca más justa, que es evitar el pecado, puede acarrear la condena a quien
se da muerte, pues se condena y no permite la misericoridia de Dios en la vida
del hombre. Bien afirma el obispo de Hipona para no dar lugar a dudas: “Nadie
debe inferirse por su libre albedrío la muerte, no sea que por huir de las
angustias temporales vaya a dar en las eternas… ni por los pecados pasados … ni
por desear una vida mejor”[12].
Hasta
aquí se ha puesto en alto el valor de la vida, conservándola aún en prejuicio
propio para no alcanzar la condenación eterna. Pero, ¿qué pasa entonces con la
vida terrena? Cuando llegan los problemas y las afrentas para los cristianos
podemos preguntarnos, como decían los paganos, ¿dónde esta tu Dios? ¿Dónde se encuentra Dios cuando sufrimos las
injurias de los demás? Realmente no conocemos como Él conoce, pero Agustín
intuye que en ese momento “examina sus merecimientos o castiga sus pecados,
estando en todo lugar sin ningún límite”, y por ello puede permitir ciertas
ofensas y vejaciones para evitar la soberbia del cristiano o para intimar a la
humildad, acabando con la castidad externa para preservar la castidad interna.
En
los últimos capítulos de este libro Agustín encara a los romanos en sus
tradiciones y costumbres, pues muchos de ellos viven una vida libertina y
lujoriosa, caen en la desgracia y culpan a los cristianos por su situación
terrible. La realidad es que los vicios de los romanos los llevaron a la
destrucción y la decadencia precisamente porque no aceptaron el sufrimiento y
un poco de limitaciones, que incluso alguno de sus dirigentes les propusieron,
y accedían a espectáculos y actividades como los juegos escénicos y la búsqueda
del poder en la adquisición de reinos y posesiones. Para que los dirigentes
buscaran esto, fue necesario que el pueblo también fuera corrupto y ávido de
los placeres más mundanos, por lo que la desgracia fue general. A pesar de ello
Dios no se olvidó de su misericordia y dio alternativas a esta cultura para
poder subsistir, pero convirtiéndose. De hecho, “las dos ciudades están
mezcladas ahora (la mundana y la divina, a la que pertenecen los cristianos)”
pero tanto en un lado como en otro puede haber creyentes o no creyentes: unos
en la misma Iglesia actúan como paganos, y fuera de ella hay quienes viven
según la voluntad de Dios. Esta es nuestra situación actual: luchamos por hacer
prevalecer una ciudad parecida a la divina, a pesar de las ofensas y de los
pecados cometidos, sostenidos por la misericordia de Dios.[13]
Bibliografía
Agustín de Hipona, Obras de san Agustín. La Ciudad de Dios, tomo XVI. Edición de
José Morán. BAC. Madrid, 1958. Libro I
[1] Agustín de Hipona, Obras de san Agustín. La Ciudad de Dios,
tomo XVI. Edición de José Morán. BAC. Madrid, 1958. Libro I. p. 62
[2] Íbid cap II p. 64
[3] Íbid cap VI p. 73
[4] Ibídem cap IX p. 77
[5]
Íbid cap X p. 81
[7]
Íbid cap XIII
[8]
Ibídem cap XVII, p. 95-96
[9] Cfr.
Íbid cap XVIII-XIX p. 96-102
[10]
Ibídem cap XX p. 102-104
[11]
Cfr. Íbid cap XXI-XXIV p. 104-110
[12]
Cfr. Ibídem cap XXV-XXVII p. 110-115
[13]
Cfr. cap XXVIII-XXXIV p. 115-128